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Mientras el mundo centra su atención estos días en la Cumbre del Clima de Madrid, en un momento histórico que muchos proponen como la última oportunidad para afrontar la emergencia climática con posibilidades de evitar lo irreversible, algunos en la ciudad de Cádiz parecen vivir aún entre el letargo y el eso no va conmigo.

El Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero (GEI) de 2018 identifica al sector Transporte como el principal responsable de las emisiones de GEI con un 27% del total, muy por encima de la industria (19%) o la generación de electricidad (17%), sector en el que solemos centrar la atención. Las emisiones debidas al transporte son además las que más han crecido en términos absolutos respecto al año anterior, debido al aumento del transporte por carretera, que provoca un 25% de las emisiones totales del inventario. La machacona publicidad pseudoverde de las compañías automovilísticas y el hecho de que la movilidad se haya convertido en casi una sección fija de la prensa diaria generan una percepción de mejora muy alejada de la realidad. Y la realidad es que el consumo de gasolina —que se debe al coche particular principalmente— ha aumentado respecto a 2017 en casi un 5% y el de gasóleo en un 2%. Nos movemos más y de manera menos eficiente hasta sin movernos de casa, debido al desorbitado crecimiento del comercio electrónico, donde prima la rapidez de la entrega frente a la eficiencia en la logística.

El espacio intocable
Fotografía: Antonio Luna

Si trasladáramos la anterior contabilidad a lo local, comprobaríamos que una ciudad como Cádiz, sin sector agrícola y apenas industrial, computa aún una mayor cuota de sus emisiones de GEI en el sector transporte. Es claro, por tanto, en qué sector deben centrarse las políticas que aborden la emergencia climática desde la ciudad de Cádiz. Sin embargo, parece que Cádiz —al igual que toda Andalucía, sin duda— sigue sin enterarse de qué significa emergencia y cómo enfrentarla desde lo local. Y lo digo por una parte de la ciudadanía gaditana, pero sobre todo por un sector importante de los técnicos y políticos que tienen la responsabilidad de llevar a cabo los cambios.

Así, el otoño nos ha traído dos asuntos —la modificación de la ordenanza de circulación y los pasos de peatones sobreelevados de la Alameda— que ponen de manifiesto esa falta de comprensión del problema climático, del papel clave de la movilidad y el transporte en él y de la necesidad de integrarlo en cada decisión política, normativa, de infraestructura o de gestión que se toma. Y ambos asuntos tienen además una raíz común: la consideración de la calzada como el espacio intocable, propiedad del automóvil, hecho a su medida, para garantizar la fluidez de su y solo su tráfico. El automóvil requiere de otro combustible además del petróleo, más imprescindible si cabe, que es el espacio de rodadura, consumido igualmente de manera devoradora. El territorio transformado en viario, la ciudad transformada en calzada son como el bosque convertido en leña. Sin espacio de rodadura, el automóvil es un objeto inútil. Por eso, tratar de reducir la dominancia del automóvil en el transporte y la movilidad pasa necesariamente por reducir su protagonismo en el espacio público y el territorio. No hay, además, manera más eficaz de hacerlo.

Los dos asuntos que aludiamos son reacciones —reaccionarias— al cambio que empuja desde fuera. Son reacciones que tratan de proteger al automóvil y su espacio de rodadura de la amenaza que representan a su reinado otros vehículos menos agresivos y menos voraces o la mera reclamación de los derechos del peatón.

Un badén en el camino

La crisis de los pasos sobreelevados es una evidente reacción a una medida en favor del peatón y la accesibilidad y en detrimento de movilidad motorizada, que luego se ha tratado de revestir de preocupación por la protección del patrimonio. La medida fue una propuesta de varios colectivos ciudadanos, aceptada y asumida por el Ayuntamiento y por la Delegación Territorial de Fomento, responsable de las obras, como estrategia de diseño urbano más eficaz para calmar el tráfico rodado y reforzar la seguridad vial en un entorno urbano en el que se sitúan numerosos centros educativos y equipamientos culturales, y en el que la errada actuación de creación de las bandas de rodadura ha incentivado la velocidad del tráfico.

Y en origen, las críticas a la medida eran totalmente honestas y reaccionarias, pues lo que criticaban era precisamente el objetivo de la medida. El PP de Cádiz dejó claro en un inicio que su preocupación eran “los bajos de los vehículos de los gaditanos”. E igualmente, la Asociación de Vecinos Cádiz Centro mostraba preocupación por el sufrimiento de los vehículos y la criminalización del conductor que provocaba una medida, a su entender, innecesaria ya que “la circulación en todo el casco histórico es ya de por sí lenta como para ralentizarla aún más” y en la zona “ya hay muchos pasos de peatones y semáforos”. Y es que el objetivo de los pasos de peatones a nivel de acera no se puede disimular, se trata de poner un badén en el camino que enseñe al conductor que su destino es frenar y frenar, si no quiere perjudicarse los bajos. Luego ya, si quiere, puede continuar pensando que sigue siendo el rey —de las bandas de rodadura—, siempre que conduzca con calma, claro.

Luego surgió el argumento de la protección del patrimonio histórico, mucho más políticamente correcto y al que obviamente nadie puede oponerse. Ojalá ese mismo argumento hubiera llegado a tiempo para evitar la pérdida de 14.000 m2 de adoquinado por la construcción de las bandas de rodadura, pero al menos se recuperarán un par de cientos de metros cuadrados eliminando los pasos de peatones sobrelevados. Ojalá la Comisión Provincial de Patrimonio hubiera conseguido aplicar la doctrina badén a esa y otras obras de la ronda del Casco Histórico, nada integradas en el paisaje, como el Paseo de Santa Bárbara o el Hotel Atlántico. O, para remate de impacto visual en mitad de una zona declarada Bien de Interés Cultural, a la enorme boca de entrada al aparcamiento subterráneo de Santa Bárbara. Pero no pudo, vivía un letargo de 20 años.

Abandonando el sarcasmo sobreelevado, la contradicción que supone que la eliminación de adoquinado no suponga un impacto al patrimonio si se produce en sentido longitudinal de la calzada, es decir, el de circulación del tráfico motorizado, pero sí lo sea si se produce en el sentido transversal, es decir, el de los peatones para cruzar, a pesar de ser dos órdenes de magnitud menor, se resuelve con una sencilla interpretación: la calzada es aún un espacio intocable.

Echar a pelear a peatones, bicicletas y patinetes

Por otro lado, la propuesta de modificación de la Ordenanza Municipal de Circulación, que pasó en octubre su periodo de información pública, puede resumirse en establecer como intocable el espacio actualmente destinado a los automóviles y echar a pelear por el resto del espacio público a peatones, bicicletas y vehículos de movilidad personal (VMP) —patinetes eléctricos en su mayor parte—. Sin grandes tapujos, el proyecto de Ordenanza, cuya finalidad es adaptar la normativa municipal al nuevo escenario surgido en la ciudad por la creación de la red de vías ciclistas y por la irrupción de los VMP, se despacha tratando de expulsar de la calzada precisamente a bicicletas y VMP con el objetivo de garantizar la fluidez del tráfico motorizado. Es decir, ante la opción de situar a bicis y VMP en competencia por el espacio del automóvil o en competencia por el espacio peatonal, se opta por lo segundo, propiciando el conflicto con el peatón en lugar de su alianza con él. Un planteamiento así tira por tierra cualquier actuación en pro de la movilidad sostenible que el Ayuntamiento hubiera podido emprender en los últimos años.

