Fotografía: Juan María Rodríguez
Compré a Neymar Junior por 223 millones de euros (uno más de lo que daba el Paris Sant Germain) y me lo llevé a mi casa.
Lo senté en la cocina y esperé a que se hiciera un selfie y lo colgara en las redes sociales. Pero no lo vi con ánimo de querer compartir algo en ese momento con sus millones de seguidores.
Es cierto que la cocina estaba a oscuras y sin recoger, con migas de pan duro sobre la mesa y alguna que otra monda de fruta dispersa en el abandono. Es lo que tiene aquello de salir corriendo sin más horizonte que aprovechar las rebajas…
-¡Ney, tenemos que hablar…!- le dije.
Y enseguida me arrepentí. Me sentí extraño con aquellas palabras en mi boca que sonaban a frase de pareja mal avenida. Y eso que apenas habíamos comenzado nuestra relación.
Le dejé solo y me dirigí al cuarto de baño. Llené de agua el lavabo y me enjuagué la boca (puede que queriendo borrar todo resto de aquella frase).
Luego, hundí mi rostro un tiempo largo hasta que la necesidad de tomar aire me hizo sacarlo de un modo apurado. Cuando abrí los ojos pude distinguir el rostro de Neymar Junior que me acompañaba junto al espejo. Reconozco que pegué un respingo y evité cualquier reproche cediéndole amablemente el cuarto de baño.
Detrás de la puerta escuché con paciencia el chorreo de sus necesidades.
Mientras tanto, dudaba si debía tomarle por la mano y mostrarle su cuarto o era mejor indicárselo sin más.
Pensé que sonreiría al ver el balón de fútbol, la bandera brasileña y un par de osos de peluche algo desvergonzados que había encontrado en un chino: uno sacaba la lengua con el dedo corazón alzado; el otro poseía sin más una sonrisa gamberra que se acrecentaba por unas desproporcionadas gafas de sol. Al menos, eso me parecía.
Neymar Junior, sin embargo, no mostró ningún entusiasmo por alguno de los cuatro objetos y se limitó a sentarse en la cama como si estuviese aguardando alguna cosa. O más bien, lo peor, como si ya no aguardase ninguna.
Pensé que, al menos, él estaría acostumbrado. Pronto comprobé mi equivocación. Estaba actuando como si fuese su primera vez.
Lo único cierto es que para mí sí lo era; nunca antes había comprado un ser humano. Me sentía de un modo incalculablemente extraño.
Le vi extraer unas fotos de su mochila y colocarlas en la mesita de noche. Los marcos eran demasiado grandes y no cabían en el mismo plano. Estuvo un rato pensando hasta que finalmente se decidió por colocar a su padre delante de la lámpara y a Lionel Messi detrás de ella, puede que en un segundo plano pero también más íntimo y resguardado.
Se colocó los cascos sobre sus orejas (quizás más grandes que los propios marcos) y se tumbó en la cama con los ojos cerrados, aprisionando también cualquier atisbo de conversación.
En ese momento comprendí que no debía mostrarme débil. Y mucho menos, hacerle suponer o imaginar, que él, algún día, pudiera llevar las riendas de la casa.
Así que le dije con voz potente por encima de su rap privado:
-¡En esta casa se cena a las nueve!
Neymar Junior abrió sus ojos, alzó el pulgar e inclinó mansamente su cabeza.
Cuando cerré la puerta suspiré hondamente. Me sentía estúpidamente vencedor de aquel primer encuentro.
También, con unos irremediables deseos de llorar. Con todo, y con gran esfuerzo, me contuve.
No podía ceder a la pavorosa idea de haber malgastado mis ahorros.