—Mi nombre es Mariqui Romero y soy hija del Cuerpo.
Así se ha presentado por teléfono la madre de mi alumno a eso de las nueve y media de la mañana.
—¿Cómo dice?— Le he contestado yo transmitiendo claramente mi desubicación.
—La madre de Miguel Ángel León, de Cuarto C.
Me disponía a preguntarle cómo había conseguido mi teléfono, pero caí en la cuenta de que la semana pasada me dio por llamar a un alumno desde mi móvil personal y que, a estas alturas, ya tendría mi número medio pueblo. Así que, tras la breve pausa, ella prosiguió con gran ímpetu.
—No estoy de acuerdo con la forma de llevar las clases de los niños durante el confinamiento.
Entreabrí mi boca con la intención de comenzar dando los buenos días a la señora y contestarle que yo tampoco. Pero no me dio tiempo a meter baza y volví a cerrarla, escuchándola reanudar su discurso como una metralleta.
—Las madres de Cuarto C hemos decidido por el grupo de WhatsApp que esto no puede seguir así. Muchas de nosotras estamos trabajando y, encima, tenemos que pelearnos con los niños porque se niegan a hacer las tareas. A algunos no les va bien el internet y dicen que con las tablets viejas no se pueden meter en Google Classroom ni en Edmodo, ni en el Meet ni en el Liveworkchit de Inglés. Quieren que les compremos tablets nuevas ¡Con la que está cayendo! Esto es un sinvivir. Nos encontramos al borde del colapso. A mí me va a dar un cólico frenético por culpa de esto.
—Vayamos por partes…— musité intentando intervenir en la conversación.
Me disponía a comentarle que yo misma le estaba pagando el internet a una familia en apuros, que la directora se había puesto en contacto con la Junta para pedir tablets, que el Ayuntamiento nos estaba echando una mano para que a nuestros alumnos no les faltase de nada… Pero, de nuevo, me pilló la delantera.
—Tengo tres niños y a las nueve de la mañana se me peta el móvil. La de Matemáticas me envía cuatro vídeos de ella explicando las fracciones. La de Música quiere que veamos La Banda de Canal Sur con “El cole en casa” en sus distintas franjas horarias. El de Educación Física nos manda un reto cada día: que a ver si hacemos el pino, baloncesto con papel higiénico, de oca a oca y me agacho porque me toca, el mangüiti en familia, parkour en el salón… Es que esto es para rascarse las vestiduras, Señorita.
Yo quería explicarle que cada niño se puede crear un correo electrónico para que los maestros envíen las tareas a ellos directamente y, si consideran que es mucho, pues que sólo realicen las actividades evaluables del libro interactivo que les hemos proporcionado. Que yo, como tutora, tengo el email abierto todo el día y no paro de resolver dudas hasta a las diez y las once de la noche… Sin embargo, Mariqui todavía no había terminado.
—Para entrar en el IPasen me piden la huella genital y ya por ahí no paso. Establezco turnos de móvil para los niños mientras que limpio el piso con lejía, desinfecto la compra, llevo los mandados a los abuelos y preparo el almuerzo. Me toca de tarde en el supermercado y es que no me da la vida. A veces, tengo que sentarme en el sofá y tomarme un Transilium. Cuando se ponen los tres a averiguar las tareas, me entra una fatiga y un dolor de verticales que no me deja vivir. Lo estoy pagando con la bebida porque es que no me queda otra. No sé si cortarme las venas o dejármelas largas, Señorita. Esto no puede seguir así.
Yo iba a decirle que la comprendía perfectamente. Que también soy madre de dos niños, que a mi marido le han hecho un ERTE y que estamos más tirados que una colilla, lejos de toda la familia, en el piso de alquiler de Setenil de las Bodegas, mientras que seguimos pagando la hipoteca del que tenemos en Puntales. Que mi situación de interinidad no sabemos por dónde va a salir y que, para más inri, además de hacer todo lo que ella me estaba contando, me dedico a ver tutoriales de Tik-Tok para crear vídeos amenos y motivadores para el alumnado, a manejar el Genially en su versión pro, a programar videoclases interactivas y divertidas usando el Snap Camera y a grabar mensajes de apoyo para los abuelos a través de las extensiones que el G Suite for Education nos ofrece a los docentes. Iba a contarle que, a veces, me duermo llorando, soñando con las Apps educativas y sin poder desahogarme con mi marido porque ya bastante tiene él con lo suyo como para yo contarle mis problemas. Pero Mariqui no me daba tregua.