Si a los VMP, de cualquier tipología —desde patinetes a triciclos de transporte de mercancías o viajeros, que alcanzan 45 km/h y son asimilables a ciclomotores—, se les prohíbe circular por vías de más de 20 km/h de velocidad límite, a las bicis se les prohíbe circular por cualquier vía en la que no esté expresamente señalizada la posible circulación de bicicletas. A no ser que el Ayuntamiento pretenda señalizar todas las calles de Cádiz como ciclables, algo bastante dudoso, esta regulación va a suponer en la práctica una prohibición general de circulación de la bicicleta por la calzada. Estas limitaciones a bicis y VMP hacen que sea imposible garantizar la existencia de itinerarios completos de desplazamiento para estos vehículos, lo que reducirá su eficacia como alternativas de movilidad urbana y hará que continúe la presión que ejercen actualmente sobre los peatones en aceras y calles peatonales. Una prohibición tan generalizada a la circulación de la bici en calzada no se atrevió a hacerla el proyecto de Ordenanza de la bici elaborado por el gobierno municipal del PP en 2014 —finalmente no aprobada—, que solo llegó a proponer la obligación de abandonar la calzada cuando existiera una vía ciclista.

Promover la movilidad en bicicleta requiere, al contrario de lo que rezuma el proyecto de ordenanza, garantizar y proteger el uso de la calzada por los ciclistas. En primer lugar, porque una red ciclista nunca será completa, no abarcará todo el viario de la ciudad. Con lo cual, las limitaciones a circular por calzada se traducen en una renuncia a concebir la bici como un medio de movilidad cotidiana, cuya mayor ventaja frente al coche en la ciudad es su posibilidad de realizar desplazamientos puerta a puerta. En segundo lugar porque el modelo de red ciclista implantado en Cádiz, conformado en su práctica totalidad por aceras bici, está destinado a una circulación calmada de bicicletas —limitada a 10 km/h—, puesto que se sitúa a nivel de acera, en contacto permanente con el espacio peatonal. Sin embargo, la bicicleta, en un uso normal de movilidad cotidiana —no de ocio o turismo—, requiere desarrollar también mayores velocidades —entre 15 y 30 km/h— para ser eficaz y competitiva como medio de transporte urbano. Es decir, garantizar el uso calmado de las aceras bici requiere garantizar el uso de la calzada por los ciclistas que desarrollen mayores velocidades. En tercer lugar, porque al expulsar a la bicicleta de la calzada se renuncia a la oportunidad que supone aquella para contribuir al calmado de tráfico, que debe ser un objetivo de cualquier ciudad que pretenda hacer sostenible su sistema de movilidad y más amable y humano el espacio urbano. Estas tres consideraciones son igualmente aplicables a los VMP.

La propuesta de ordenanza incluye además otras invitaciones a la bici a abandonar la calzada, estableciendo que circularán preferentemente por vías ciclistas o penalizando la velocidad reducida de estas, algo que contraviene expresamente la normativa estatal de tráfico, que posibilita a las bicis circular por debajo de los límites mínimos de velocidad. Todo ello hace sospechar que la red de vías ciclistas sigue teniendo para los responsables municipales un objetivo de guetificación de la bicicleta, de apartarla para que no entorpezca el tráfico motorizado, y no de ganar espacio para ella, ampliando su espectro de usuarios. Algo que recuerda demasiado a la visión del proyecto ciclista que mantenía el anterior gobierno municipal del PP y que parecía desterrada con el actual.

Si seguimos sin entender el papel que debe jugar la bicicleta en la nueva movilidad urbana, si seguimos sin asumir que hay que arrebatar al automóvil el protagonismo del espacio público, si seguimos compensando cualquier actuación en favor de los modos sostenibles con nuevas infraestructuras para el coche, lo único que demostramos es que no hemos entendido que vivimos una situación de peligro que requiere una acción inmediata, es decir, una emergencia, sino que continuamos en un eterno letargo pensando que todo puede ser permanentemente postergado. Ya si eso.

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Hace apenas un siglo, Cádiz conservaba extramuros un carácter aún rural, salpicado de casas de campo, huertas y arenales baldíos. Tanto es así, que en las primeras décadas del siglo XX los vecinos de Extramuros se quejaban de la polvareda que levantaba el creciente tránsito de automóviles por el aún no asfaltado principal eje viario de la ciudad y pedían un control de la velocidad. Cádiz también fue una vez campo.

En la actualidad, a vista de dron, la ciudad apenas nos ofrece unas pocas gotas de vegetación que salpican un continuo urbano de hormigón y asfalto. La mancha verde más sobresaliente es probablemente el césped del Carranza, ese que solo pisan veintitantos hombretones durante un par de horas cada dos semanas. El Complejo Deportivo de Puntales no cuenta: es de césped artificial.

No es un panorama muy diferente al de otras ciudades de nuestro contexto. La valoración mercantil del suelo de la ciudad capitalista hace que los servicios que aporta a la sociedad una zona verde no hayan podido competir con la apisonadora urbanizadora, imparable décadas atrás y con visos de reactivación. Y esto es algo que la normativa urbanística moderna no siempre ha conseguido o no ha querido corregir.

Cadiz que te quiero verde
Fotografía: Pixabay

Como resultado de este devenir, la ciudad de Cádiz presenta un claro déficit de zonas verdes y las que existen se encuentran además aisladas, sin conexión entre sí. Y esto no es solo una percepción a vista de dron sino un hecho objetivo y cuantificable. La Ley de Ordenación Urbanística de Andalucía establece un estándar mínimo de superficie de parques, jardines y espacios libres públicos de entre 5 y 10 m2 por habitante. Al Plan General de Ordenación Urbanística aprobado en 2012, en los tiempos de Sherofila Martínez, no le quedó más remedio que computar la playa urbana como un jardín para simular cumplir el mínimo exigido de 5 m2 por habitante, por que si no, no llega ni a 3. El propio Plan reconoce que esto no es más que una argucia que incumple la literalidad de la ley. Algo muy propio de Kadi City.

Sin embargo, este requerimiento no es banal y menos aún en una ciudad con la densidad de población de Cádiz. El doble sistema yuxtapuesto de edificación y espacios abiertos públicos, claramente delimitados entre sí, es consustancial al propio concepto de ciudad pública, la mediterránea, ese al que Cádiz se adscribe sin matices. En contraposición a la ciudad doméstica de casitas con jardín, la ciudad pública tiene en el protagonismo del espacio público uno de sus principales ingredientes, del que depende la propia vida de la ciudad. Creo que en Cádiz no hay que convencer a nadie de ello: los gaditanos estamos en permanente estado de éxtasis, en el sentido etimológico del término, del griego antiguo ekstatis, que significa estar fuera. La calidad urbana de la ciudad pública y la calidad de vida en ella dependen directa y estrechamente de la calidad del espacio público.

Tampoco debería ser necesario convencer a nadie de la importancia de la presencia de vegetación, de naturaleza, para otorgar calidad al espacio público. Pero parece que lo es. Como ya contábamos en otra ocasión, el hormigón continuo se ha convertido en un modelo estético que domina el diseño de las nuevas plazas y espacios públicos. Paseo de Santa Bárbara, Plaza de Argüelles, Parque de Erytheia, Glorieta Ingeniero de la Cierva, Plaza de Madrid, Plaza de Jerez, Glorieta Zona Franca, Plaza del Campo de la Aviación… el culto moderno al hormigón minimalista parece no tener fin. La excusa de evitar filtraciones en plazas sobre aparcamientos subterráneos se ha extendido incluso a espacios que carecen de ellos, siguiendo el trivial principio que relaciona la ausencia de vida con la higiene y, sobre todo, con el mantenimiento cero.

