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Porlanpost (luis quintero)
Fotografía: Luis Quintero

La idea sólo existe en virtud de su forma, decía don Gustavo Flaubert. Su frase, luminosa, más propia de un filósofo que de un novelista, expresa como ninguna la naturaleza del impulso artístico, esa patética y hermosa incontinencia de los humanos para dar forma a sus ideas. Voy a hablar de un artista ausente, de un gaditano inclasificable que nos dejó solos en el mundo hace algo más de un año: el malogrado Luis Quintero Brea, de cuya amistad gocé bastantes años, aunque no todos los que hubiese querido.

El consuelo del artista ante la muerte es que su obra le sobrevive, pero cuando  parte de esa obra es pública e incluye varios monumentos en una ciudad pequeña –caso de Quintero y de Cádiz– el consuelo real es para quienes lo apreciaron en vida, porque su recuerdo se impone como algo físico cuando uno pasea sin rumbo fijo por Cádiz y se topa con alguno de sus trabajos. Sé que le ocurre lo mismo a la legión de amigos a los que ha dejado huérfanos.

Paseo por Puerta Tierra y me veo ante su monumento a la Constitución de 1978, el bautizado por la gente como Jaulájaro. Se hizo por el aniversario trigésimo de aquella ley que cumple ahora el titubeante cuadragésimo. Recuerdo que el carnaval del año siguiente a su inauguración callejeábamos juntos y nos detuvimos ante una chirigota que parecía prometedora. Como no se sabían bien las letras le pidieron a Luis que sujetara el libreto y él aceptó servirles de atril. Entonces la chirigota empezó a cantar estos versos:

Mala puñalá le den

al escultor del pájaro-jaula…  

Luis no se inmutó. Cuando terminaron la actuación, cerró el libreto y se lo devolvió a la agrupación con una sonrisa, diciendo: Que sepáis que el escultor del pájaro-jaula soy yo. Carcajadas, abrazos y un brindis colectivo. Tengo la foto para demostrar que una cosa así sólo pasa en Cádiz.

Hubo demasiadas opiniones tras la inauguración del Gran Pájaro, y faltó, en cambio, una estimación crítica de fundamento. Todo se limitó a un intercambio de me gusta, no me gusta, me gusta, no me gusta. Y eso entristeció a Luis, que se había roto la cabeza durante meses buscando el mejor modo de representar plásticamente algo tan poco susceptible de ser poetizado como un conjunto de leyes. Cambió de idea más de una vez y más de dos. El motor que usaba Luis para sus trabajos el pensamiento poético. Se trataba de un artista conceptual que manejaba la metáfora como un vehículo intermedio entre la idea y la forma. Ahora que tengo delante el resultado voy a tratar de describirlo. No pretendo acertar en mi interpretación –aunque también– sino tan sólo transmitir la madeja de conceptos y símbolos que pueden llegar a verse en esta rica estructura poética.

Lo primero que percibo es una imagen inquietante: veo a un pájaro apoyado en un detonador de dinamita. Es paradójico; no sé si se trata de una alegoría de la paz (la paloma se ha posado sobre la herramienta de destrucción) o de una amenaza inminente si tomo en cuenta la fuerza y la pesadez que transmiten las patas del pájaro y que parecen capaces de hacer bajar el detonador.

Pero lo que veo por encima me tranquiliza. El resto del pájaro no se corresponde en absoluto con el rigor, con el poder ni con el peso de esas patas. Es una estructura enrejada con el aspecto de un ave, de un pájaro pequeño, un pinzón o un gorrión, emblema eterno de la libertad. La libertad con patas de águila o de grifo, la libertad apoyada en la fuerza, de eso estamos hablando al parecer. Queremos garantizar nuestro anhelo de ser libres basándonos en la fuerza. La estatua que corona el cimborrio del Capitolio americano es una alegoría que lleva por título de La Libertad Armada. Esa parte pesada del Gran Pájaro no es libertad, sino arma, miedo o necesidad de seguridad, lo que es muy parecido. La libertad está por encima: es la jaula. Y la jaula es la Constitución, que delimita con sus barrotes legales un pequeño volumen de libertad convenido. Construimos una jaula defensiva, una jaula para protegernos de los tiburones. Es un extraño modo de proteger nuestra libertad éste de encarcelarla, y un extraño proyecto el de aprender a ser libres en el interior de una cárcel, donde sólo se puede desear ser libre. Ah, pero cuando el deseo te acerca a los barrotes, y ves reflejado en su pulida brillantez quirúrgica el gesto amenazador de los que dejas atrás, dudas. Y si al final decides trasponerlos, prepárate.

