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La marisma es la primera en anunciarlo. Se va llenando, cada vez antes, de cardenales. Va secando la tierra como seca la ropa tendía en las azoteas en una mañana de levante apretao. Los pájaros también barruntan las calores y huyen hasta de sus plumas en vuelo directo hacia sabe una donde buscando el termómetro perfecto que regule su tiempo (que cada vez es más complejo). El siguiente síntoma es: La llegada.

Pcr mediante (o eso es lo que nos cuentan) van llegando uno a uno, los peregrinos. El sol aún no calienta lo suficiente, la primavera todavía no está muerta pero ellos llegan con sus equipajes y sus gorros viseras de pacotilla. Los peregrinos piden y los nativos les damos hasta la última gota de sudor que tenemos, faltaría más.

La llegada
Ilustración Francisco Asencio

Por supuesto antes de La llegada se prepara el gran dispositivo: Limpieza generales en las casas de los barrios gentrificados, Ikea dando bandazos para descargar menaje a borbotones, lejía que no falte y la manita de pintura, nórdicos como banderas ondeando en los tendederos y las playas y las playas relucientes y esplendorosas. Las playas que parece que ponemos para ellos aunque estén aquí todo el tiempo, quietas, en el mismo sitio.

Las Kellys con su manojito de llave y su carro repleto de sábanas limpias recorren el casco antiguo con la prisa en los bolsillos para que no se pierda. Que no falte de na habiendo de to. Aparece por fin el señor que pasea las playas con la cerveza fresca y las patatas fritas, también activa la maquinaria el camaronero y así toda la ciudad se vuelca para ofrecer a los visitantes su cara más amable, su atardecer y su sangre brillante y cantarina. La ciudad que vive en la calle se enciende y despierta un poco de la pesadilla que se muerde la cola.

Erasmus despidiéndose riegan la Caleta con su alegría naranja y procuran el último bautizo de sal antes de volver. Se van como los pájaros, como la primavera, como los dolores, como el tiempo con el firme deseo de volver aquí. La mayoría de las veces se enamoran tanto de la ciudad que hasta la ciudad llora.

Cinco en punto de la tarde, a la fresquita. Algunas tardes de estos días calurosos y agobiantes de pre-verano vemos pasar jóvenes, niños, padres, abuelos, madres, abuelas, jovenas y niñas (la edad da lo mismo) engalanados y con el orgullo por corbata y chaqueta o trajes de galas asfixiándose por las calles de la ciudad, caminito de algún centro educativo. Las tardes de orlas y graduaciones interminables (las criaturas deberían cotizar por graduación) es otro de los indicadores que nos señalan la llegada.

Y entonces cuando menos te lo esperas llega, esplendoroso y risueño con su cara redonda y su gorra verde agua. Transparente y con los brazos abiertos: El verano y sus mares de gracia.

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Los amores sucios (Aguilar,2021)
Juan José Téllez Rubio
ISBN-9788403522275

Sobre los amores sucios y el tiempo
«Los amores sucios» Juan José Téllez

Un catálogo de luces a veces, otras un catálogo de sombras. Un remanso de emociones recién nacidas comulgando con el filo del cuchillo o los mares de gracia habitando el corazón de la herida. En el amor, cada paso que damos nos conduce a un territorio que creíamos haber conquistado en ese, su tiempo de conquista, pero que en muchas ocasiones pensamos que lo hemos olvidado cuando continuamos con el latido propio del camino. Pero no siempre es así. Podríamos decir que casi nunca es así. El amor siempre deja un poso.

Los amores sucios es un canto al tiempo del amor. Cada poema, un espejo donde reconocemos los pecios de la vida que permanecen en la carne, en la memoria, en las tripas de sus dueños, de quien se asome al poema adecuado según el tiempo de amor que viva en ese preciso instante. Un canto de amor al amor, dignificando sus misterios y sus milagros, sus verdades y sus engaños, sus glorias y sus penas.

