Fotografía: José Montero
Supongo que tal como le ocurre a usted, lector, lectora, uno intenta apuntalar el desaliento buscando algunos hilos de coherencia y de sentido en la confusa actualidad que nos toca vivir. No ayuda, desde luego, dedicar prácticamente doce horas a contemplar en directo el llamado “debate de investidura”, en el que ni ha habido investidura (algo normal y previsible) ni debate (algo anormal e inquietante). Doce horas, por tanto, dedicadas en sede parlamentaria a desactivar la política y la democracia. A vaciarlas de sentido. Las excepciones, que las hubo sin duda, quedarán como mero testimonio de que la práctica parlamentaria respira, pero que su pulso es prácticamente imperceptible.
Y es que la cultura democrática descansa sobre lo que tal vez, y a la vista de los acontecimientos, no resulte ser más que un mito: el valor de la argumentación. Desgraciadamente, habrá que rendirse a la evidencia de que nuestra práctica política, para subsistir, no requiere de argumentos ni razones. Al parecer, le basta con los pretextos, los subterfugios, las falacias, los escamoteos, las estratagemas, las argucias… Los innumerables sesgos que, según pudimos observar incluso en sus rostros, determinan el juicio de sus señorías en el Parlamento, hacen inútiles cualesquiera intentos de argumentar y razonar. Predominaron en el hemiciclo los prejuicios, las fobias, los intereses mezquinos, los tópicos más rancios, el conservadurismo más nocivo; la inanidad democrática, en definitiva. ¿Por cuánto tiempo más este modelo de democracia podrá suplantar a una democracia más confiable?
Por supuesto que la democracia puede dar cabida al cálculo, a las estrategias y hasta a las estratagemas, pero todo eso no puede excluir todo lo demás, fundamentalmente el diálogo, la argumentación y, en general, la disposición a escuchar activamente al adversario. Si quienes pretenden ser nuestros representantes continúan negándose, como es evidente que lo hacen, a asumir esos hábitos democráticos básicos, nuestra convivencia política tiene un grave problema. Y tendremos que indagar a qué hecho más general responde esta evidente deficiencia de nuestra actividad parlamentaria.
Por todo ello, más que a unas terceras elecciones, deberíamos temer al desaliento, a la desmoralización y a la desconexión ─por aburrimiento─ de la realidad. O a las reacciones personales sustentadas, no en razones, sino en pulsiones. “Nuestra incomprensión del mundo en que vivimos tiende a excitarnos las pasiones más que el raciocinio”, escribe Fernando Vallespín. A buen seguro se refiere a la tendencia, muy generalizada y constatable, a orillar la argumentación y el diálogo en favor de las pulsiones. Y es precisamente en este giro antropológico inducido que se adivina ya en un cercano horizonte (la utilización interesada de las pulsiones en detrimento de las razones) donde se dirime el futuro de nuestra convivencia democrática.
Ante una penuria argumentativa ya muy generalizada, quienes están en disposición, desde el poder, de hacer llamadas e interpelaciones a la ciudadanía, lo hacen recurriendo a lo que yo llamaría “llamadas totémicas”, como pueden ser las socorridas referencias a “la responsabilidad de Estado”, la gobernabilidad, el Orden (neoliberal, por supuesto), y otras expresiones cargadas de indefinición, ambigüedad y doble filo. Más que a una sociedad evolucionada, se apela a unos anacrónicos resortes tribales. No a una unión solidaria consciente basada en la fraternidad, sino al más ancestral apiñamiento numérico como mecanismo de autoprotección ante los cambios.
A lo que se ve, en la etapa postdemocrática hacia la que parece que nos deslizamos, el poder no necesitará invertir ya tiempo ni esfuerzo en construir relatos simplificados (ello conlleva cierta racionalización) con destino al consumo de una ciudadanía desprevenida y maltratada por la manipulación: ahora se impulsan directamente esos mecanismos ancestrales que duermen en el fondo de nuestra psicobiología y se fomenta con ahínco el miedo, el desarme argumentativo, la amputación del sentido crítico… Para decirlo con otras palabras, no es sólo que se haya arrinconado la necesaria apuesta por una educación de la ciudadanía, sino que se ha establecido un auténtico programa des-educador basado en el fomento de la irracionalidad más absoluta. Esa irracionalidad lleva a la imposibilidad de entender el mundo, o al menos a la dificultad para interpretarlo con suficiente coherencia, pero también origina dificultades para comprender al otro y para salir de nuestra subjetividad, modulando y enriqueciendo así nuestras inclinaciones y convicciones individuales con la argumentación y el diálogo en común.
Tristemente, habrá que convenir en que nuestra actual realidad política y democrática obedece al diagnóstico que Josep Ramoneda, conocido y reconocido filósofo político, hizo no hace mucho: “Una sociedad sin expectativas es un sociedad varada. Las mitificadas generaciones de la Transición soportamos mal que otros intenten sacar el barco de la arena para volver a encarar el futuro”.
Ese “soportar mal” es en realidad la manifestación de otro anacronismo tribal: el miedo al cambio. Sin embargo, explorar las potencialidades del cambio, indagar las posibilidades de las situaciones nuevas, imaginar lo positivo que pueda derivarse de actuaciones que no encajan con nuestro marco habitual de referencia, son, precisamente, las condiciones de posibilidad de una salida a la asfixiante y desvencijada política que se nos quiere imponer como la única posible.
Sobrecoge pensar que el miedo al cambio haya hecho mella también en quienes, desde el poder, lo han utilizado como arma de disuasión masiva: dicen que el inmovilismo patológico es una de las primeras causas de muerte súbita de las sociedades expuestas a democracias insuficientes.