Pero la historia tiene un final feliz. La jaula tiene una puerta pensada y construida para ser abierta a partir de la llamada de un móvil. Su autor la concibió como un efecto interactivo de quien saluda a la libertad: el coste de la llamada iría a parar a una organización pro derechos humanos y contribuiría a sacar presos de conciencia en todo el mundo. Abrir esa pequeña puerta de libertad resultaría un gesto simbólico muy apropiado en las mismas puertas de la que llaman Ciudad de la Libertad, y un dinero mucho mejor empleado que las inútiles monedas que se tiran a la fontana di Trevi.

 

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Porlan
Fotografía: Jesús Massó

Caer en la cuenta es una de esas expresiones formidables que atesora la lengua castellana. Por la elección del verbo, sobre todo. Qué fuerza y qué desnudez, que brío dinámico hay en ese caer. Caí en la cuenta, me precipité en la verdad, me sumergí en lo cierto, me hundí en lo exacto, comprendí mi error. No me tiré: caí. No hice un esfuerzo, el acto fue natural, yo iba distraído buscando luz en la noche y de pronto me vi flotando en medio de una piscina luminosa. Un buen día, Arquímedes cayó en la cuenta ¡eureka! Otro día cayó Copérnico y se quedó aterrado. Y Newton cayó en la cuenta cuando cayó su manzana.

Yo, sin ir más lejos, caí en la cuenta hace unos meses de que la educación está perversamente sobrevalorada respecto a la cultura. Habrá usted escuchado a menudo ese ritornello tan sensitivo de que todo depende de la educación, de que la educación es lo más importante, de que muchos de nuestros problemas se resolverían  con más educación. ¿Quién niega eso? La educación es importante de veras. Pero permítame contarle una historia.

  1. Stein y H. Müller tenían diez años en 1920 y eran vecinos de piso en un barrio burgués de Ulm. Compartieron la escuela, se hicieron amigos íntimos y cursaron juntos la misma carrera universitaria. Pero en 1941 Müller tuvo que mandar el pelotón de fusilamiento ante el que compareció Stein, y sintió alivio y placer cuando vio rodar por el suelo a su viejo amigo judío. Áteme esa mosca por el rabo y siga defendiendo la importancia de la educación, porque lo seguro es que Müller y Stein tuvieron exactamente la misma.

¿Qué fue lo que hizo irrelevante una educación común? Algo mucho más poderoso llamado cultura. Suponer que la educación es lo que construye a la persona es una afrenta a la memoria de Stein. Sería como afirmar que lo más importante para convertirse en un buen conductor es sacarse el carnet de conducir. Muy bien, muchacho, ya sabes lo que hay que saber, aquí tienes tu permiso, tu título: ahora sal a la calle  y conduce.  Pero te advierto que lo que hay en la calle no responde exactamente a lo que has aprendido. De hecho, en cuanto empieces a circular caerás en la cuenta de que no tienes ni idea de conducir y de que el verdadero aprendizaje empieza entonces. Lo que aprendas en adelante será lo que te convierta en un conductor de verdad.

Pues eso es la cultura: el baño en el que todos, querámoslo o no, estamos sumergidos a lo largo de la vida. Fue aquel baño de ácido llamado cultura nacional-socialista lo que convirtió a Stein en víctima y a Müller en verdugo. Los dictadores más aplicados siempre supieron que el primer peldaño de la dominación consiste en dominar la cultura. Y cualquier examen de un ámbito cultural resulta ser un índice de su libertad. Después y sólo después viene la educación, que para las dictaduras no es un problema, sino una poderosa palanca que puede controlar estupendamente. Porque es la cultura existente en cada momento la que determina la educación y no al contrario.

La cuestión de fondo no reside en lo que puede hacer el poder con la cultura, sino en lo que puede hacer por ella. Hoy en día, el objetivo final debería ser liberarla, porque la pobrecita está aherrojada desde hace tiempo en las mazmorras del sutil sistema carcelario que ha implementado la fase capitalista en la que nos movemos, cuya estrategia para acabar de una vez por todas con ella (qué bueno el primer Allen, qué horror el actual) no consiste en cerrar el grifo, sino en abrirlo completamente para provocar una inundación. Se trata de aplicarnos un masaje usando una manguera de bombero, de tal modo que el efecto sea estupefaciente en lugar de estimulante.

El problema es discriminar. Antes, para aprender había que cavar en busca de datos. Ahora los datos son oceánicos, todo son datos, todo es dato. ¿Quieres una canción? Toma dos millones. ¿Quieres una novela? Pues aquí tienes cinco  mil, que caben en un dedal informático. A ver cómo te las arreglas para escoger la que prefieres, ahora que hemos acabado de una vez por todas con la crítica.

