En Cádiz nacemos oliendo a salitre, crecemos entre el encaje plateado de las olas y maduramos mecidos por el levante y el poniente. Nos pasamos la vida mirando al horizonte mientras el sol se esconde y las estrellas le roban protagonismo a la luz inmensa de este bendito lugar.
Entre el ocaso y el amanecer miramos al mar desde la playita de Puntales, en un extremo de la bahía, hasta el castillo de Cortadura. Caminamos el perímetro de nuestra preciosa ciudad y atravesamos la playa grande, la de la Victoria, la de las mujeres o Santa María del Mar y el Campo del Sur para llegar a la joya de nuestra tierra: La Caleta.
Por más que la piropeen, y por más pasodobles que le canten, no se ha dicho todo sobre sus castillos, sus barquillas, su gente, sus piedras, su balneario ni su historia.
El mapa de mis recuerdos está lleno de momentos caleteros, del camino con mi madre y mi hermano que aceleraba el paso para adelantarnos a ver si cogía alguna pelota del Club de Tenis mientras nosotras entrábamos a saludar a Jesús Caído. Yo siempre con mi cubito y mi albornoz del pescaito verde. Nada más llegar, mientras mi madre aún no había desplegado la sillita ya estábamos en el agua, entre cajas de pescao y niños gritando en la resbalaera. Mi madre se desgañitaba llamándonos, “niñaaa no te vayas más padentro” “niñooo, ponte las babuchas que te vas a cortar”, porque el niño ya había ido al Hospital de Mora alguna que otra vez con el pie sangrando, como le pasaba a muchos niños de la época y del lugar. Ir a mariscar era una epopeya: cangrejeras, el colador, el cuchillo, el cubo e ir hasta el Castillo de Santa Catalina a coger lapas. Olvidando que el tiempo existe, como sólo ocurre en la infancia, nos bañábamos en la playita del Hotel Atlántico. Al regresar, nos caía una bronca de campeonato.
Entonces no había duchas en la arena, había que ser socio del club, y ahí íbamos nosotros, y le decíamos orgullosos al señor que guardaba la entrada con la fila de chanclas perdidas a su izquierda: “venimos a ver a nuestro tío Miguel”, y tras el fantita de rigor, íbamos a las duchas y otra vez al agua. Cosas de niños.
He visto de todo en la Caleta: a las primeras mujeres jugando a la lotería en la reunión de Mariquilla, a la Uchi mirando y diciendo sus cosas a un guiri que hacía nudismo, al Cojo Manteca de aquella lejana huelga de estudiantes, a parejas bajo las columnas contorneando sus cuerpos en la noche, a mi hija aprender a nadar… y lo que me queda por ver.
Con los años aprendí a subirme a las barcas mientras el señor del club nos mandaba, con voz rasgada y tono imperante, bajarnos de ellas. Acudía a la cola que se formaba para tirarse del Puente Canal, pero tenía mucho miedo, aunque una sola vez lo superé y volé sobre el agua. Y las llantas, qué recuerdos; cargados los muchachos con tal armatoste y luego con toda la piel llena de rozaduras de la goma.
De regreso a casa siempre quería llevar algo en mi cubito para cuidarlo en casa, pero mi madre me recordaba que ese no era su hogar y me hacía devolver los camarones, burgaillos o cangrejitos. Desinflábamos la canoa y pal Mentidero.
Del albornoz al bikini y al trajecito de flecos, de las gafas de vista a las de sol, de mamá a mis amigas, del cubito al libro y el cigarrillo, de la toalla a la silla, del día a las noches de barbacoa; así transcurrieron mi infancia y mi juventud. Entre entierros de caballas, bautizos marineros, la barquilla de mi tío, charcos con sapos y cangrejos moros, “aguasmalas y jogaillas”, y pieles curtidas por el sol de viejos marineros.
Cuando los domingos cogíamos el coche del balneario para ir a la playa grande me entristecía, era demasiado larga, allí no estaba cómoda, no había rocas donde mariscar, no tenía amigos con casetas, nada de aquel lugar me seducía. Sin embargo los viernes, tras la visita al Nazareno, de la mano de mi tía que me llevaba caminando para que no me mareara en el autobús sí encontraba en la playa de las mujeres algo diferente e interesante. Pero no era mi playa, la que ahora recorro paseando, la que guarda las cenizas de mis tíos, la que me requiere para el café, la que me conquista con la luz de su faro, la que me devuelve a tardes interminables de risas y de juegos, o a mañanas de lectura observando a Fernando Quiñones recoger la basura de la orilla.
Nunca la llamo la Caleta, es mi Caleta, nuestra Caleta.