—Para colmo de males, Señorita, nos han suspendido la Comunión. Con el traje ya pagado y la señal entregada para reservar el restaurante y el catering, Señorita. ¿Usted entiende lo que es eso? Que para cuando Miguel Ángel vaya a recibir el Cuerpo de Cristo en septiembre, si es que se puede, ya no le va a entrar la chaqueta, se lo digo yo. Le voy a tener que comprar otro traje o sacarle los bajos a los pantalones, contando con que no se le note la señal a la tela. Es que me pongo a pensarlo y me entran unos picores por todo el cuero cabezudo que no se puede hacer usted una idea. ¿Es o no es para tener una lengua vespertina y llamar a la televisión relatando todo el estropicio que la pandemia está produciendo en las familias? El de Religión se ha compinchado con el catequista y todos los domingos nos obligan a ver la misa por You Tube. Yo no sé qué leche estamos haciendo, Señorita, si el niño no sabe ni encontrar los testículos del Nuevo Testamento. Qué va a saber el niño. El niño lo hace porque el cura ha dicho en un directo de Instagram que el coronavirus es un castigo de Dios y que, como no escuche la misa, va a ir al infierno y se va a quedar sin Primera Comunión. Yo le he dicho a Migue que corra un estúpido velo y que no se crea todo lo que dicen por las redes sociales, pero ha sido peor el remedio que la enfermedad, Señorita, porque el niño se ha puesto hecho un asterisco y, encima, me ha dicho que lo que pasa es que yo no quiero que él haga la Comunión. Cosa que en parte es verdad, Señorita, porque a mí con todo esto se me han quitado hasta las ganas. Lo peor de todo es que las madres de la clase han creado grupos de WhatsApp para las comuniones de los niños. ¡Veinticinco grupos de Whatsapp tengo pitando todo el día con la mierda de las comuniones, que cualquiera sabe si se van ni a celebrar! Me tengo que callar porque se me ponen los pechos de gallina nada más que de pensarlo. Qué ruina más grande, Dios mío.
Pensé por un momento que el mindfulness podría ser una buena opción para esta familia. Quería tranquilizar a Mariqui, animarla, que sintiera mi cercanía y el cariño que yo le tengo a su hijo Miguel Ángel. Intentaba que me saliera alguna frase de Mr. Wonderful para alegrarle el día: “Deja de darle vueltas a todo y sonríe” o “Hacen falta días malos para darte cuenta de lo bonitos que son el resto” Sin embargo, en cuanto reparé en ellas, me entraron unas terribles arcadas que desembocaron en un caño de vómito que aterrizó en forma de catarata del Niágara sobre mis pies.
—Señorita, ¿se encuentra bien?— Espetó Mariqui desde el teléfono —¿Se ha atragantado con la tostada? Hágase la maniobra del Gremlins, Señorita, que es lo mejor para expulsar un cuerpo extraño de la garganta.
—No se preocupe, Mariqui. Me habrá sentado mal el café. Ya se me está pasando.
—Bueno, Señorita, la dejo ya. Me ha venido muy bien hablar con usted. Sólo decirle que, por favor, no le mande tanta tarea a Miguel Ángel. La cámara de mi móvil se ha descacharrado y, aunque el niño haga la tarea, yo no le puedo echar una foto y mandársela. Además de que yo no tengo correo electrónico.
—Que haga lo que él pueda, Mariqui. Lo tiene que intentar. Si no hace todas las actividades, que lea un libro. No puede estar todo el día con el Fornite y la Fifa 20 o el Brawl Stars. ¿Usted me entiende? Paciencia y a ver si se termina ya esta pesadilla.
—Sí que es verdad, pero… cuando están los tres con la Play, es cuando yo vivo, Señorita. ¿Usted me entiende a mí? A ver si acaba ya el encierro, porque esto de verdad que es una pesadilla. Es la pesadilla que se muerde la cola. Todos los días lo mismo. Qué hartura más grande, por los clavos de Cristo.
Las dos suspiramos al unísono antes de despedirnos y ahí se quedó todo.
Mientras limpiaba mi propio vómito, se ha desencadenado una tormenta eléctrica. No sé si habrá sido por el levante o por lo que están diciendo del zumbido ese al que llaman “hum”, pero ha caído un rayo en la puerta de mi bloque que ha partido un árbol en dos. Así de radical.
Ha causado una avería gorda. Se ha ido la luz, el internet y la línea de teléfono. No ha funcionado nada durante tres horas. Ni el porterillo automático ha sonado en toda la mañana. Qué silencio. Sin WhatsApp ni videoclases. Sin llamadas ni correos electrónicos. Sin cuaderno de Séneca, estándares de aprendizaje ni criterios de evaluación. Me siento culpable al confesarlo, pero han sido las tres horas más felices de todo el confinamiento.