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Me acuerdo mucho de mi amigo Luis Ripoll estos días. No ya porque sea, que lo es, un ser humano excelente, sino porque me viene continuamente a la cabeza aquella bella reivindicación de los carnavales prohibidos que, junto con Paco Rosado y El Pellejo hicieron en 1993. La estampa de aquellos carnavaleros cantando sentados, con un deje de sencillez y de melancolía, ante las mesas de mármol de un bache, dada la prohibición de cantar en la calle, se me antoja muy similar a la situación que todos los miembros de las agrupaciones, sean de concurso o sean de calle, ante la que nos ha caído a todos encima.

La llevamos clara. No porque el bicho sea más difícil de matar que el conde Drácula, sino porque, si pudieran ponerle el bozal antes de febrero, el carnaval del 21 llegaría ya demasiado tarde. Todos sabemos o imaginamos lo que debe de ser la disciplina espartana de reunirse desde septiembre para ir afinando, componiendo, descartando un repertorio. Eso, que parece tan natural, no se improvisa.

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Imagen: pixel2013 en Pixabay

Sabemos ya que no habrá concurso (desterremos de una vez ese horrible acróstico, COAC, que suena a rana), ni tampoco calle. Cadi se va a quedar huérfana en febrero y, a remolque de la fiesta, el comercio se resentirá todavía más, porque el carnaval no es solo un modo de vida, es también, para muchísimos, un medio de vida.

Pero ni quienes hacen el carnaval ni quienes disfrutamos el carnaval nos resignamos, aunque todos sepamos que no nos queda otra. La principal característica de nuestra fiesta, y se demostró tanto en aquellas coplas cantadas en baches o en la elegancia con que, después, se burló a la censura, es el ingenio. Dos coloretes pintaos, una sábana, una manta, una corona rescatada de un roscón de reyes, el capote de cuando tu padre hizo la mili (y que mangó) o la bisutería de la abuela nos han servido siempre de careta. Nuestro carnaval es Plauto  y es Roma, es caricato y carpanta. No me fusile nadie si digo que nos hemos ido, desde hace unos treinta años para acá, demasiado por las ramas, dando mucha más importancia al atrezzo y la purpurina que a la letra cantada, la ironía  y la crítica.

Lo mismo nos viene bien este año en barbecho. La presión del concurso se aflojará, los autores tendrán tiempo de recargar pilas y renovar las ideas. Y, sí, nos quedaremos sin Falla y nos quedaremos sin calle. Pero vivimos en tiempos que no podríamos haber imaginado hace un cuarto de siglo, con pandemia de su puta madre o sin ella. 

Están las redes sociales. Está la radio. Está la tele. Son y deberían ser los nuevos baches de este momento. Y por ellos podríamos aprovechar este febrero baldío (¿me lee alguien de Onda Cádiz?) para crear un concurso de concursos, con antologías diarias dedicadas a autores concretos, incluso, si me apuran, con la elección (pero un hombre un voto, ¿eh?) el mejor tipo, el mejor cuplé, la mejor presentación, el mejor popurrí o el mejor pasodoble. Será por ideas.

Los nudillos sobre la mesa de mármol serán las webcams  y las teclas. Nadie duda que el carnaval sobrevivirá a la crisis médica. Quizá nos venga bien, ya digo, volver a lo básico, recordar las viejas coplas. Hay que volver al bache para superar este bache.

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No es por tirarme el folio, que uno escribe a ordenador desde que eran a pedales, pero todo lo que hoy estamos viviendo y sufriendo, todo todito todo, lo hemos vivido ya los aficionados a leer esas cositas raras que no convencen a mi amigo Fernando Santiago: la literatura fantástica o de anticipación, la ciencia ficción, la literatura prospectiva o como ustedes quieran llamarlo.

Hay libros que no solo hablan de nosotros, sino que nos advierten sobre nosotros. Y esto que estamos sufriendo y viviendo, todo todito todo, ya lo soñaron o fabularon o temieron hombres y mujeres hace la jartá de tiempo. Los aficionados a ese tipo de literatura, considerada subliteratura durante tanto tiempo (y lo que nos queda) ya lo hemos leído antes, y por eso esto nos suena a recordado. No es que seamos más listos que nadie (para eso tenemos a los cuñaos, que hoy viven su momento de gloria máxima), sino que no nos sorprende el vivir en carnes aquello contra lo que ya estábamos más o menos en sobre aviso.

Sí, ya, todo el mundo cita La peste de Camus, que siempre viste mucho ir de intelectual francés. Pero no es, ni de lejos, el único libro en la historia de los libros que ha tratado del tema. No olvidemos que a una epidemia se debe una de las obras cumbres de la literatura, la picaresca, la poesía y el fornicio: El Decamerón del amigo Juanito Boccaccio, ese que inventó las discotecas para la gauche divine catalana cuando todavía no se habían vuelto indepes.

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Fotografía: El Tercer Puente

Más cerquita en el tiempo, y todavía accesibles, hay dos libros que nos contaron todo esto, y que uno no sabe si aconsejar para ahora o para cuando acabe la situación, no vaya a ser que el personal se me deprima.

El primero lo escribió hace más de cuarenta años ese señor de mirada extraviada, armazón de loco, fustigador oficial del emperador Donald Trump y maestro del terror (porque se dedica al terror: también podría ser maestro de cualquier otro género, como viene demostrando en sus últimos libros). La novela en cuestión se llama en inglés THE STAND (El enfrentamiento), pero en español se publicó a finales de los años setenta con el título de LA DANZA DE LA MUERTE y, más tarde, se reeditó, sin los capítulos que fueron convenientemente eliminados por el editor americano original, como APOCALIPSIS.