La inexistencia de vida vegetal, especialmente arbórea, ahuyenta también a la vida animal, incluida la humana. Se trata de espacios duros, inhóspitos, en absoluto acogedores, que producen desazón, que invitan a no estar, a no quedarse. Pero, sobre todo, que suelen carecer de una cualidad esencial en el espacio público en nuestras latitudes: la sombra, lo cual hace inhabitables esos espacios durante una gran parte del año. En definitiva, los espacios libres en Cádiz son pocos pero además, en gran parte, auténticos cementerios —palabra que curiosamente no tiene relación etimológica con cemento a pesar de la identificación de ambas con la ausencia de vida—.

De nada parecen servir argumentos tan consabidos como la importante función que desempeña el arbolado de la ciudad en la regulación del clima urbano, el filtrado de contaminantes del aire, la amortiguación del ruido o la fijación de CO2. Son cosas que se dicen pero escasamente se incorporan a la toma de decisiones del diseño urbano.

La demanda ciudadana, sin embargo, va por otro lado y la reclamación de zonas verdes es evidente. Los parques y jardines son por lo general los espacios más valorados de las ciudades y la presencia de vegetación en las calles, especialmente de arbolado, mejora notablemente la percepción de la calidad urbana por la ciudadanía. La pasada Fiesta de la Primavera, celebrada a finales de marzo en la Plaza de San Antonio, sirvió de experimento en este sentido. Una medida tan sencilla como colocar por unos días una alfombra de césped natural sobre una plaza dura, enlosada y carente de vegetación hizo que la gente se apoderara de inmediato del espacio público, para jugar, hacer un pícnic o simplemente estar.

Pero hay otra razón, más allá de la calidad del espacio público y de los servicios ecosistémicos prestados, para reclamar llenar de verde la ciudad. Una razón más profunda si cabe. Se trata de la necesidad de reconectar la vida humana con la naturaleza. Algo que Richard Louv expone con detalle en su ensayo “Los últimos niños en el bosque” y que responde a lo que ha denominado el trastorno por déficit de naturaleza, la separación cada vez mayor que existe entre las personas, especialmente jóvenes y niños, y el mundo natural. Como expone Louv, para las nuevas generaciones, la naturaleza es más una abstracción que una realidad. El momento histórico con una mayor conciencia ambiental es también, paradójicamente, el momento histórico con una mayor separación de la naturaleza, con una menor experiencia cotidiana con nuestro entorno natural, debido fundamentalmente al despoblamiento del campo y la concentración de la población en las ciudades.

Pero el trastorno por déficit de naturaleza va más allá de ser un mero concepto convergente de obviedades. Describe los costes humanos por la alienación de la naturaleza, que van desde un uso disminuido de los sentidos, como ha reconocido recientemente la OMS con la miopía en niños, a dificultades de atención e índices más elevados de enfermedades físicas y emocionales, que un número creciente de investigaciones evidencia. Investigaciones que se centran, cada vez más, no tanto en lo que perdemos cuando nos separamos de la naturaleza, como en lo que ganamos cuando nos acercamos a ella.

Resulta paradójico, por ejemplo, que la epidemia de obesidad infantil que sufren los países desarrollados, y el nuestro de forma alarmante, coincide con el mayor auge de deporte infantil organizado de la historia. Y la clave, apunta Louv, está en el ejercicio físico que se practica a través del juego no estructurado, basado en la imaginación y la exploración especialmente, mucho más variado y menos limitado en el tiempo que el deporte organizado. Jugar en escenarios naturales proporciona justamente eso, y la oportunidad de hacerlo es algo que en las últimas décadas ha ido perdiendo la infancia. Algunas investigaciones establecen la relación entre el juego en zonas naturales, dominada por terrenos irregulares, rocas y árboles, y un mayor desarrollo en los niños de habilidades motoras, frente a su menor desarrollo cuando el juego se centra en parques infantiles típicos de columpios. Otros estudios apuntan al mayor beneficio emocional de la práctica del ejercicio físico en escenarios naturales frente a escenarios artificiales, sobre todo de interior como gimnasios. Correr en una cinta sin fin en la sala de un gimnasio no resulta especialmente emocionante.

Sin embargo, cuando se diseña un espacio urbano para el juego de niños nunca se piensa en crear un espacio dominado por la tierra y la vegetación, lleno de árboles o troncos a los que trepar. Se piensa siempre en columpios prefabricados instalados sobre suelo de caucho de colores. Lo que el pedagogo y dibujante italiano Francesco Tonucci denomina jaulas para hamsters. En contraste, muchos niños tienen claras sus preferencias. Los jardines de Plaza Mina, Plaza de España o la Alameda constituyen sus espacios preferidos de juego. En ellos hay exploración, aventura, descubrimiento, experiencia multisensorial permanente, oportunidad de imaginar y crear, de experimentar el sentido del asombro, al que apelaba la bióloga, conservacionista y divulgadora estadounidense Rachel Carson.

No todos lo entienden así, sin duda hay ciudadanos que conciben la combinación de niños y jardines como un cóctel explosivo que acabará en atentado seguro al patrimonio público. En algo tienen razón, creamos (por desgracia) espacios verdes para ser vistos, no para ser tocados. Pero en algo se equivocan profundamente: el compromiso con la conservación del patrimonio, ya sea natural o cultural, no surge de un ejercicio de aprendizaje intelectual, sino de la experiencia emocional con dicho patrimonio, especialmente durante la infancia. Y el desarrollo de esa experiencia requiere tocar. Con mayor probabilidad, serán las personas que de niños jugaron en un determinado lugar los que se colocarán delante de las excavadoras cuando vengan a construir en él un aparcamiento, un centro comercial o una urbanización.

Por contra, en una ciudad donde los árboles sufren con frecuencia podas criminales —como cuando llevas a tu hijo a pelar: cortito, que le dure— y donde miles de palomas son sacrificadas por designio del dios Horeca, no se está transmitiendo precisamente un mensaje que contribuya a despertar un compromiso de respeto y conservación de la naturaleza urbana, sino más bien a concebirla con un fin meramente utilitarista.

Del mismo modo, el interés por conocer surge de la emoción previa. Como expresaba Rachel Carson en su breve obra El sentido del asombro, “una vez han surgido las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y lo desconocido, la sensación de simpatía, compasión, admiración o amor, entonces deseamos el conocimiento sobre el objeto de nuestra conmoción. Una vez que lo encuentras, tiene un significado duradero. Es más importante preparar el camino del niño que quiere conocer que darle un montón de datos que no está preparado a asimilar”. Sin embargo, la educación de nuestros hijos se encuentra tremendamente alejada del aprendizaje experiencial en la naturaleza y no aprovecha en absoluto la biodiversidad urbana, el extenso y rico borde litoral o el Parque Natural que se extiende más allá de Cortadura como recursos didácticos. Las ciencias naturales se aprenden en libros de texto, mientras el contacto cotidiano con la naturaleza, la estrategia del descubrimiento, el sentido del asombro están completamente ausentes de aquella forma de educación.