¿Cuándo murió la crítica de arte, la teatral, la literaria, la cinematográfica? Nadie puede responder con certeza, y a nadie le importa. Hoy, el autor que publica un libro sabe que está tocando el claxon en medio de un atasco, y que no destaca quien posee un claxon más melódico, sino el que suena más fuerte, casi siempre reflejado por el eco del marketing editorial. ¿Por qué motivo ganan tantos premios literarios los locutores y presentadores televisivos? ¿Qué tiene ese trabajo para convertir en escritores de talento a sus practicantes? No caigo en la cuenta, pero el caso es que a veces su talento no sólo es literario, sino también político. Vea usted el caso del recién designado ministro de cultura de la Tercera Socialista nacional, un acreditado periodista de la tele bien introducido en temas del corazón, colaborador de una dama de reconocida solvencia literaria por sus párrafos de transición. Tenemos en la poltrona cultural a un tigre insobornable, a un nuevo César (esperemos que no antoniomolina) que ayudará a poner las cosas en su sitio, a un revolucionario que liberará a nuestra cultura de la ergástula rajoyesca. Un joven literato premiado en el límpido concurso que ya había premiado o premiaría después a sus compañeros Nativel Preciado, Carme Chaparro, Fernando Schwartz, Luis del Val, Raúl del Pozo, etc. Mire usted: los premios y las poltronas son para las caras conocidas, porque las desconocidas no venden. Como desde hace tiempo se comenta en el medio, ahora no se hace uno famoso por ganar un premio, sino que se gana un premio por ser famoso. Se lo digo por si no había usted caído en la cuenta.

 

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Albertoporlan
Imagen: Pedripol

La definición más breve, cínica y ajustada que se hizo en el siglo XX sobre la clase política en general salió de la boca pecadora de Archibaldo Leach, un agraciado joven británico que llegó a Hollywood como un huracán sexual de 27 años y se convirtió en el actor mejor pagado de su tiempo bajo el seudónimo de Cary Grant. En su madurez, preguntado sobre la opinión que le merecían los políticos de entonces,  respondió: Es fácil: creo que todos ellos son malos actores.

Tragedia, drama o comedia, lo cierto es que la política se escenifica. Veamos si no a los dos líderes de las Coreas, saliendo cada uno por su foro del escenario y acercándose para estrecharse la mano sobre la línea fronteriza. Ya me dirán qué coño es eso más que un ridículo espectáculo apto para niños de primaria: Pepito el bueno y Manolito el malo se hacen amiguitos. Sin embargo, el problema está detrás de Pepito y Manolito, porque si ellos son malos actores resulta que el profe de teatro es todavía peor.

En el espectáculo de la corrupción, la escenografía siempre es patética y aburrida. Recordemos a Cifuentes: no me voy, me quedo; chincha, rabia. Media docena de lugares comunes sirven para todo: mi conciencia está tranquila; acoso y derribo; todo es mentira menos alguna cosa; metí la pata pero no la mano; pues anda que tú. Si hubiera otras alternativas nadie presenciaría un espectáculo tan deprimente, manido y previsible, pues lo cierto es que el nivel de nuestros líderes políticos no puede caer más bajo sin cavar un hoyo. La cosa aún podía funcionar cuando estaban allí Churchill, Kennedy o Gorbachov, grandes actores shakespearianos. Pero no con May, Trump o Putin, que son de función de fin de curso.

¿Entonces? Entonces pensemos en los mamporreros mediáticos, los gangsters del marketing, y concluyamos que sin la cadena Fox, Trump no estaría ahí. Ni Putin sin la Rossiya 1. Con otra TVE, Rajoy tampoco estaría ahí. Sin su alucinante KCTV, Kim Jong-un andaría apaleando basura en los suburbios de Pionyang. Hasta Adolfo Hitler habría conquistado el mundo si hubiese tenido cualquier clase de TV manejada por el doctor Goebbels. Hay que reconocerlo, compañeros: la democracia representativa murió en algún momento a manos de los medios controlados por el poder económico que impone su política. Así que hay dos posibilidades: o cerramos los ojos y seguimos tirando del carro hasta que gane las elecciones Calimero, o nos ponemos a pensar en cómo rebasamos el statu quo, esta fase anal-sádica de nuestras sedicente democracia y conseguimos desencallarla tirando lastre por la borda.

