¿Ustedes saben qué es lo que hace distinto al Carnaval de nuestra tierra? Que ninguno es igual. Cada año es distinto al anterior. Cambia desde que llega el mes de octubre y afinan las guitarras, las gargantas, las plumas y las cajas. El aire es distinto en los locales de ensayos, también lo es la ilusión de la gente, el miedo, los nervios y las ganas de quienes escriben y cantan. Ningún Carnaval es igual. Se lo digo yo. Sin embargo, todos tienen algo en común: La expresión popular. La voz de un pueblo. El inconformismo, el desenfado y la ironía.
Ya sea sobre las tablas del teatro o en una esquina de la calle. Ya sea entre cuatro amigos o sobre una batea. Ya sea de forma milimétricamente preparado o absolutamente improvisado. Ya sea… Porque el Carnaval sólo es lo que él quiere que sea. Y precisamente eso, lo convierte en único y diferente.
Así, la crítica y el arte, o la crítica con arte, anuncian la llegada de febrero, que se asoma a la puerta y entra sin avisar. Y nuestra primera lengua, el flamenco, da paso a la segunda: la copla de Carnaval. Para que la gente diga lo que nadie se atreve a pronunciar. Y entonces Cádiz queda más definida, se encuentra a sí misma. Se encuentra porque son los gaditanos y gaditanas, sus vecinos y vecinas quienes escriben la historia de la ciudad. La historia más irreverente.
El carnicero, el dependiente, la profesora o la vendedora agitan las conciencias, sacan punta a lo cotidiano. Arrancan el aplauso, la lágrima o la carcajada.
Hasta que finalmente sólo queda el recuerdo. Un recuerdo que no se borra, que pincha y muerde la memoria. Más aún este año. Porque nunca olvidaremos ni a Manolo ni a Juan Carlos. Ni a sus coplas que ya son parte de la historia. De la nuestra. De la más irreverente. De la que construye una ciudad y su gente.