Sin duda hay que calibrar el posible impacto de los niños en los jardines, pero también es necesario evaluar el impacto de criar generaciones de humanos apartadas del contacto cotidiano con la naturaleza. Los jardines urbanos son apenas islas de naturaleza creada, pero resultan esenciales para que los niños urbanitas, y también los adultos, tengan un contacto cotidiano con los procesos ecológicos de los que formamos parte, con seres vivos no humanos o, al menos, que puedan tocar la tierra con sus manos. Niños urbanitas que, hoy día, con un mundo rural vaciado o urbanizado a partes iguales, son casi todos.

Hay que repensar Cádiz en verde, hace falta una estrategia para aumentar la superficie vegetada y reducir asfalto y hormigón, que debe ser una piedra angular de una futura revisión del planeamiento urbano. Es necesario introducir un cambio radical en los criterios de diseño urbano, no desperdiciando ninguna oportunidad para crear paseos y calles arboladas, parques y jardines, microespacios verdes o incluso huertas urbanas, procurando con el tiempo su conexión a modo de corredores verdes, al igual que han hecho ya ciudades como Hamburgo. Con procesos participativos de diseño y creación de estos espacios, contando con la ciudadanía de cada barrio, pues la experiencia muestra que la participación ciudadana resulta en una mayor cantidad y calidad de espacio público, parques y jardines. Cadiz, te queremos verde.

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Luna post
Fotografía: José Montero

El errado inicio, por parte del Ayuntamiento de Cádiz, de un procedimiento para transmitir a los empresarios de chiringuitos las concesiones de estos establecimientos ha desembocado en una maraña administrativa con las tres administraciones competentes en la materia, Ayuntamiento, Junta de Andalucía y Ministerio, sosteniendo opiniones dispares sobre lo ocurrido, que se traducen incluso en actos administrativos contrarios, y con la admisión de demandas en los juzgados contra el alcalde y contra el concejal de urbanismo. No parece claro a día de hoy si la titularidad de las concesiones sigue recayendo en el Ayuntamiento, como sostiene este, o si ha pasado a manos de los empresarios, como sostiene la Junta y los propios empresarios.

Lo que si parece claro es que quienes han marcado la pauta en los últimos años de la gestión de las playas ―y no solo las de la ciudad de Cádiz― han sido los empresarios de chiringuitos y no las administraciones competentes. Su mayor éxito ha sido conseguir romper la relación entre administraciones con competencia en el litoral, que la propia ley obliga a ajustar a los deberes de información mutua, colaboración, coordinación y respeto (art.116 Ley de Costas), para llevarse al gato al agua. Todas ellas parecen creer que están defendiendo la legalidad y el interés general, cuando en realidad lo que han conseguido es allanar el terreno ―o más bien arrasarlo― para que ciertos empresarios, cuyo único interés es aumentar su rentabilidad económica, consigan lo que al principio y con la ley en la mano parecía imposible: el todo, o casi todo. Es decir, la titularidad, la permanencia, el aumento de superficie y la ampliación de plazo concesional. Intereses que, al menos en la ciudad de Cádiz, chocan cada vez más con el interés general y con los objetivos de conservación de las playas. La batalla administrativa ha hecho perder de vista a la Administración el objetivo que debería guiar todas sus acciones en este asunto: proteger la costa y garantizar su carácter de bien público.

Si algo está absolutamente claro en este asunto es que mejorar la rentabilidad de los chiringuitos no está entre las funciones u objetivos de ninguna de las administraciones con competencia en la costa. Y, sin embargo, esa cuestión parece haberse convertido en la única a debate en este asunto. Y con ello, los intereses generales y los derechos de la ciudadanía en su conjunto, han quedado desprotegidos.

El origen del conflicto, la reforma del PP de la Ley de Costas

Es necesario recordar que todo este caos administrativo y jurídico es consecuencia de la modificación de la Ley de Costas perpetrada por el PP en 2013, para beneficiar intereses muy particulares, de forma torpe y aturullada y que está llevando, como en el caso de los chiringuitos de Cádiz, a la inseguridad jurídica. En concreto, tres de la modificaciones realizadas en la ley son las que están en el centro de este conflicto.

Por un lado, la modificación de la ley permitió la transmisión inter vivos de las concesiones, posibilidad no contemplada en la Ley de Costas de 1988. Esta posibilidad de transmisión se recogió sin hacer distinción alguna entre tipos de concesión o de ocupación del dominio público. En el caso de los establecimientos expendedores de comidas y bebidas en las playas, y otros servicios, en cuyo otorgamiento deben regir los principios de publicidad, objetividad, imparcialidad, transparencia y concurrencia competitiva (art. 74.3 LC), la transmisión inter vivos carece de lógica jurídica. No es lo mismo transmitir una salina o una instalación de acuicultura que un chiringuito, y la ley no establece ninguna diferencia.

En segundo lugar, el nuevo Reglamento de Costas de 2014 duplicó la duración máxima de las concesiones para usos que presten un servicio público o al público, pasando de 15 a 30 años (art.135.4). Y, en tercer lugar, el Reglamento amplió las superficies máximas de ocupación permitida por establecimientos expendedores de comidas y bebidas en playas urbanas, hasta un total de 300 m², entre edificación cerrada, terraza cerrada desmontable, terraza abierta desmontable y aseos. El doble de la actual. Para nuevas concesiones, claro está. Pero si unimos estas tres modificaciones, posibilidad de transmisión inter vivos, duplicación de la duración máxima de concesión y ampliación de las superficies de ocupación, tenemos una auténtica bomba, que ha despertado las expectativas de los hosteleros de playa de multiplicar su cuota de negocio. Esto les ha llevado a ejercer toda la presión que han podido sobre el Ayuntamiento y la Junta de Andalucía para alcanzar sus expectativas. Y esa presión sin duda les está dando rédito.

Sin embargo, frente a las expectativas de los empresarios, es necesario poner el interés general y la conservación del litoral en el centro del debate. Y esto supone centrarse en el fondo y no tanto en las formas, por muy torpes que estas hayan podido ser.

La titularidad debe seguir siendo municipal

El Ayuntamiento debe conservar la titularidad de la concesión de los chiringuitos, pues es la mejor manera de integrar la gestión de estos en el conjunto de servicios de las playas, cuya competencia es municipal (art.115 LC), además de permitirle compensar, al menos parcialmente, a través del canon de explotación municipal, los costes de aquella gestión.

Pero, aún si se produjera la trasmisión de los títulos a los empresarios de playas, esto no puede suponer en ningún caso la ampliación o mejora de las condiciones de la concesión, ni en superficie de ocupación ni en plazo ni en la posibilidad de permanencia durante el invierno, como pretenden los empresarios de chiringuitos, pues supone una modificación sustancial de la concesión. Para poder llevar a cabo esas modificaciones, es imprescindible que los empresarios renuncien a los actuales títulos, así como el Ayuntamiento, y se proceda a la tramitación de nuevas concesiones y a nuevos concursos públicos, convocados por la Junta de Andalucía. Hacer esas modificaciones por la puerta de atrás es inadmisible pues no respeta los principios de publicidad, objetividad, imparcialidad, transparencia y concurrencia competitiva que deben regir en el otorgamiento de concesiones y autorizaciones de actividades de servicios (art.74 LC).