Porque la democracia es una idea demasiado buena como para que se la carguen usando vaselina y cloroformo cuatro cabrones forrados hasta el alma. Sus sicarios trabajan manipulando conciencias, así que la respuesta debe salir de una reacción defensiva de las nuestras. El capital nunca será verdaderamente demócrata, porque en ese asunto no hay beneficio. La democracia representativa ha tenido como propósito situar en el poder a los mejores, pero a la vista de los resultados (de Fujimori a Berlusconi, de Maduro a Esperanza Aguirre, todos elegidos, como Trump o Putin) parece aconsejable hacer liquidación y cerrar el tenderete. Hay que rebasar esta fase y caminar hacia una deseable demoacracia en la que nos gobernemos sin gobernantes (del pueblo para el pueblo y por el pueblo) y el poder se fragmente en millones de trocitos que atesoren los ciudadanos. ¿Quién necesitará a un ministro (sobornable, como todos) para que gestione lo que sea cuando diez mil especialistas de ese algo, en contacto con otros diez mil representantes de los afectados por sus decisiones, dialoguen abiertamente y con acceso público analizando las diversas vertientes del asunto? Tenemos la herramienta (la comunicación electrónica), pero nos falta un software inédito basado en una ciencia nueva que es urgente e imprescindible alumbrar si queremos dar un paso adelante: la Discriminatoria.

Imagina la posibilidad de ayudar a cualquiera y ser ayudado por todos en tus problemas cotidianos de cualquier clase, no sólo los materiales. Imagina que gracias a la Discriminatoria mantuvieras una relación personalizada con el cuerpo social, permanentemente atento a los individuos que lo componen. Que la burocracia se transformara en ayuda directa al ciudadano teniendo en cuenta la Discriminatoria. Que la ley atendiese parámetros mucho más finos y sutiles que los del lecho de Procusto que hoy padecemos y a todos nos indignan. Que la comprensión, la tolerancia y la ayuda de nuestros hermanos fuesen las herramientas solidarias con las que tejiésemos nuestra convivencia diaria. Que convirtiéramos la culpa en error y aprendiéramos colectivamente de esos errores para entendernos y tratar de ser mejores personas en un seno social caliente y animoso.

Anoche, mientras soñaba todo eso, me caí de la cama y me hice un chichón encima de la oreja derecha. Parece que ya va bajando, menos mal.

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Porlan
Fotográfia: Jesús Machuca

A la gente le hace cambiar lo que tiene alrededor. Los errores y los vicios del entorno modifican nuestras conductas inevitablemente, así que quienes manejan el entorno manejan también nuestras vidas. La posverdad, ese concepto estúpido y peligroso que renuncia a llamar mentira a la mentira, y mierda a lo que huele a mierda, es, como casi todo lo que nos rodea, efecto del marketing.

Hablemos de la libertad de expresión. Cuando a Diógenes de Sínope, el gran filósofo cínico, se le preguntó hace 26 siglos cuál es la mejor cualidad del ser humano, no lo dudó un momento al responder: la libertad en el decir. Porque ¿qué hay sin eso? Ni sociedades, ni personas, ni literatura, ni amistad, ni amor. Nietzsche, sin estar pensando en Diógenes escribió como si lo grabase un rayo en el mármol: di tu palabra y rómpete.

En el fondo todos lo sabemos. Sin libertad en el decir no hay ninguna otra libertad y por ejercerla han muerto millones a lo largo del tiempo. Herejes, disidentes, revolucionarios, filósofos o, simplemente personas incapaces de disfrazar su pensamiento, han muerto en todas las épocas para mantener en el mástil su incómoda palabra, ya sea acertada o no. Que los cristianos recuerden a Jesucristo, que fue todo eso y a quien por eso crucificaron sus contemporáneos.

Yo no debo, ni puedo, ni quiero callar por la fuerza a mi hermano o a mi amigo. Ni siquiera si se ha hecho miembro de las juventudes hitlerianas. Puedo hablar con él interminablemente, hacerle ver esto o aquello, pero no debo impedir que grite por las calles: ¡mataremos a todos los judíos!  ¿O sí que debo hacerlo?

Ahí está el núcleo del asunto: en la selva de los márgenes de la libertad. Nos parece bien que se vigile estrechamente la libertad de expresión de los yihadistas, pero nos escandalizamos cuando se descuelgan 24 fotos de Arco. No es lo mismo, pensará el lector; y desde luego, no lo es.

El problema reside en la bastez del pensamiento general que no reconoce lo que nace provocativo con fines crematísticos. ¿Por qué se ha colgado esa obra de arte? Por marketing. ¿Por qué se ha descolgado? Por marketing. ¿Por qué se ha comprado? Por marketing. ¿Por qué ha sido noticia? Por marketing. Entonces ¿qué es lo que hay, provocación o marketing?

