Ilustración: María Gómez
Escribo estas líneas desde una de las salas de espera del Aeropuerto Charles de Gaulle, en París, a pocos minutos de tomar un vuelo en dirección a Berlín. Fuera, a través de las ventanas, contemplo el cielo de una mañana cualquiera de un principio de otoño cualquiera, completamente gris y encapotado, aunque al menos no llueve. Dentro, a través de los ojos de la gente, observo rostros cabizbajos, mitad adormilados y mitad serios, quién sabe si alguno que otro depresivo. Pienso: bienvenidos al corazón de Europa, donde ya llevo casi un lustro.
No exageres, que en toda casa cuecen habas, me digo a mí mismo. Tarea harto difícil, porque la exageración va en los genes culturales del gaditano (como decía la chirigota, el gaditano nace donde a él le da la gana). Seamos serios. No tengo ni un motivo para quejarme. Tengo un trabajo estable, bien remunerado y una pareja que me quiere y con la que comparto mi vida. Vivo en el centro de una las ciudades más bellas y con mayor “movimiento” del mundo (so much going on, dirían en inglés) y no me falta de nada. Me siento un afortunado. ¿No me falta de nada? me falta Cádiz. Ese cielo azul límpido, el olor a mar, el poniente, el levante, el calor de la gente, el pescaíto frito; por citar las primeras y más típicas cosas que se me vienen a la cabeza.
Hace más de una década que “salí del nido” y dejé la Tacita de Plata. Mirando hacia atrás, hacia mi infancia y adolescencia, me sorprendo cómo era capaz de ignorar, en el día a día, cosas que hoy valoro como un tesoro. Por ejemplo, la playa. Para mí era lo más normal del mundo salir de casa y tener la playa a cincuenta metros, y bajar a jugar a la arena en cualquier época del año. O irme a hacer deporte al atardecer con la bajamar. Otra, el clima. Que sí, que es verdad que en invierno hace “fresco”, pero también es cierto que pueden venir días en cualquier momento del año en los que te puedes sentar en una terraza a tomar algo al sol en mangas de camisa. Y quién diga que hace frío, lo invito a que se vaya a Alemania unos días y no hace falta que sea en invierno, en primavera, pero que se lleve los calcetines de lana porque igual todavía puede nevar. Y por citar un último ejemplo, la gente; con su ironía, su desparpajo y la facilidad de entablar una conversación con quién sea y donde sea. Qué ganas de ir a un bar a tomar una caña y acabar echando unas risas con el desconocido de la mesa de al lado sin tener realmente por qué, just because.
Entre párrafo y párrafo, el avión acaba de despegar y se interna en las nubes. Miro por la ventana y sólo se ve niebla, cada vez más densa y más gris. De pronto, voilà, el sol aparece e inunda con su luz la pantalla de mi portátil. Cómo echo de menos la luz, pienso. Que sí, que en el norte hace sol también; pero vienen largas temporadas (dos o tres o más semanas seguidas) en los que es raro ver el sol. Y hasta que uno no vive regularmente esa situación, querido lector, no se puede entender de verdad lo que es echar de menos la luz. Recuerdo como me reía cuando fui a Londres por primera vez, con el instituto, y me sorprendió ver, en día laborable, a la gente abarrotar cualquier jardín en The City porque aquel día estaba parcialmente nublado. Un día de los en los que el sol sale, de repente se cubre con nubes, y venga a cambiar cada cinco minutos. Qué disparate, pensaba entonces. Y ahora resulta que me he vuelto uno de ellos, sacando la cabeza por la ventana si hace sol mientras tomo el café de la mañana para tomar un poco de vitamina D. Ahora me río al recordar que entonces me reía de aquello en lo que me he convertido.
Vuelvo a mi historia, hablaba de Cádiz. Aunque hace años que vivo aquí y allá, a cientos o miles de kilómetros de distancia, a Cádiz voy como mínimo tres o cuatro veces al año. Porque, por muy lejos que esté, es en La Tacita el único lugar en el que verdaderamente recargo las pilas. Y cada vez que vuelvo valoro enormemente cada pequeño rayo de luz, cada baño en la playa, cada paseo hasta el Chato con mis padres, cada copla cantada con los amigos al son de una guitarra, cada tapita con su cervecita al aire libre, cada papelón de pescado, etcétera. Recuerdo que cuando era un adolescente iba un par de veces a la playa al principio del verano y luego me encerraba, día sí y día también, en la penumbra de mi habitación con mi ordenador. Ahora paso por trabajo muchas horas delante del ordenador, pero no hay un sólo día que esté en Cádiz (si el tiempo acompaña, que es lo habitual) que no baje a la playa a darme un baño, sobre todo al caer la tarde. Qué paradoja. Hacerse mayor para aprender a dibujar como un niño, decía Picasso. Pues eso.
Tras una cabezada me dispongo a escribir el último párrafo, que no queda mucho para el aterrizaje. Cádiz y cómo he aprendido a valorar, a exprimir, cada instante que paso en ella. Han tenido que pasar años para darme cuenta, pero espero, si la vida me lo permite y algún día me siento con fuerzas de volver definitivamente al sur, a mi casa, no caer en el mismo error que antaño e intentar no olvidar que aquellas pequeñas grandes cosas que Cádiz nos ofrece son, en realidad, bienes muy preciados al alcance de muy pocos. Que sí, que no hay trabajo, que sí, que en otros lados se puede vivir mejor… Es cierto, pero aún así intentemos darnos cuenta y valorar lo que tenemos, porque creedme, aquellos que nos hemos criado y aquellos que todavía viven en este precioso lugar tenemos y tienen una suerte inmensa. Yo he tenido que irme fuera, muy lejos y varios años, para darme cuenta. Me viene a la cabeza el pasodoble “En el norte los del norte”, de la chirigota “las Ruinas Romanas de Cádiz”. Qué gran verdad. Aunque hayan tenido que pasar más años que dedos tengo en las dos manos para darme cuenta.
El avión comienza el descenso y se interna de nuevo en las nubes. Un manto gris vuelve a inundarlo todo, quién sabe cuándo volveré a ver el sol. En fin, Serafín, que ya llego. Auf Wiedersehen.