La superficie debe mantenerse en 150 m²

Que el Reglamento de Costas vigente establezca una ocupación máxima total de 300 m² para los chiringuitos no significa que los concesionarios de este servicio tengan derecho alguno a alcanzar dicha ocupación máxima. Al contrario, el Reglamento de Costas establece que la ocupación de los chiringuitos, como del resto de servicios de la playa, será la mínima posible (art.69.8). La actual ocupación de 150 m², que lleva ya años funcionando, demuestra por sí misma que el servicio como establecimiento expendedor de comidas y bebidas puede realizarse en esa superficie y con margen de rentabilidad suficiente. Por tanto, no existe razón alguna por necesidad de prestación del servicio que justifique una ampliación de la superficie de ocupación. Y más aún en el caso de las playas urbanas de Cádiz, cuyo paseo marítimo cuenta con una extensa y variada oferta de hostelería. Como es evidente, la razón para solicitar la ampliación de superficie es exclusivamente aumentar la cuota de negocio de establecimientos que tienen una altísima rentabilidad y no, como quieren hacernos creer, conseguir alcanzar la rentabilidad.

Por otro lado, las normas urbanísticas del Plan General de Ordenación Urbanística de Cádiz establecen una superficie máxima de 150 m² para las construcciones en las playas por lo que no es posible una ocupación mayor por estos establecimientos en el término municipal de Cádiz.

Los chiringuitos deben ser desmontados en invierno

La playa necesita también descansar. Necesita que se respete su dinámica estacional, perder arena en invierno para recuperarla en verano. La propia presencia física de los chiringuitos sobre la arena en invierno está obstaculizando este proceso. Pero además, y quizás más relevante, la permanencia de los chiringuitos está ejerciendo una presión sobre las administraciones competentes en la gestión de las playas para que se mantengan en un estado “de verano” todo el año, engrosadas de arena, sin un escalón en la berma. Y eso implica obras millonarias, gasto público y elevados impactos ambientales. Un ejemplo evidente de privatización de beneficios y socialización de costes.

El hecho de que el Reglamento de Costas considere a los chiringuitos como instalaciones fijas no significa que esa condición no deba supeditarse a las propias condiciones dinámicas de cada playa y a la ubicación concreta de la instalación, pues es obligado velar por la conservación y el uso sostenible de la costa y del mar (art.60.3 RC). En zona marítimo terrestre, es decir, inundable por su propia definición, y más aún en el Golfo de Cádiz, afectado por un amplio rango mareal y temporales de gran envergadura, dejar instalaciones fijas todo el año va contra toda lógica. Por ello, las concesiones de chiringuitos se otorgaron hasta ahora con la condición de no permanencia en invierno.

Parece absurdo que, tras la experiencia de los temporales al inicio de la pasada primavera, que arrasaron la playa e inundaron las instalaciones que se encontraban montadas, los empresarios continúen empecinados en que los chiringuitos permanezcan montados durante el invierno. Aunque pasen varios años sin temporales significativos, vendrán otros con grandes temporales que lo arrasarán todo, como ha ocurrido este mismo año. Por el mismo motivo que ocurren años de sequía y otros de fuertes lluvias, existe una importante variabilidad interanual en los temporales de oleaje. Esto no es difícil de entender y los hosteleros de playa deben aceptarlo por encima de su deseo obsesivo de que no sea así.

Otro modelo de concesión y gestión

Los chiringuitos no son restaurantes. Son, tal y como los define la legislación de costas, establecimientos expendedores de comidas y bebidas y su objeto es prestar un servicio a los usuarios de la playa. En sentido estricto, serían el equivalente a una cafetería de hospital público. Sin embargo, su ubicación en un espacio privilegiado ―una primera línea de playa altamente cotizada―, su elevada demanda y su elevadísima rentabilidad están haciendo de estos establecimientos restaurantes de postín, un fin en sí mismos, en los que se come por 50 € y no se puede comprar un bocadillo. De ahí el interés de los empresarios por permanecer abiertos todo el año, mucho más allá de la temporada de playa.

Sin embargo, el dominio público marítimo-terrestre no es el lugar para establecer un restaurante propiamente dicho y hacerlo pervierte el espíritu de la Ley de Costas, que establece que aquel únicamente puede ser ocupado por aquellas actividades o instalaciones que, por su naturaleza, no puedan tener otra ubicación (art. 32.1 LC). Y, como es obvio, un restaurante puede estar en cualquier otra y la ciudad de Cádiz está llena de ellos y en concreto lo está su paseo marítimo. La ley admite que los chiringuitos puedan ubicarse en dominio público en la medida que se conciban como instalaciones de servicio público o al público (art.61.2 RC) y siempre que no sea posible ubicarlos sobre paseo marítimo o terrenos colindantes a la playa (art.33.4 LC, art.65.3 RC).

Las actuales concesiones, con las condiciones establecidas en sus títulos concesionales, deben mantenerse hasta su finalización. Y, tras ella, será necesario hacer una reflexión sobre la necesidad y conveniencia de mantener chiringuitos en las playas urbanas de Cádiz y sobre el modelo de establecimiento a instalar. En todo caso, cualquier otorgamiento de nuevas concesiones de chiringuitos a terceros explotadores deberá, además de centrar su objetivo en la prestación del servicio al público de la playa, realizarse con criterios de Contratación Pública Socialmente Responsable (CPSR), es decir, incorporando de forma transversal criterios sociales, éticos y medioambientales. No es lógico que el único objetivo de la explotación económica de un bien público sea el beneficio privado, como ocurre en la actualidad con los chiringuitos, sin la menor contraprestación social ni ambiental, para la conservación del litoral sobre la que se sustenta. La concesión de chiringuitos, como la de cualquier bien público o contrato público, debe regirse por criterios muy diferentes a los actuales, favoreciendo a empresas de economía social y a los sectores desfavorecidos. Y debe además tener claro que el objetivo de los chiringuitos es prestar un servicio a los usuarios de la playa y no montar restaurantes de lujo en la arena con vistas al mar.

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Aluna
Fotografía: Antonio Luna

Atravesar la Península Ibérica en tren debería ser una asignatura obligatoria en este país. De Cádiz a Barcelona, Bilbao, Coruña… No importa el origen ni el destino. Ningún otro medio permite realizar un acercamiento a la realidad de la balsa de piedra, como la ideó Saramago, tan amplio y en tan poco tiempo. A su paisaje como proyección de su esencia, su historia, su coyuntura, su desconexión.

Hacerlo en coche es pasar de largo sin enterarnos de nada. Las carreteras de hoy día, las vías rápidas, autopistas y autovías, están apantalladas, aisladas, separadas de su territorio circundante con barreras, setos, pantallas acústicas. En ocasiones, perfiladas con líneas de arbolado que nos pueden hacer creer en una España boscosa.

Creencia que un vuelo de dron o el helicóptero de la vuelta ciclista desterrarían de un vistazo. Desde una autopista no veremos rastro ni rostro humano, ya casi ni en los peajes.

Las carreteras modifican profundamente el paisaje que atraviesan, lo seccionan y producen una cicatriz que nunca desaparece. Generan un efecto borde, expulsan de su lado unos usos y atraen otros. En su recorrido surgen como hongos gasolineras, áreas de servicio, centros comerciales, polígonos industriales, incluso ciudades. Lo que vemos desde una carretera es una realidad sesgada, no representativa de lo que sucede apenas unos cientos de metros más allá. La observación del paisaje desde la carretera sufre una suerte de principio de incertidumbre Heisenberg, según el cual el propio medio que posibilita la observación perturba irreversiblemente lo observado.

El tren, en cambio, penetra el paisaje, se acerca a él sin imponer pantallas entre la vía y el medio circundante. Tanto se acerca que hasta el mínimo detalle a sus márgenes resulta perceptible e identificable. Casi tocable. El tomate que cuelga de la mata en una huerta al borde de la vía o el martín pescador que pesca en un arroyo. Podemos sentir la humedad y el calor, percibir olores y sonidos. Podemos ver a gente en sus casas y pueblos, a pesar del despoblamiento de la España interior. Incluso apreciar caras y expresiones corporales.