Escuchemos a un caballero republicano magistral: don Arturo Soria y Espinosa (1907-1980): La publicidad lleva por la pendiente de la pendencia al abismo de la dependencia. Prometo hablarles pronto de este personaje inolvidable con cuya amistad nos alimentamos algunos jovenzuelos a finales de los sesenta.

La propaganda es arte desde que el provocativo Warhol así lo decidió. El arte es propaganda desde tiempos inmemoriales, propaganda de las religiones, propaganda de las políticas y, últimamente propaganda de los artistas. Recordemos a Dalí, cuyo talento era auténtico y cuyo marketing era superior a lo burdamente provocativo. Echemos un vistazo somero al arte soviético, que nace como propaganda de la revolución y acaba como propaganda del líder supremo. Hoy tenemos tantos artistas y escritores –y tan pocos críticos– que publicar un libro o inaugurar una exposición es como tocar el claxon en un atasco de tráfico. Para que se nos note hay que dar con la nota. Y la nota está en el teclado de los medios de comunicación.  Los inocentes deben saber que la cultura española actual se hace a partir de las agendas de 20 o 30 periodistas. Y de media docena de tycoons que controlan a esos periodistas. Los autores se comprometen en sus contratos a realizar giras de promoción, puro marketing. Y nadie dice que no, ni los filósofos ni los jueces ni los novelistas dicen: oiga, mire, yo soy el autor; el vendedor es usted. De modo que vemos a gente muy seria y encopetada aparecer en los medios con mandil de tendero y su libro, su película o lo que venda bajo el brazo.

A falta de críticos, que murieron hace tiempo a manos de las industrias culturales, tenemos hoy a los periodistas ponderadores. Y en eso, nadie nos gana. Al parecer, aquí perdemos genios todos los días, porque los que se mueren son elevados unánimemente a cimas inmarcesibles de genialidad. Queda muy feo criticar a un difunto, es una falta de delicadeza, por ejemplo, decir: hace treinta años que no me río con sus chistes. ¿Libertad de expresión? ¿Qué significa eso? Lo importante no es tenerla, sino ejercerla. Es usted muy libre de decir este programa es basura, pero nadie le va a escuchar porque el receptor es sordo; aquí el libre es el emisor, y lo que emite para millones ese emisor ni siquiera es efecto de la libertad de expresión de alguien. El caballero Berlusconi, maestro de maestros de marketing y de otras cosas, puso al mando de la cadena española de mayor audiencia a otro caballero que declara cínicamente: hacemos televisión para vender publicidad. Más cínico todavía era nuestro Lope hace cuatro siglos: El vulgo es necio / y, pues lo paga, es justo / hablarle en necio / para darle gusto.

Pues si no le gusta, cambie de cadena y entre en la guerrita civil incruenta del programa de debate que, para empezar, divide a sus contertulios en dos trincheras enfrentadas entre las cuales vuelan los proyectiles hasta el clímax ensordecedor en el que nada se entiende, aunque todo se sobreentienda. Todo, incluso que alguno de esos contertulios continúe ejerciendo de periodista libre después de que le hayamos escuchado decir a uno de sus amos: a tus órdenes. Se entiende mejor a la trinchera de la derecha, porque grita más. Aunque es aburrida porque siempre viene a decir lo mismo. ¡Qué grandes justificadores! ¡Qué cargarse de razón! ¡Qué clarividencia! Si antes dio en el clavo Lope,  aquí lo bordó el gran Quevedo hace cuatro siglos: Las plumas compradas / a Dios jurarán / que el palo es regalo / y las piedras, pan.

Dicen que estamos retrocediendo en cuanto a la libertad de expresión. ¿Seguro? Pues yo  diría que seguimos estando en el Siglo de Oro.

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A porlan
Fotografía: Jesús Machuca

Querido Ólafur:

El crucero está resultando todo un éxito. Ayer atracamos en el puerto de Cádiz, frente a las costas africanas. Era un día muy luminoso, con una temperatura de 18 ºC  (¡en febrero!). Después del desayuno leímos la guía y nos enteramos de que Cádiz es la ciudad atlántica más antigua, fundada hace más de tres mil años, o sea, unos 20 siglos antes de que los noruegos llegasen a Islandia. Eso animó a Helgi (ya conoces su debilidad por las cosas antiguas) quien, a pesar de su reúma, pensó que sería interesante conocer la ciudad. Así que cogió su baston y bajamos al muelle.

