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Ya casi nadie recuerda “Cádiz Gráfico”: las cristaleras de la redacción, en la Plaza de San Antonio, la pajarita vintage –cuando desconocíamos la existencia de dicho galicismo—que solía lucir Curro Plaza y el olor a papel mojado, a tinta y a memoria de aquellas cuatro paredes. Corría el año de 1976, cuando Juan Francisco Pedrejón y yo cruzamos sus umbrales para escribir un artículo en torno al paro que empezaba a crecer en la provincia, aunque sus cifras todavía fueran ridículas. En rigor, se trataba de un truco para poder sacar al aire libre a los partidos políticos y a los sindicatos que todavía eran clandestinos. Sin embargo, el mayor tesoro que guardo de aquellos días no fueron las incursiones secretas en casa de unos estudiantes de la CNT, allá por la laguna, el cuestionario bajo el felpudo del piso de Puntales donde vivía Horacio Lara, entonces cura obrero de CCOO, o la misteriosa entrevista mantenida con Jesús García Vidal, entonces del PTE, en la cafetería vecina al cine Imperial, en la avenida. Lo mejor de aquella aventura juvenil se llamaba Ángel Movellán y acabamos de perderlo con tan sólo ochenta años de edad.

Fue el primer fotógrafo con quien compartí el extraño don del periodismo. Recuerdo bien sus consejos porque su voz gangosa con la que había superado un problema mucho más grave, tardaba en trasmitir sus recomendaciones y era fácil memorizarlas: “Niño, tú a esta gente, ni caso”, me recomendó al salir de entrevistar a un delegado provincial del franquismo que moría mucho más lentamente que su titular. ¿Cómo no recordar su sombra peregrina por la nocturnidad de Cádiz, del brazo de otra cámara célebre, la de Manolo Aranda, víctima como él de un cierto síndrome de Diógenes que ojalá permita conservar sus archivos y no perderlos, como ha ido desapareciendo buena parte del imaginario del Cádiz de la segunda mitad del siglo XX, que impresionaron ambos, pero también otros ojos públicos de la época como Juan Martínez Nieto, el hijo de Pericón, que firmaba como Juman, o Manolo Bernet, una variante gaditana de Joe Pesci en el papel de Weegee, el célebre paparazzi neoyorquino, a quien inmortalizara en el cine Howard Franklin.

Todos ellos fueron supervivientes con talento. Angel García Movellán –ese era el nombre completo de ese sanluqueño del 35—fue un joven inquieto que heredó el oficio de su padre, pero que también amagó con la escultura –llegó a exponer en Madrid— y con la pintura. Discípulo del escultor sevillano Manuel de Echegoyán, frecuentó la compañía de poetas, artistas de toda suerte y teatreros al uso.  Ni tenía móvil ni carnet de conducir. No le hacía falta. Su patria era aquella Cádiz interior en la que cuidó la débil salud de su madre, hasta que exhaló su último aliento. En cualquier caso, relegó su vocación artística por la vocación de pagar facturas a fin de mes: lo hizo con dignidad, retratando a los suyos, como aquellos bañistas en cola para votar en las primeras elecciones democráticas de 1977 o lo que les ocurría, como la extraña aparición, dos años más tarde, de aquel supuesto Ovni sobre la catedral de Cádiz.

Aquellos fotógrafos eran de otra estirpe. Bohemia, desde luego. Movellán adoraba la música clásica y, entre los suyos, gozaba de un sentido del humor irónico e inteligente. No gustaba de las autoridades y a veces llegó a mofarse peligrosamente de ellas: si hubiera vivido de la palabra, es probable que hubiese tenido problemas con la censura pero él prefería censurar a los próceres sin prestarles demasiada atención, tan sólo la imprescindible en los actos oficiales.  A su muerte, el maestro Oscar Lobato describía cómo prefirió retratar a una joven Carmen Romero en lugar de quien entonces era su esposo, Felipe González, que pronunciaba uno de sus primeros mítines: “Mientras todos los objetivos apuntaban al líder socialista en su discurso, Movellán presentaba a esa mujer, sentada sobre unos escalones, oliendo un trío de claveles que le habían obsequiado poco antes. Esa Romero con aire de Romero de Torres había sido sorprendida por la sagacidad de Angelito, cuyo aspecto inofensivo de arlequín de peluche disipaba pronto recelos y suspicacias”, escribió en Diario de Cádiz, el rotativo que le proporcionó empleo junto a la agencia Efe, aunque prefiriese siempre su independencia de freelance, ajeno a cualquier suerte de orejeras.

Seguro que Juman prefería las muchedumbres cruzando el Puente Carranza o la reunión flamenca de su padre, pero tuvo que ganarse la vida cubriendo toda suerte de actos oficiales, hasta el punto de que Antonio Burgos sostiene que Napoleón no entró en Cádiz porque no estaba él para retratarlo. Y a Manuel Bernet, desde luego, le gustaba más cubrir sucesos indómitos que aquellas manifestaciones en que le gritaban “chivato” por la creencia popular de que sus placas servían para que el ministerio de Gobernación franquista identificara a los insurrectos. Detrás de su historia y detrás de su leyenda, alienta sin embargo el retrato robot de una ciudad demasiado propensa al olvido. Incluso al de aquellos que, como Ángel Movellán, contribuyeron a fijar su negativo en el imaginario colectivo. En el fondo, nuestra memoria no registra nuestros propios recuerdos sino el de las fotografías que ellos impresionaron.

Fotografía: Jesús Massó

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