Ilustración: María Gómez
La rentabilidad es un concepto tan abstracto como simple, tan teórico como de andar por casa. Preside todos nuestros actos de manera sibilina, tanto que, de manera inconsciente, hacemos la cuenta de Linda Evangelista, la top que no se levantaba de la cama por menos de diez mil dólares diarios. Los financieros lo llaman interés y nosotros nos conformamos con la compensación, pero todo responde a la misma ecuación ¿merece la pena? De esto saben mucho los guepardos de la 2 –sí, a usted le pasa como a mí, que solo ponemos la tele para ver documentales-, que tantean el desgaste que supone perseguir a una gacela y lo enfrentan a la ingesta de calorías que podría obtener con su caza, y terminan por tumbarse a la sombra del único árbol del desierto del Kilimanjaro, pensando en las musarañas. La rentabilidad, ya le dije.
El puente nuevo, el segundo puente, o como se llame, ha cumplido un año sin que a los quinientos once millones de euros se le haya visto rentabilidad, o por lo menos un interés inmediato. Sin el paseo que unirá -¿unirá?- Astilleros con la avenida de la Bahía, sin la avenida transversal y sin apenas aparcamientos, los vecinos de la zona se conforman con lo que pueden, “la facilidad con la que podemos salir de Cádiz”. Porque al fin y al cabo, este puente desafía al diccionario, ganándole la batalla en algunas de sus acepciones; no es un puente para unir, sino un puente para salir, para salir corriendo, además.
Quince minutos es el tiempo medio que se ahorra un conductor en atajar la bahía. Los más optimistas lo cifran en ocho minutos, lo que tardan en cocerse dos huevos, por poner un ejemplo que no dañe sensibilidades. Los devotos del pesimismo lo alargan hasta veinte. Así que un cuarto de hora, más o menos, es la única rentabilidad que, de momento, se le conoce a la faraónica obra que nos hipotecó de pensamiento, palabra, obra y omisión durante más de una década. ¿Compensa? piensa el guepardo mirando el nuevo perfil de la ciudad que nos descubrió que los de Cádiz-Cádiz somos los del norte – ¿quién nos lo habría dicho, Benedetti?
El atajo más caro del mundo forma parte ya de nuestro paisaje. No merece la pena el análisis de la oportunidad de la obra, ni siquiera el lamento por lo que pudo haber sido y no fue. Ahí está, y ahí estará “viendo pasar el tiempo”, ofreciendo, a todo el que lo quiera, su cuerpo por quince minutos. Nos toca a nosotros encontrar la rentabilidad, transformar el interés político en un interés general. Hacer, tal vez, del perfil del puente un icono de la ciudad –la imagen desde la torre de la Catedral es un prodigio de contrastes-, un reclamo turístico, como se hace en otras ciudades con cosas más feas y peor terminadas –bueno, peor terminadas no creo.
Y creer. Empezar a creer en un modelo de ciudad donde no solo existen guepardos y gacelas. Hay otros mundos, decía el anuncio, pero están en este. Piénselo, algunos milagros se hacen en quince minutos.