¿Y de qué va la novela de tan diversos títulos, si puede saberse? Pues muy simple: una gripe llamada “El capitán Trotamundos” se carga a una enorme tajada de la humanidad. Sí, una gripe. Orquestada por el gobierno. E incontrolable una vez escapada. ¿Les suena? Pues lo mismo. Los primeros capítulos cuentan el avance imparable de este virus, mientras que el resto de la larguísima historia nos narra los esfuerzos de la humanidad por recomponerse. Naturalmente, siendo Stephen King, la humanidad se divide en dos grupos que se enfrentan (de ahí el título original), igualito que nosotros en las redes sociales. Unos se unen a una anciana negra, la Madre Abigail y otros a un diabólico individuo llamado El Hombre de Negro. El desfile de personajes es apabullante, porque acabamos conociéndolos a todos y apreciándolos a todos. Salvando los primeros capítulos demoledores, el resto es una lectura absorbente de casi mil páginas. Hubo una serie de televisión hace unas décadas y se estaba preparando otra, para la que Stephen King (que dice con la boca chica que el coronavirus no tiene na que ver con su libro), ha cambiado el final.

El otro libro lo escribió Connie Willis, una de las mentes más irónicas y perspicaces de la literatura contemporánea. Con su aspecto de ama de casa de las que hacen tarta de manzana que ponen en la ventana para que la robe el avispado de turno, Willis cuenta en una novela de viajes en el tiempo los terribles aspectos de la pandemia más terrible que dicen que hemos conocido, la peste negra. EL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL (en inglés Doomsday Book en referencia al censo que se realizó en Inglaterra en su momento) nos cuenta cómo, en el año 2054 la profesión de historiador va pareja a la exploración in situ de los lugares de estudio, ya que los historiadores son, desde Oxford, viajeros en el tiempo que actúan como testigos del pasado.

No, en teoría no pueden alterar la historia, que ya se están ustedes adelantando: las leyes del viaje en el tiempo protegen la línea temporal e impiden cualquier posible alteración.

Pero el viaje tiene sus riesgos: la “caída” no es siempre precisa, siempre hay una ventana de desviación en las coordenadas. Y eso es lo que le sucede a Kivrin, la joven historiadora, que viaja a la Inglaterra del siglo XIV pensando que lo hace antes de la aparición de la peste negra… y que de pronto descubre que los síntomas aparecen entre quienes conoce mucho antes de lo previsto. Si le sumamos que Kivrin no puede regresar por un oportuna avería del sistema y que, en el siglo veintiuno, una exploración arqueológica parece haber desenterrado el virus de la peste que empieza a actuar en el presente…

Lo dicho. Un libro absorbente (y mucho más deprimente que el de Stephen King, por cierto), que lo mismo no es la lectura más adecuada para evadirnos del momento de encierro.

No se preocupen, en cualquier caso: es lo bueno que tienen los libros. Siempre hay más.

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Si no es usted de Cadi nos verá, supongo, como parte del paisaje. Graciosos sin boina, pueblerinos sin cayado. Ji ji ja ja, qué soeces en las calles. Jo jo je je, vamos a mear aquí mismo que hay cola en los váteres portátiles. Si es usted de Cadiz, omevengayá, se sentirá revolucionario por dos horas (lo que pueda o no cantar sobre las tablas del Falla), poeta durante lo que se encarte, superfan antes de la llegada de los triunfitos triunfales desde el patio de butacas o el gallinero… esos que no suelen dejar escuchar con sus gritos machacantes y que, me imagino, pondrán más que nerviosos a los chavales (y las chavalas, puertas abiertas de una vez, ome) que esperan su silencio para cantar sus coplas.

Hemos convertido el carnaval, entre todos y sin que a lo peor no sea culpa de nadie, en el Boletín Oficial del Cantón Andaluz Independiente. O sea, allá donde se plantean reivindicaciones, aspiraciones, justificaciones, demandas, y señalamientos con el dedo y la garganta (ah, esos golpes de pecho)…. Y que entran por un oído y salen por otro. Justo como el BOE. O el BOJA.

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Ilustración: Rocío Atrio

Y como somos pan y somos circo nos liamos año tras año la manta a la cabeza. Qué nos gusta una polémica. Si el reglamento del COAC (Dios, destierren ya esa palabra, que suena peor que “mena”) fuera el del noble deporte del balompié (fúmbol, que le dicen) tendríamos VAR en años impares, nos andaríamos liando con las faus (que era como decíamos falta en mi barrio de niño) y rajaríamos de que tal o cual agrupación saca la segunda equipación en la calle, donde no luce la tramoya.

Ahora tenemos la tele sí, la nuestra o la vuestra. Que sí, que Enrique y Miriam lo hacen de categoría. Pero se les saca muy gordos porque emiten con calidad de imagen del pleistoceno. Y que a todos, dentro y fuera del teatro, nos carga la retransmisión del Canal Sioux, los cortes publicitarios, las explicaciones repetitivas tras treinta años de retransmisiones repetitivas, los políticos dándose lustre y dejándose ver el día de la final y solo ese día por el teatro… allá todos, los de detrás de las cámaras y los de delante. Vayan unos perjudicados por otros. El año que viene ya se reculará, o no, según salgan las cuentas.

Yo lo que quisiera es que por las teles se escuchara bien el sonido tan nítido que presta el aljibe al escenario. Y que los cámaras supieran dónde enfocar, que no se enteran o matan los chistes.

Otro día hablamos de twitter, wasap y el cuplé gaditano que se va perdiendo y es una pena.