El paisaje que atraviesa el tren es la inmediata continuación de lo que hay más allá. La vista desde el tren no engaña. El ferrocarril, a diferencia de la carretera, no modifica más que el territorio que estrictamente ocupa. No genera la aparición de usos distintos en sus bordes, pues el tren no para en cualquier sitio, no reposta combustible en medio de la nada ni va de compras. El tren conecta esencialmente lo preexistente.

El trans-iberiano nos enseña la España que es. Tal y como es. Solo una muestra rápida, claro. En ocasiones demasiado rápida. Pero una muestra certera, no como la de los anuncios de turismo o la marca España. Una España ajena a portadas de periódicos y telediarios. En la que el tiempo parece detenido. Pero no lo está.

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Antonio luna
Fotografía: Jesús Machuca

La Consejería de Fomento y Vivienda, a través del Consorcio de Transporte de la Bahía de Cádiz, está elaborando el Plan de Transporte Metropolitano de la Bahía de Cádiz, un instrumento que deberá coordinar las actuaciones en infraestructuras y servicios de transporte en la Bahía de Cádiz con el fin de dirigir la movilidad del ámbito hacia la movilidad sostenible. La escasa información presentada hasta el momento sobre el futuro Plan permite sin embargo hacer algunas consideraciones sobre el enfoque estratégico de aquel.

La sostenibilidad del sistema de transporte y la movilidad de la Bahía de Cádiz no es un objetivo declarado del Plan

Favorecer la movilidad sostenible no implica necesariamente que se avance hacia la sostenibilidad del transporte y la movilidad. Prueba de ello es la situación de la movilidad en la Bahía de Cádiz hace 20 años y actualmente, reflejada en los resultados de las encuestas de movilidad realizadas en 1992 y 2014, que constituyen, respectivamente, la información base de los planes de transporte metropolitano elaborados en los 90 y en la actualidad.

La tasa de movilidad ha crecido de forma muy significativa, de 2,07 a 3,29 viajes/persona·día, casi un 60% de incremento. Y, aunque la variación en el reparto entre viajes motorizados y no motorizados ha sido leve en favor de los primeros, la cuota de participación del transporte público entre los viajes motorizados ha descendido de forma muy notable, en 9 puntos porcentuales, pasando de un 22 a un 13%.

Es decir, aunque en los 22 años que separan ambos estudios de movilidad, el transporte colectivo ha experimentado mejoras, en líneas, frecuencias, organización del sistema…, su participación en la movilidad ha empeorado notablemente. Incluso, aunque haya habido algún aumento de viajeros en transporte público, el considerable incremento de la movilidad ha sido absorbido fundamentalmente por el vehículo privado. El transporte público hoy, como hace 20 años, sigue dando respuesta a una demanda fundamentalmente cautiva. En consecuencia, el sistema de transporte y movilidad es más insostenible que hace 22 años y, con toda seguridad, todos los indicadores ambientales (consumo energético, emisiones de GEI, contaminantes atmosféricos, etc.) lo pondrán de manifiesto.

El definitiva, la planificación de transporte en la Bahía de Cádiz realizada a mediados de la década de 1990 no sirvió para nada de lo que se proponía y ninguno de los escenarios posibles de reparto modal vehículo privado/transporte público que planteaba la planificación (objetivo 50/50, intermedio 65/35 o tendencial 80/20), ni siquiera el más desfavorable, se han cumplido. La realidad es mucho peor: 87/13.

Como veremos, el planteamiento de adaptación a la demanda nos lleva lamentablemente a un escenario similar en el horizonte del plan actualmente en elaboración: a pesar de que este contemple un conjunto de mejoras en el transporte colectivo o los modos no motorizados, al no tratar de intervenir globalmente sobre la movilidad y en concreto con medidas dirigidas a dificultar o impedir la movilidad en vehículo privado, sino al contrario asumiendo el crecimiento de infraestructuras viarias, el incremento de movilidad llevará a un aumento tanto en términos absolutos como relativos de la movilidad en vehículo privado.

El plan asume la movilidad presente y futura como algo inevitable, sin tratar de incidir sobre ella

Esto, aunque sea habitual en la planificación de transporte y movilidad, no deja de ser una incongruencia con el propio concepto de planificación, adaptarse a la demanda no es planificar, es seguir la inercia de las cosas. Si el punto al que pretendemos llegar es justo al que llegaremos siguiendo la dirección hacia la que avanza el sistema sin necesidad de intervención, ¿para qué planificar?

Este planteamiento de asunción de la demanda no incorpora, sin embargo, uno de los actuales paradigmas de las políticas de movilidad, que apunta precisamente a incidir en el volumen global de esta (en número y longitud de los desplazamientos), para estabilizarla y reducirla, y no solo en tratar de invertir el reparto entre modos de la misma, que, como se demuestra en el caso de la Bahía de Cádiz, resulta con frecuencia infructuoso. Se trata de un planteamiento equivalente al energético (se trata de controlar y reducir la demanda energética no solo sustituir las fuentes por renovables) o en general al de los recursos (reducir el consumo y no solo procurar que los residuos sean reciclables). Detrás de todo lo cual, tanto en lo referente a movilidad, como a energía o al consumo de recursos, está el modelo de ciudad y el modelo de producción y consumo.

El plan solo contempla, por tanto, una gestión de la oferta de movilidad, para adaptarse a la demanda, y no concibe en ningún caso la gestión de esa demanda para tratar de frenarla y reducirla. Un plan de movilidad que pretenda transformar realmente la movilidad del ámbito debe plantearse qué desplazamientos quiere facilitar y cuáles no, y debe contemplar, de manera coordinada con la planificación territorial, urbanística y sectorial, la creación de proximidad como un objetivo. A través de un plan de movilidad se puede, por ejemplo, favorecer el comercio de proximidad frente a los grandes centros comerciales o el comercio electrónico. O se puede, mediante la peatonalización de los entornos escolares y los itinerarios escolares seguros, fomentar el cole de barrio, al que se acude a pie o en bici, y desincentivar el cole alejado, al que se acude fundamentalmente en coche.

La planificación de infraestructuras de transporte se encuentra desligada de la planificación de movilidad

La planificación de movilidad asume sin cuestionamiento las actuaciones previstas en la planificación de infraestructuras de transporte. Esto supone una mutilación de la potencialidad de la planificación de movilidad. La planificación de las infraestructuras de transporte debe ser una consecuencia de la planificación de movilidad, para el cumplimiento de los objetivos de esta, y no al contrario. El Plan de Infraestructuras para la Sostenibilidad del Transoporte en Andalucía, PISTA 2020, se ha elaborado previamente y sin tener en cuenta el diagnóstico que un plan de movilidad metropolitana como este puede aportar, ni en concordancia con sus objetivos.