Llegamos a una plaza grande, con palmeras, el suelo a rayas y un edificio lleno de banderas. Nos sentamos en una terraza a tomar el sol y pedimos dos infusiones de kamilla, pero antes tuve que buscar en el diccionario de español su extraño nombre: mantanilia. El camarero nos preguntó algo que no entendimos, así que le hice un gesto vago con la mano y poco después volvió con dos copas llenas de una cosa sorprendente, mi querido Ólafur. Se parece a nuestra kamilla en su color, pero aquí la beben fría (debe de ser por el clima, claro) y en copas de cristal alargadas. La probamos y nos gustó mucho a los dos. Tenía un saborcillo ligeramente ácido, pero era más estimulante que la nuestra. Como nos supo a poco, pedimos otras dos y después otras dos. El sol calentaba, la plaza empezaba a llenarse de gente y por algún motivo se nos contagió la animación, de modo que echamos a andar por aquellas callejuelas. La gente aquí habla muy alto y se escucha a menudo una exclamación (¡phissha!) que a veces entonan con alegría y otras con enfado. Las mujeres, en cambio, utilizan una expresión misteriosa que suena como si estuvieran pidiendo silencio reiteradamente.

Al doblar una esquina vimos un extraño espectáculo: en la puerta de un bar (que abundan más que las saunas en Islandia), unos clérigos jóvenes bebían grandes jarras de cerveza entre risotadas. Debían de pertenecer a la misma congregación, porque llevaban dos marcas rojas redondeadas en las mejillas. Aunque la escena –impensable en Reijkiavick– nos pareció escandalosa, venció al fin la curiosidad, así que entramos y pedimos dos mantanilias. Pero como sirven infusiones tan escasas, esta vez las pedí dobles. A poco entraron cuatro militares de pintorescos uniformes, a los que acompañaban dos monjas de la misma congregación que los clérigos –pues tambien ellas lucían círculos rojos en las mejillas– las cuales saludaron efusivamente a los religiosos. Una de ellas le dio un apasionado beso en la boca al más alto.

Helgi y yo nos miramos asombrados: siempre nos habían hablado del recato de los clérigos católicos. Entonces fue cuando la sagaz Helgi comprendió lo que pasaba: ¡Kjötkveðjuhátíð! Claro, esa era la explicación: la ciudad celebraba su carnaval. Al caer en la cuenta nos dio un ataque de risa, y de pronto vimos que los del bar nos miraban… y reían también. Decidí que, como forasteros, debíamos invitar a los presentes, y me hice entender para encargar una ronda, incluyendo unas mantanilias dobles para nosotros dos.

En nuestra isla deberíamos probar a tomar fría la kamilla, Ólafur. Aquí la venden embotellada bajo el patrocinio de un santo, Sankt Lúkarr, y es otra cosa. Desde luego, esta gente es muy distinta de nosotros, pero da gusto estar entre ellos aunque no entiendas una palabra de lo que dicen. Son muy expansivos; se ríen de todo y se toquetean constantemente unos a otros. Los sacerdotes nos invitaron a comer y, cuando les dije mi nombre, celebraron mucho que me llamase Paavo. En su corto inglés me dijeron algo así como que nunca habían comido con un Paavo que no estuviese encima de la mesa, de modo que entendí que debía subirme a la mesa como muestra de cortesía. ¡Y cómo se rieron, amigo! Pero cuando llamaron Paava a Helgi y ella, dejando a un lado su timidez, se subió también a la mesa, fue el colmo. Entonces, sin duda como homenaje a su desenfado, empezaron a cantar y a batir palmas. Uno de ellos me ofreció unos pequeños frutos rojos de viscosa superficie mientras los demás espolvoreaban a Helgi con azúcar y canela, y le metían en los bolsillos unas misteriosas semillas negras como pequeños clavos, que trajo el cocinero. En el fondo –pensábamos Helgi y yo– qué africanos son las gentes del sur en sus ceremonias.

A partir de entonces empiezo a confundir un poco las cosas. Sé que fuimos a una casa y que Helgi subió animadísima los dos primeros pisos, pero al llegar al tercero se desplomó. Y luego caí yo. Dormimos hasta la noche, cuando los amigos clérigos nos despertaron para cenar un extravagante menú compuesto de caracolas marinas, omelettes muy finas adornadas de crustáceos minúsculos y una gran fuente de carnes y embutidos mezclados, digna de una mesa vikinga. La llaman prinkà.

