Cualquiera diría que los reunidos en París, en octubre 2003, alrededor de la convención de la UNESCO que definió el Patrimonio Cultural Inmaterial y nos alentó a su salvaguarda, tuvieron como fuente de inspiración la historia, la memoria y la continuidad de cuanto ocurre en las tramoyas, en las calles y en las cabezas de las gentes de Cádiz durante las fiestas de carnaval. Porque éstas reflejan la letra, el espíritu y todas y cada una de las manifestaciones regladas de aquel texto patrimonialista.
En realidad, más allá de los reconocimientos formales, de su inclusión en el Listado Representativo de la UNESCO, que es de lo que se trata, el Carnaval de Cádiz es ya, y desde hace mucho tiempo, desde antes incluso del enunciado preciso del concepto, una soberana –y soberbia- muestra de patrimonio cultural inmaterial. No le falta ni un detalle del detalle.
No es que lo sea por la espectacularidad o relevancia estética de sus puestas en escena, ni por la ostentación de cacharros lujosos y caros, ni porque registre una monumentalidad o antigüedad que lo remonte a la más excelsa de las glorias y lo más remoto de los tiempos. Tampoco, ojo, por su potencialidad económica como reclamo turístico. Tales extremos pueden o no estar encima de la mesa y tener mayor o menor trascendencia; lo es, sobre todo, por una cuestión de pueblo. De gente. De gentes de un pueblo que heredan y reconstruyen y reviven y transmiten, colectivamente, de manera singular, gestos y símbolos de pertenencia, artefactos y vivencias, valores y anclajes profundos, muy profundos, que modelan formas de pensar, de creer y descreer, de sentir y de estar que permean, por extensión, a la cotidianeidad social y cultural de la vida comunitaria. Con sus más y con sus menos. Es cuestión de identidad, de una identidad colectiva mamada y marcada por el protagonismo popular y por la apropiación y autogestión social del espacio y de la vida vivida de la ciudad y de la ciudadanía.
El Carnaval de Cádiz, como se vive en Cádiz, solo puede darse en Cádiz. Y, al mismo tiempo, cosas del complejo bucle de las causas y de los efectos, el pueblo de Cádiz, en su pluralidad, es como es, entre otras razones, porque revive cíclicamente su particular y contradictoria confirmación liándose la manta de las utopías, los amores, los surrealismos, los egocentrismos y las subversiones a la cabeza. Una manera irreverente y jonda, salpicada a mitades de prejuicios y transgresiones, de plantar cara a la existencia misma y a los preceptos y estructuras de los órdenes establecidos –de los desórdenes dominantes-. Una manera local y localista de formar parte de esta rara especie de animales que somos los animales humanos.
La virtual inclusión del Carnaval de Cádiz en el Listado Representativo del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad brinda la ocasión para sentirnos, con tanta modestia como razones, orgullosos y emplazados. Con el legítimo orgullo y la alta responsabilidad de aportar a la Humanidad un más que necesario granito de buena voluntad y de relativismo desde este laberinto poético y mamarracho nuestro de virtudes y miserias. Ni más ni menos.
Bajo estos principios, que vienen a ser los enunciados por la UNESCO, bienvenido sea este estarivé de papeleos y proclamas y telefonazos y comités y expectativas que, ojalá no lo perdamos de vista, debería obligarnos a intentar ser mejores como personas y como comunidad. Porque, si no, si al final, como ya ocurre en tantos casos, todo derivara a un cachondeito más de croquetismo y oportunismo de los tratantes de la política y de los dineros, si al final todo fuera una nueva “oportunidad de negocio” y un sarao de entretenimiento y camuflaje de ineptitudes y de ausencia de voluntades para encarar tantas apremiantes necesidades del pueblo, para eso, pues mejor nos quedamos como estamos. Siendo patrimonio inmaterial de la humanidad con la dignidad y la verdad de las letras minúsculas y de nuestro propio auto-reconocimiento.
Tan ricamente. Y a otra cosa mariposa.