En este sentido, es algo constatado que a través de la construcción o reducción de infraestructuras se incide directamente en la creación o reducción de la movilidad, especialmente en vehículo privado, es decir, a través de la política de infraestructuras se incide en la generación o evaporación de tráfico. Como demostró, ya a mediados de la década de 1990, un extenso y contundente informe del Departamento de Transporte del Reino Unido, la construcción de infraestructuras viarias no solo no es siempre la solución a los problemas de congestión del tráfico sino que el aumento de la capacidad viaria puede inducir tráfico, debido a su efecto llamada. En definitiva, los aumentos de la capacidad viaria son consecuencia pero también causa directa del incremento de desplazamientos en vehículo privado y la saturación de tráfico. Aquel informe y sucesivos estudios en la misma línea provocaron un cambio radical en las políticas de transporte en algunos países europeos, incluyéndose la evaluación de estos posibles efectos en la planificación de infraestructuras. Siendo fieles a nuestra brecha con Europa, esas conclusiones no parecen haber tenido influencia en las políticas españolas de transporte. Al contrario, entre mediados de los 1990 y el comienzo de la crisis, España vive el mayor boom de construcción de infraestructuras viarias de su historia. Y actualmente, ni el estatal Plan de Infraestructuras, Transporte y Vivienda 2012-2024 (PITVI) ni el PISTA 2020 consideran la posibilidad de evaluar la inducción de tráfico por las infraestructuras viarias.

Pero, no solo ocurre que aumentar la capacidad del viario induce tráfico sino que reducirla puede hacer que este se evapore. Otro amplio estudio encargado por el gobierno británico a finales de los 1990, basado en la evaluación de cien casos y en la opinión de 200 profesionales del transporte de todo el mundo, llegó a la conclusión de que la reducción o eliminación de viario, por ejemplo para la creación de plataformas reservadas de transporte colectivo o vías ciclistas o por su cierre temporal debido a obras, entre otras posibles causas, lejos de agravar los problemas de tráfico, como solía predecirse, provocaba en la inmensa mayoría de los casos una reducción significativa del mismo. La explicación es que la respuesta de la gente a los cambios en las condiciones de las carreteras es mucho más compleja de lo que tradicionalmente habían asumido los modelos de transporte.

La Bahía de Cádiz ha sido uno de los puntos calientes de la fiebre constructiva de infraestructuras viarias durante esas dos décadas. El puente de la Constitución de 1812, con un coste superior a los 500 millones de euros, ha sido la inversión de mayor envergadura, pero además durante esas dos décadas se ha duplicado toda la red de carreteras de primer y segundo orden del ámbito y se han construido otras nuevas, como las variantes de Puerto Real, El Puerto de Santa María y Jerez. Con ello, cualquier actuación en favor del transporte sostenible (transporte público y modos no motorizados) ha sido de sobra compensada, sobrepasada y arrollada. En esta política-apisonadora de infraestructuras viarias radica la causa de la paulatina pérdida de protagonismo del transporte público en la Bahía en las dos últimas décadas que antes hemos expuesto. El vehículo privado ha sido facilitado, incentivado y subvencionado a golpe de infraestructura, mientras las mejoras en modos sostenibles han experimentado, en el mejor de los casos, pequeñas mejoras, que, sin duda, han beneficiado a su demanda cautiva, pero no más. En estas condiciones, es lógico que el protagonismo del automóvil en la Bahía de Cádiz no haya parado de crecer.

Toda esa fiebre constructiva ha supuesto además una pérdida de oportunidad para crear paralelamente infraestructura para los modos no motorizados. Algo tan sencillo y asumible en coste añadido como adosar una vía ciclista y peatonal a cada actuación de desdoble o nueva infraestructura viaria hubiera supuesto la creación de un completa red ciclista interurbana que conectaría todas las poblaciones de la Bahía de Cádiz.

Pero la política decidida de ampliación de capacidad viaria en la Bahía no ha concluido. Hace escasas semanas se anunciaba la aprobación de la licitación, con un presupuesto de 80 millones de euros, de las obras de ampliación del nudo de Tres Caminos, con la intención de evitar unos pocos atascos que se producen de manera puntual en periodo estival. Una actuación que se decide acometer sin que haya entrado en operación la línea de tren-tranvía Chiclana-Cádiz, que debería absorber (o al menos ese es su propósito) parte de ese tráfico. Con ello se evidencia de nuevo la descoordinación entre administraciones, la falta de coherencia de las actuaciones en infraestructuras con los objetivos de movilidad y la capacidad de pulverizar estos de un plumazo a golpe de obra viaria.

En este contexto, no es presumible que un plan de transporte y movilidad que incorpora sin cuestionamiento las infraestructuras viarias existentes y previstas, sin considerar seriamente un objetivo operativo de reducción de capacidad viaria, y que asume el crecimiento de la demanda de movilidad como inevitable, vaya a tener capacidad, no ya de influir significativamente en el reparto modal en favor de los modos sostenibles, sino ni siquiera de frenar la tendencia de crecimiento del protagonismo del vehículo privado.

 

 

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Luna
Fotografía: Jose Montero

Lo que sigue no es un alegato contra el coche, aunque por el título pueda parecerlo. Pero asume la necesidad de acabar con la movilidad en coche en nuestra ciudad ―en nuestras ciudades― o al menos de reducirla considerablemente en un plazo relativamente corto de tiempo. Quien no tenga claro esto quizás no debería seguir leyendo, o debería leer antes algo de la ingente cantidad de literatura al respecto generada en los últimos años por instituciones públicas y científicas. Para zanjar rápidamente la cuestión, cabe decir que la Hoja de ruta hacia una economía hipocarbónica de la Unión Europea establece que esta deberá haber reducido sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) un 40% en 2030, un 60% en 2040 y un 80% en 2050 en relación con los niveles de 1990. En concreto, en el sector transporte, esa reducción se establece en al menos un 60%. Todo ello para garantizar el cumplimiemto del Acuerdo de París.

Quien piense que el cumplimiento de los anteriores objetivos, que tienen carácter vinculante, es compatible con la situación actual de la movilidad y el transporte vive en la inopia. Necesariamente, el escenario que estamos acostumbrados a contemplar en nuestras ciudades va a cambiar de forma radical en la próxima década. La cuestión a debatir, en definitiva, no es si el coche va a desaparecer sino cómo hacerlo desaparecer.

En definitiva, el cumplimiento de los objetivos de reducción de emisiones de GEI, junto a la necesidad de atajar graves problemas de salud pública (contaminación del aire, ruido, siniestralidad) o de derechos fundamentales (accesibilidad universal) causados por el tráfico motorizado y que ya analizamos en un artículo anterior, requiere coger el coche por el spoiler delantero y provocar un cambio en el modelo de movilidad que se concrete en una drástica reducción de los desplazamientos en automóvil a lo largo de la próxima década. Ciudades como Barcelona, con una movilidad mucho más voluminosa y compleja, se han planteado reducciones del 20% de forma inmediata con mejoras en transporte público, fomento de la bici y restricciones al coche. Cádiz sin embargo, por sus propios condicionantes físicos, debe aspirar a más.

Actualmente, según datos del Plan de Movilidad Urbana Sostenible de 2013, un 69% de los automóviles que se mueven diariamente por la ciudad de Cádiz están realizando desplazamientos dentro de la ciudad, a escala municipal, en una ciudad que no mide ni 7 km de punta a punta y tiene una densidad poblacional altísima. Esto supone desplazamientos de menos de 30 minutos en bici o bus. Y eso, en las condiciones actuales en las que estos medios se encuentran muy desfavorecidos. La potencialidad de traspasar la mayor parte de estos desplazamientos en automóvil a la bici y el bus es por tanto muy alta. Reducir a la mitad los desplazamientos en coche de escala municipal supondría reducir en más de un tercio los coches que circulan cada día en Cádiz.