Cuando volvimos a la calle, los amigos nos habían pintado los círculos rojos en la cara. Helgi, que es piel tan blanca, parecía dos banderas japonesas juntas por la nariz. Pasaba de media noche y vi 12ºC en un termómetro ¿qué te parece? De pronto, nuestros clérigos se detuvieron en un portal y empezaron a cantar con ayuda de unas extrañas flautas de madera. La gente se arremolinó alrededor, sonriente, y de vez en cuando soltaban tremendas carcajadas que nos hacían lamentar no saber una palabra del idioma, excepto nuestra querida mantanilia. Los oyentes parecían muy satisfechos, aunque nos llamó la atención que nadie pagase por aquella actuación tan satisfactoria. Estarás de acuerdo en que eso es lo más incomprensible de todo: nuestros amigos actuaban gratis, y sin duda les había costado mucho trabajo y dinero preparar su actuación. Pero se daban por contentos con las ovaciones y risas de los espectadores.

En fin, mi buen Ólafur, aquello se repitió varias veces a lo largo de la noche. Afortunadamente, mientras los clérigos trasegaban cantidades ingentes de bebidas alcohólicas (hasta me pareció oler alguna eiturlyf), Helgi y yo nos refugiamos en la mantanilia. A pesar de ello, quizás a consecuencia de tanta novedad, recuerdo que a eso de las tres de la mañana estábamos arrodillados frente a frente en el suelo, preguntándonos a gritos quiénes éramos.

Esta mañana, los motores del barco nos han despertado a las 11,30. Yo llevaba puesto un morrión romano y Helgi iba de charlestón. Quién sabe dónde habrá ido a parar su bastón, pero no lo ha echado en falta, porque se ha levantado como nueva. Después de ducharnos subimos a cubierta para despedir en el horizonte a esa extraña ciudad en la que no entendimos nada, aunque tampoco nos hizo falta. Quizá porque de alguna manera lo entendimos todo.

Es una lástima irnos tan pronto, pero el capitán asegura que nuestra siguiente escala también es muy divertida. Me parece que se llama Almería, y espero que tengan mantanilia. Tu amigo,

Paavo.

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A porlan
Fotografía: José Montero

Después del magno simposio Mare Sacrum, con asistencia de grandes especialistas sobre el mundo fenicio, la gente en Cádiz sigue haciéndose la misma pregunta: ¿fueron fenicios los antiguos gaditanos? Distingamos: una cosa es que Cádiz fuese en tiempos una colonia fenicia y otra muy diferente es que estuviese poblada por fenicios. Del mismo modo que los pobladores del México del siglo XVI eran aztecas dominados por españoles, los gaditanos del primer milenio aC eran los habitantes autóctonos de un territorio atlántico colonizado por los semitas cananeos de Tiro, a quienes los griegos llamaban fenicios.

Desde luego, no cabe duda de que los cananeos se establecieron en Cádiz (acerquémonos al Museo, por favor) y de que según las fuentes escritas eso se produjo un poco antes del año 1000 aC. Pero previamente instalaron un mercado, y los mercados no se ponen en el desierto, sino en núcleos poblados. El suyo estuvo probablemente en el islote de San Sebastián, perfecto para situar un establecimiento mercantil, con sus horas de visita regidas por la marea baja. Los islotes pegados a la costa fueron los enclaves que los iberos consideraban perfectos como mercados extranjeros. Por un par de razones sobre todo: no podían albergar una fuerza militar importante y carecían de agua dulce, de modo que estaban a expensas de los nativos. Tuvo que ser después de la guerra entre los tartessios y los tirios que recoge Macrobio cuando los fenicios se apoderasen de la ciudad atlántica con la que mercadeaban: con Gadir. Sobre el significado de ese nombre se repite la misma explicación una y otra vez: que significaba “recinto cerrado” en lengua fenicia, o conseptum locum en latín. Esta noción (tan asentada como poco fiable)  procede de un poeta latino del siglo IV dC, Rufo Avieno, que debía de saber tanto fenicio –extinguido mucho tiempo atrás de que él naciese– como un indio apache. Frente a este lugar común del “recinto cerrado”, que lo mismo vale para una ciudad que para una pocilga, nadie parece haber caído en la cuenta de que en la lengua atlántica menos contaminada, el irlandés antiguo, la palabra cathir (modernamente, cathair) significa, precisamente, “ciudad”. Así que es posible que tras apoderarse los fenicios de la ciudad atlántica, cathir, la siguieran llamando por su nombre autóctono. Gadir sólo habría sido su modo de pronunciarlo. Platón escribe que Gadir era una parte de la Atlántida, y afirma que se llamó así por el nombre de uno de los hijos de Atlas, un nombre no fenicio, sino atlántico que –sigue diciendo Platón– podría traducirse al griego como Eumelos, “buena música”. He ahí un origen del que cualquier gaditano puede sentirse orgulloso: ha nacido en la Ciudad de la Buena Música. Sin duda, ese amor por la melodía y el ritmo estaba también en la base de la reconocida fama que las bailarinas gaditanas, las puellae gaditanae, tenían en todo el Mediterráneo.

