Es delgada la línea que separa la tradición del empecinamiento, la historia de la obstinación.
Algunos eventos, señeros en su día, han sido engullidos por el paso del tiempo y por el fugaz devenir de las modas: nadie organiza guateques, nadie baila el casatchok.
A veces, determinadas costumbres se resisten a morir y entonces adquieren la apariencia de un pergamino en una sala llena de ordenadores. Una vieja imagen sepia en el centro de un cuadro de Paul Klee.
Valga esta introducción para bosquejar lo que el Trofeo Carranza venía significando en los últimos tiempos. Frente a la grandeza de los carteles pioneros (Pelé saludaba a Cruyff, Zico le hacía un caño al Beto Alonso) la participación en las ediciones recientes rozaba el patetismo. Ignotos combinados de países remotos, escuadras de ligas menores, equipos de segunda división. Esas cosas.
Vencido por el fútbol moderno, el otrora trofeo de los trofeos se parecía al original apenas en el diseño de la copa. Ni la repercusión (cemento y olvido), ni la participación (ya explicada), estaban a la altura del prestigio. Recuerdo que la prensa deportiva citaba el número de Carranzas junto a las ligas y las Copas de Europa para redondear el palmarés de jugadores como Gento o Di Stéfano. Parece ciencia ficción, pero fue real.
El caso es que, colocados ante la renovación o la muerte, los organizadores (¿quiénes exactamente?) tuvieron una idea rompedora para evitar el tanatorio: si no es posible conseguir equipos masculinos de nivel, cerraremos el cartel con clubes femeninos de élite (o eso pensábamos).
Como es natural en estos tiempos, saltó la consabida polémica. Los defensores del pasado se pertrechaban tras los escudos de la Juventus o el Barcelona. Los de la modernidad, blandían la igualdad como motor de este cambio de paradigma.
Bien, me parece que ambos se equivocaban en parte, y el argumento será el mismo en ambos casos: si hubiera sido posible traer al Real Madrid o al Bayern de Münich, estoy por asegurar que la fórmula habitual no se hubiera modificado.
No ha sido el espíritu transgresor o igualitario (o al menos, no solo) el que ha traído a escuadras de mujeres al cuadrangular. Han sido (a partes desiguales, posiblemente) la imposibilidad de contar con equipos masculinos de primer nivel y la ventana de oportunidad –en lo que al márketing se refiere– que el fútbol femenino ofrece. Los recientes éxitos de audiencia de la Liga Iberdrola y la coincidencia temporal con el Mundial (en el que España realizó un papel más que digno) fueron cartas en la manga de los defensores de la innovación.
Luego, como suele suceder, la realidad vino a poner orden en las expectativas: ni el Atlético de Madrid, ni el Barcelona, ni por supuesto el Lyon… Finalmente nos conformaremos con el Athletic de Bilbao (quinto clasificado), el Betis (sexto), el Tacón (recién ascendido) y el Tottenham (también recién ascendido en su país). Si hacemos un paralelismo –tabla en mano– con el fútbol masculino la cosa podría ser algo así como Getafe, Sevilla, Granada y Norwich (para ser justos, hay que precisar que las bilbaínas sí pueden presumir de varios títulos nacionales, aunque llevan un trienio de sequía).
La idea –por originalidad y valentía– merecía mucho la pena; su plasmación práctica parece mejorable.
En fin, el tiempo dirá si estamos ante un improvisado electroshock para reanimar a un moribundo o ante la primera piedra de una construcción sólida. A fin de cuentas, aquí se inventaron los cuadrangulares y las tandas de penaltis. Tal vez este año seamos testigos del inicio de una tradición tan longeva como aquella de la que es heredera.