La idea sólo existe en virtud de su forma, decía don Gustavo Flaubert. Su frase, luminosa, más propia de un filósofo que de un novelista, expresa como ninguna la naturaleza del impulso artístico, esa patética y hermosa incontinencia de los humanos para dar forma a sus ideas. Voy a hablar de un artista ausente, de un gaditano inclasificable que nos dejó solos en el mundo hace algo más de un año: el malogrado Luis Quintero Brea, de cuya amistad gocé bastantes años, aunque no todos los que hubiese querido.
El consuelo del artista ante la muerte es que su obra le sobrevive, pero cuando parte de esa obra es pública e incluye varios monumentos en una ciudad pequeña –caso de Quintero y de Cádiz– el consuelo real es para quienes lo apreciaron en vida, porque su recuerdo se impone como algo físico cuando uno pasea sin rumbo fijo por Cádiz y se topa con alguno de sus trabajos. Sé que le ocurre lo mismo a la legión de amigos a los que ha dejado huérfanos.
Paseo por Puerta Tierra y me veo ante su monumento a la Constitución de 1978, el bautizado por la gente como Jaulájaro. Se hizo por el aniversario trigésimo de aquella ley que cumple ahora el titubeante cuadragésimo. Recuerdo que el carnaval del año siguiente a su inauguración callejeábamos juntos y nos detuvimos ante una chirigota que parecía prometedora. Como no se sabían bien las letras le pidieron a Luis que sujetara el libreto y él aceptó servirles de atril. Entonces la chirigota empezó a cantar estos versos:
Mala puñalá le den
al escultor del pájaro-jaula…
Luis no se inmutó. Cuando terminaron la actuación, cerró el libreto y se lo devolvió a la agrupación con una sonrisa, diciendo: Que sepáis que el escultor del pájaro-jaula soy yo. Carcajadas, abrazos y un brindis colectivo. Tengo la foto para demostrar que una cosa así sólo pasa en Cádiz.
Hubo demasiadas opiniones tras la inauguración del Gran Pájaro, y faltó, en cambio, una estimación crítica de fundamento. Todo se limitó a un intercambio de me gusta, no me gusta, me gusta, no me gusta. Y eso entristeció a Luis, que se había roto la cabeza durante meses buscando el mejor modo de representar plásticamente algo tan poco susceptible de ser poetizado como un conjunto de leyes. Cambió de idea más de una vez y más de dos. El motor que usaba Luis para sus trabajos el pensamiento poético. Se trataba de un artista conceptual que manejaba la metáfora como un vehículo intermedio entre la idea y la forma. Ahora que tengo delante el resultado voy a tratar de describirlo. No pretendo acertar en mi interpretación –aunque también– sino tan sólo transmitir la madeja de conceptos y símbolos que pueden llegar a verse en esta rica estructura poética.
Lo primero que percibo es una imagen inquietante: veo a un pájaro apoyado en un detonador de dinamita. Es paradójico; no sé si se trata de una alegoría de la paz (la paloma se ha posado sobre la herramienta de destrucción) o de una amenaza inminente si tomo en cuenta la fuerza y la pesadez que transmiten las patas del pájaro y que parecen capaces de hacer bajar el detonador.
Pero lo que veo por encima me tranquiliza. El resto del pájaro no se corresponde en absoluto con el rigor, con el poder ni con el peso de esas patas. Es una estructura enrejada con el aspecto de un ave, de un pájaro pequeño, un pinzón o un gorrión, emblema eterno de la libertad. La libertad con patas de águila o de grifo, la libertad apoyada en la fuerza, de eso estamos hablando al parecer. Queremos garantizar nuestro anhelo de ser libres basándonos en la fuerza. La estatua que corona el cimborrio del Capitolio americano es una alegoría que lleva por título de La Libertad Armada. Esa parte pesada del Gran Pájaro no es libertad, sino arma, miedo o necesidad de seguridad, lo que es muy parecido. La libertad está por encima: es la jaula. Y la jaula es la Constitución, que delimita con sus barrotes legales un pequeño volumen de libertad convenido. Construimos una jaula defensiva, una jaula para protegernos de los tiburones. Es un extraño modo de proteger nuestra libertad éste de encarcelarla, y un extraño proyecto el de aprender a ser libres en el interior de una cárcel, donde sólo se puede desear ser libre. Ah, pero cuando el deseo te acerca a los barrotes, y ves reflejado en su pulida brillantez quirúrgica el gesto amenazador de los que dejas atrás, dudas. Y si al final decides trasponerlos, prepárate.
Pero la historia tiene un final feliz. La jaula tiene una puerta pensada y construida para ser abierta a partir de la llamada de un móvil. Su autor la concibió como un efecto interactivo de quien saluda a la libertad: el coste de la llamada iría a parar a una organización pro derechos humanos y contribuiría a sacar presos de conciencia en todo el mundo. Abrir esa pequeña puerta de libertad resultaría un gesto simbólico muy apropiado en las mismas puertas de la que llaman Ciudad de la Libertad, y un dinero mucho mejor empleado que las inútiles monedas que se tiran a la fontana di Trevi.