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Fotografía: Jesús Massó

Aproximadamente dentro de un año seremos llamados a ejercer nuestro derecho de voto en elecciones municipales. Eso supone que, más pronto que tarde, estaremos inmersos en la dinámica mediática y partidaria que tal hecho comporta.  Es decir, la habitual retórica que nos relata visiones de nuestro territorio cotidiano  incrementará su densidad para orientar nuestro voto, aunque pensemos que no hay coincidencia entre lo que escuchamos y lo que nosotros vemos. De una u otra forma, es lo que diariamente ocurre: se nos habla de ciudades inclusivas, se nos alaba las bondades de ser una ciudad inteligente o se nos trata de seducir con la idea de que nuestro territorio se incorporará al club de ciudades alfa. Sin embargo, el simple deambular por las calles de nuestra población o, mejor aún, el observarla interrogándonos a propósito de lo que vemos, nos traslada, más que sus imperfecciones, la duda acerca de si lo percibimos del mismo modo que lo hacen aquellos que participan de esa retórica fácil y tópica.

Resido en una ciudad -Sevilla- en la que está demostrada la existencia de una fuerte correlación entre el nivel de renta y la participación electoral tanto en elecciones municipales, autonómicas como en generales. No es un fenómeno sorprendente, porque es propio de ciudades caracterizadas por su bajo capital social y su creciente desafección hacia los partidos políticos. Y construidas, sobre todo, en torno a su desigualdad económica. Lo reseñable es la tendencia a una mayor desmovilización de los individuos con rentas más bajas en aquellos procesos electorales donde los resultados de participación son más bajos. Es decir, que los individuos de rentas bajas no solo son los que en menor proporción participan, sino que son los primeros en dejar de participar cuando desciende el nivel de participación. No me cabe duda de que no sería nada difícil comprobar si tal cosa ocurre también en Cádiz.

El asunto no es baladí, porque el hecho de que una  persona, libremente, decida no ejercer su derecho al voto es entendible, pero ya lo es menos cuando la probabilidad de participar en un proceso electoral, o no hacerlo, atiende a factores objetivos y no a decisiones subjetivas del individuo. Tal hecho, sin duda, pone en cuestión principios básicos de la democracia representativa, como es el grado de inclusión que debería ser capaz de generar el sistema político, por un lado, o como es el nivel de participación activa en los asuntos públicos de todos los capacitados para ello. Dicho de otro modo, ¿para qué, si no es para contribuir a lo público, unas elecciones municipales?; el viejo argumento de que se va a votar para elegir entre élites podrá ser cómodo -por desmovilizador-, pero no es coherente con quienes profesan idearios de libertad, igualdad y solidaridad.

En tiempos en que los partidos políticos se preparan para mejorar su posicionamiento en el mercado electoral buscando incrementar su cuota de éxito, convendría recordar a las autoridades locales que, a pesar de las limitaciones del nivel municipal para llevar a cabo medidas de fomento de la participación electoral, hay iniciativas posibles. No se trata de pensar sólo en que la mejora en las rentas más bajas repercutiría de manera considerable en la participación electoral, sino, y sobre todo, en cómo hacer otras políticas que hagan natural participar a aquellos a los que la convocatoria electoral no les motiva a nada.

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Fotografía: José Montero

 

La noticia de que la Diputación de Cádiz ponía en marcha una iniciativa para conmemorar el tricentenario del traslado de la Casa de la Contratación desde Sevilla a Cádiz trajo a mi memoria el recuerdo del tiempo dedicado en mi juventud a investigar los procedimientos que los extranjeros no naturalizados utilizaron en Cádiz para poder comerciar con las Indias. Pero también un sentimiento más actual, ligado al sentido político de la propia  iniciativa.

De lo primero, conviene recordar cómo aquel traslado fue traumático, aunque previsible. No es difícil recrear lo que en Sevilla supuso la pérdida de un poder institucional en torno al cual se generaban provechosos beneficios y, cómo no, magníficas rentas sociales. Por su parte, la ciudad de Cádiz adquirió esplendor, pero los beneficios que comportó la relación americana no supusieron sentar las bases para una prosperidad duradera.

Como todos conocen, en aquel momento la rivalidad Sevilla-Cádiz, y viceversa, era un hecho. Cádiz había mantenido una actitud de protesta frente al monopolio sevillano, logrando concesiones más o menos amplias según las épocas, algo que subrayaría su potencialidad económica, especialmente a partir de su designación como puerto oficial para el comercio de Indias.

Pero todo aquello me interesa ahora menos que la reflexión acerca de si vivimos tiempos de reivindicación, de enfrentamientos, que es,  en definitiva, la vivencia que había en ambas ciudades respecto al traslado de la Casa de la Contratación. Y si tal reivindicación es lo que se espera que deban hacer las instituciones públicas. Que en su momento hubiese rivalidad no debe sorprendernos; pero que se haga ahora, cuando la cooperación territorial se considera un valor de progreso, sí es sorprendente. Y lo es más aún si lo que estamos conmemorando no es otra cosa que el hecho de cómo familias de comerciantes extranjeros pugnaban por hacerse con el control del comercio de Indias y, por ende, con el principal motor de una economía que se mundializaba. Planteado así, el asunto suena, cuando menos, a localismo.

Es verdad que los procesos identitarios siempre se construyen contra alguien o contra todos. Pero vistos desde del siglo XXI, sugieren la pregunta de cuál es la finalidad última. En este caso, quizá no haya que ir más allá de la agenda política de instituciones que hace mucho tiempo que dejaron de tener sentido y que han convertido los indemostrables intereses provinciales en biblia política. Pero para una Andalucía que ha conocido una sucesión de grandes planes que tenían en la cooperación un eje transversal,  seguramente el sentido político de la iniciativa no es más que cortoplacismo y pobreza de ideas.

A modo de reflexión final, hubiese estado bien que los autores de la conmemoración hubiesen invertido sus energías en impulsar un compromiso compartido con el resto de provincias andaluzas con una vertiente menos retórica y más realista. Al fin y a la postre, es más progresista sacar pecho por el futuro que no por el pasado.