Esto no encaja bien con lo que sabemos de los fenicios, que no eran gente muy animada. Su arte era tosco comparado con otras culturas de su tiempo, y su música y canciones eran monótonas salmodias de carácter religioso y bélico. Existe una referencia griega que los define: su mayor placer era cuando, borrachos y rodeados de amigos, se inclinaban sobre la oreja de uno de ellos para confesarle el dinero que tenían.

En cuanto a la supuesta sangre fenicia del gaditano, a la genética, no hay que olvidar un dato importante: los conquistadores (fenicios, bizantinos, musulmanes) no traían mujeres, o muy contadas. De manera que al establecerse tuvieron que unirse con las autóctonas, generando mestizos que volverían a unirse a su vez con mujeres nativas, y así sucesivamente. En un par de siglos, la sangre fenicia de aquellos conquistadores gaditanos se habría disuelto en la autóctona  como una gota de tinta en un barril de agua, igual que ocurriría siglos después con la de los invasores musulmanes.

Al margen de todo esto, existe una noticia llena de curiosos detalles sobre el Cádiz de los primeros siglos de la era cristiana, una información que, a mi modesto saber, no había sido traducida ni mencionada hasta ahora y que da que pensar por su aportación de datos únicos, la rotundidad de sus afirmaciones y la riqueza extraordinaria en los detalles, propia de un testigo presencial. Es de Filóstrato de Atenas, un filósofo secundario a caballo entre los siglos II y III dC, quien escribe lo siguiente en su Vita Apollonio (V, 4):

“Gades es el límite de Europa. Sus habitantes practican una religión especial. Han elevado un altar a la Vejez y son los únicos hombres sobre la Tierra que cantan himnos a la Muerte. También tienen altares consagrados a la Pobreza, al Arte, al Hércules Egipcio y al Hércules Tebano. Afirman que el segundo llegó hasta la isla de Eritia, próxima a Gades, donde venció a Gerión y se apoderó de sus bueyes, mientras que el primero, que se volcó en la ciencia, recorrió toda la Tierra de un extremo al otro.  Nuestros viajeros aseguran  que los habitantes de Gades son griegos de origen, y que su educación es la misma que la nuestra. Honran a los atenienses más que los demás griegos, y ofrecen sacrificios al ateniense Menesteo. En su admiración por Temístocles, que mandó la flota de Atenas con sobrada habilidad y coraje, le han elevado una estatua de bronce que lo representa en actitud de recogimiento, como un hombre que escucha un oráculo.

Nuestros viajeros vieron en ese país árboles como no los habían visto nunca, a los que llaman árboles de Gerión. Son dos, y salen de la tumba de Gerión. Tienen partes de pino y de abeto, y destilan sangre como los álamos Helíades destilan oro.

La isla donde está el templo no es mayor que el propio templo; no está empedrada, sino que posee un pavimento tallado y pulido. En el templo se adora a ambos Hércules. No tienen estatuas, pero el Hércules egipcio tiene dos altares de bronce sin inscripción ni figura, y Hércules tebano dispone de un altar de piedra sobre el que se ven bajorrelieves representando a la Hidra de Lerna, los caballos de Diomedes y los doce trabajos de Hércules. En ese templo dedicado a los Hércules se halla también el olivo de oro de Pygmalión: de él se admira mucho el trabajo, que es exquisito, pero aún más los frutos, que son esmeraldas. También se muestra allí el tahalí de oro de Ajax, hijo de Telamón: en cuanto a por qué y cómo navegó este héroe hacia el océano, Damis dice ignorarlo y que no ha podido encontrar informes al respecto. Las columnas de Hércules que se ven en el templo son de oro y plata mezclados, de un solo color; tienen más de un codo de altura, son cuadrangulares como yunques y sus capiteles llevan inscritos unos caracteres indescifrables que no son egipcios ni indios. Como los sacerdotes callaban a este respecto, Apolonio les dijo: “Hércules egipcio no me permite callar lo que sé. Estas columnas son los lazos entre la Tierra y el Océano. Fue Hércules quien grabó esos caracteres en la mansión de las Parcas para impedir la guerra entre los elementos y mantener inviolable la concordia que les une.”

Son palabras hermosas, pero plantean una pregunta muy seria: si de las columnas de Hércules depende la paz y la concordia entre los elementos, ¿por qué se pone tan pesadito a veces el levante?