Juanjo Barral (Oviedo, 1962) es licenciado en Filología Hispánica. Desde 1985 se gana la vida con el ejercicio del periodismo.
“LA CONFITERÍA SE LLAMABA BEATRIZ y otros poemas laborales” (If ediciones & el sornabique, 2000) es un poemario narrativo lleno de verdad y asombro, un poemario-espejo en el que el autor usa cada palabra como un continente de sencillez que nos hace viajar hacia un tiempo preciso y determinado. Aquí lo cotidiano se hace milagro, la mirada sabia sobre las cosas que rodean al autor se hace colectiva. Aquí tres poemas de “La confitería se llamaba Beatriz y otros poemas laborales”, aquí empieza el viaje.
I
Forrar valencianas se me antoja
la primera ocupación
en la confitería que me asignaron mis padres
a mis ocho años y poco
de experiencia laboral nula
hasta entonces.
Recuerdo que se trataba
de unas magdalenas alargadas
montadas sobre unas estructuras metálicas forradas con papel.
Para no agobiar la tarea
cada veinticinco maniobras me premiaba abriendo
un sobre de cromos.
Vaya si me acuerdo de Betancor.
II
Segundo de aprendiz
lo saqué de nota
limpiando chapas
con la espátula pegado
al horno y sus 240 grados
en temporada alta.
Así me tiré un verano de guaje
aprendiendo el oficio que decía entonces
desde el primer peldaño.
Llegué a limpiarlas tan bien
que me habrían dado cuatro másters
por la Universidad de Minesota.
En casa me obsequiaron con la espátula de bronce.
III
No pasaba vergüenza social
ni sabía lo que era siquiera
cuando llevaba bandejas de pasteles
a pie hasta el Café Garal
o de la que acercaba el desayuno
en forma de medias lunas a la residencia femenina
de estudiantes que había en la calle Foncalada,
paseo que siempre despertaba mi apetito
sexual infantil inocente imaginario
pensando en las chicas en pijama mojando
lo que yo les llevaba
en su café de buena mañana.
Siempre me daban propina aunque
nunca fue para la vista.