La clave para provocar este cambio en el modelo de movilidad es la política de aparcamiento. Algo que, si ha existido el los últimos 20 años, ha perseguido precisamente lo contrario, promover la movilidad en automóvil para mantener una alta demanda de aparcamiento que favoreciera la especulación del subsuelo ―ya que Cádiz no tiene mucho suelo― tratando de crear un suculento negocio privado del que la ciudadanía residente en Cádiz ha sido la gran damnificada.

Por contra, la idea central que es necesario entender y asumir para cambiar el modelo de movilidad es que la expectativa de encontrar aparcamiento en destino es el factor determinante que propicia la movilidad en automóvil. Por mucho que se mejore el transporte público o los modos no motorizados, ante la posibilidad de elegir ―en el contexto actual de cultura de la motorización― el ciudadano se decanta por el coche. El transporte público queda por lo general relegado a una demanda cautiva, la que no tiene otra opción. Sin embargo, si alguien tiene la certeza de que no encontrará dónde aparcar en su destino, o al menos que esta posibilidad es improbable, dejará el coche en casa y elegirá otro medio. Cuanto más reduzcamos la disponibilidad de aparcamiento en destino y por consiguiente las expectativas de poder encontrarlo, más descenderá la movilidad en automóvil.

En contraste, los responsables de tráfico del Ayuntamiento de Cádiz parecen empeñados en transmitir el mensaje opuesto a la ciudadanía local y foránea: que el aparcamiento libre en la vía pública está siempre garantizado, incluso en los eventos más multitudinarios ―Carnavales, Semana Santa, partidos del Cádiz…―  y si es necesario las aceras y zonas peatonales de la ciudad se habilitarán como aparcamiento. Con ello, aunque la disponibilidad de aparcamiento no sea tan grande, la expectativa de encontrar aparcamiento es prácticamente plena y, como consecuencia, todo el que tiene coche o moto se mueve en coche o moto.

Revertir el modelo de movilidad requiere por tanto un cambio radical de la actual política de aparcamiento hacia otra centrada en la reducción y regulación del aparcamiento, tanto en la vía pública como en aparcamientos de rotación y edificaciones privadas. Una política que, en primer término, más que hacer grandes actuaciones requiere dejar de hacer cosas, dejar que las cosas sigan su curso natural o, simplemente, aplicar la ley. También cambiarla en otros casos.

Dejar de permitir aparcar en las aceras y espacios peatonales es sin duda la primera y más sencilla forma de dejar de generar expectativas de aparcamiento. Asumir la pérdida de aparcamiento en la vía pública que suponen determinadas actuaciones, como la construcción de la red ciclista, sin tratar de compensarla con la creación de otras nuevas plazas, es un dejar que las cosas sigan su curso indispensable. Igualmente, cada actuación de recuperación o mejora del espacio público debería contemplar la eliminación o reducción de aparcamiento.

Además, la normativa de accesibilidad obliga, en un gran número de calles ―todas las que no permitan acerados de 1,80 metros de anchura―, a la eliminación de aparcamiento para la ampliación de aceras o creación de plataforma única ―calzada y acera al mismo nivel―. Esta eliminación de aparcamiento debe ser inmediata ―debería haberlo sido hace tres meses―, pues esas calles se encuentran en la más absoluta ilegalidad desde el 4 de diciembre pasado, en aplicación de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad. Por otro lado, la eliminación de aparcamiento, legal e ilegal, en la trama interior del casco histórico es una necesidad evidente, pues solo sirve para generar un inútil y dañino tráfico de agitación ―solo para buscar aparcamiento― en la principal zona de atracción de movilidad de la ciudad.

El dejar de hacer debe también afectar al aparcamiento fuera de la vía pública, tanto de rotación, dejando de construirlos, como de uso privado, estableciendo limitaciones a su creación. En esta línea, Barcelona ha transformado lo que era una exigencia de dotación mínima de plazas de aparcamiento en nuevas viviendas, oficinas u hoteles en un límite máximo. En el caso de Cádiz, además de establecer una modificación similar en la normativa urbanística recogida en el Plan General de Ordenación Urbanística (PGOU), es necesario que en el Casco Histórico la construcción de aparcamientos en nuevas edificaciones o rehabilitaciones, ahora obligatorio o voluntario según los casos, pase a no ser admisible, al igual que la concesión de nuevos vados en edificaciones existentes.

Las anteriores medidas suponen un cambio de rumbo fundamental, pero un objetivo de reducción de la movilidad en automóvil como el apuntado antes también requiere proyectos estratégicos y ambiciosos. La anunciada peatonalización de la Plaza de España, y la consiguiente eliminación de todo su aparcamiento en superficie, sin duda lo es y tendrá un impacto significativo en la movilidad de la ciudad, al eliminar su efecto atractor de automóviles. Siempre que las plazas perdidas no sean compensadas, claro. Pero las posibilidades de la ciudad de Cádiz son mucho mayores. Los barrios de extramuros presentan condiciones idóneas para poner en marcha proyectos de supermanzanas, áreas urbanas en cuyo interior el tráfico motorizado queda limitado exclusivamente a residentes y servicios, eliminando aparcamiento en superficie, dando prioridad a la movilidad no motorizada y recuperando espacio público, tan necesario en esas zonas.

Por otro lado, la regulación del aparcamiento en la vía pública es una actuación determinante. La existencia de aparcamiento gratuito no regulado en una ciudad como Cádiz, donde el espacio público es un bien tan cotizado, carece de toda lógica. La actual coexistencia de aparcamiento libre y zona azul lo único que hace es promover la movilidad en coche y aumentar el tiempo en circulación buscando aparcamiento, con los perjuicios que esto genera. Todo el aparcamiento existente en la vía pública ―el que vaya quedando tras las medidas de reducción― debería estar regulado, priorizando al residente en cada barrio y desincentivando al de fuera del barrio. Regulaciones del tipo zona verde, implantada en numerosas ciudades, que permite a los residentes, mediante una tasa anual, aparcar de forma ilimitada o prolongada en su barrio, mientras los no residentes pagan por minuto a un precio elevado y por un tiempo limitado e improrrogable, se han demostrado eficaces en la reducción del uso del automóvil. Por un lado, permiten reducir la expectativa de encontrar aparcamiento fácil, gratuito e indefinido a los que provienen de otras zonas de la ciudad o del exterior y, por otro, evitan que el residente se vea obligado a mover el coche cada día. La zona naranja implantada de forma experimental en un sector del Casco Histórico de Cádiz en 2012, por ser un híbrido poco ventajoso para ambos tipos de usuarios, no ha tenido la aceptación esperada.

Esta estrategia debe afectar también a los aparcamientos de rotación, transformando plazas de rotación en plazas para residentes. En este sentido, solo hay que seguir las directrices establecidas en el PGOU, que propone la conversión a residentes del 70-80% de las plazas del aparcamiento de Canalejas, el 70-80% de las plazas del de Campo del Sur, el 40-60% de San Antonio, el 70% de Santa Bárbara, el 80% del previsto en La Caleta… Y porcentajes similares en Extramuros.

Todas esas acciones deben ir acompañadas de un cambio en nuestra manera de entender la movilidad y el papel del automóvil en nuestra sociedad. Al menos, deberíamos empezar a pensar que, al igual que antes de comprar una lavadora prevemos dónde la vamos a poner y no la dejamos en las zonas comunes de nuestro edificio, antes de comprar un vehículo deberíamos tener previsto dónde lo vamos a aparcar y no pretender que el espacio público sea su depósito permanente. Solo con eso habremos avanzado mucho.