Para escribir el amor con todas sus complejidades es necesario entender que igual que es cambiante el amor, es cambiante la complejidad de cada amor. Y también aceptar la huella que el propio amor nos deja y que nuestra piel acoge como la hazaña maravillosa de lo que fuimos justo en el momento del acto de amar. El poeta dice en el poema titulado “Bajamar”:

Aletean los cuervos sobre los corazones.
No somos los de antes ni fuimos los de ahora.

No somos nunca los mismos que fuimos ayer, ni hace un minuto, pero nos queda la memoria del miedo, del dolor, del desengaño, del amor, del deseo, del milagro y aquí Téllez hace un recorrido por cada una de esas sensaciones que todos conocemos colocándolas a cada una en su lugar de nacimiento. Cada emoción está atravesada por el puñal del tiempo que le corresponde.

Es por eso que este libro entero me parece una colección de emociones que giran en torno al tiempo en el que somos y a la emoción que sentimos en ese momento. Palabras como nunca y siempre marcan las agujas de un reloj invisible que van marcando la hora a medida que avanzamos por cada poema. En el poema titulado “Consagración de la ausencia” se lee:

Yo besaba sus dulces brazos, etcétera,
Pero siempre supe que no sería siempre.

Juan José Téllez se desnuda y nos desnuda con una poética deslumbrante que nos lleva al asombro con el compás y el ritmo oportuno y preciso en cada palabra elegida y que hace que el poemario sea de una subyugadora oralidad fluida, fresca y cantarina.

Cuando un poeta escribe desde las tripas, crecen amapolas.

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Caer al vacío no supone tocar el fondo. Es mucho peor. 

“Tengo las manos preñadas de rutas, de signos, de miseria y de ramitas de árboles secas. El musgo no cuaja en mi sangre apócrifa. Naturalmente, no le doy cobijo suficiente para que ramifique su carne verde de marisma. Ya ni siquiera veo pájaros, se me están yendo de poco a poco a otras lenguas, ahora solo un lucio seco es lo que queda de mí. Un trozo de tierra agrietada de la que solo se podrían servir las pezuñas incansables de los jabalíes para escarbar. De mi reina solo queda un esqueleto de suspiros. Es difícil mantenerse en pie con este ecosistema enfermo que me sostiene. Todavía procuro parecer el parque natural protegido que un día proclamé, pero no sé cuánto tiempo durará esta mentira de terrón de tierra que soy ahora. Mis acuíferos no responden y casi ya no tengo sangre. Respiro a duras penas con mis pulmoncitos de hojalata. Cada suspiro es un camino oxidado que me empuja al centro del corazón de la piedra. Corazón frío y lapidario que permanecerá para siempre guardando todo lo que yo ya no soy.” 

La tierra predica las catástrofes, pero no siempre sabemos escucharla. 

Hace un año cuando nuestros cuerpos no eran carne de cañón, y pensábamos que respirábamos con la alegría naranja y los pulmones henchidos de aire recién nacido, y celebrábamos la blanca navidad como si fuésemos los dueños del tiempo, y comprábamos regalos más allá de las seis de la tarde, que es una hora mu flamenca para comprarse un pionono con las patas verdes, que decía mi santa madre. 

Bea aragon post
Fotografía: Bea Aragón

Hace justo un año, cuando creíamos que la vida era solo la palabra vida y no tiempo, ni espacio, ni mucho menos muerte, estaba servidora con las manos temblorosas y preñadas de alegría y de pájaros y de Doñana entera. Así que dispusimos las maletas y, carretera y manta, calentamos motores y pusimos la brújula hacia la tierra prometida. Volví allí. 

Volví para reconocerla, volví para reconocerme.

Invierno de nuevo pero ni ella era ella ni yo era yo, y parecía que el invierno tampoco era. El lucio que me enseñó el idioma de los pájaros no era el lucio, solo era su futuro. Me recuerdo de rodillas en medio de lo que era agua con mis manos frías de espanto presionando su carne moribunda como queriéndola salvar, como queriéndola a secas. Con el latido largo del engaño yo le decía para mis adentros: “Tranquila, todo saldrá bien”. Y me fui de allí seca igual que la dejé, y su discurso de entonces no es tan diferente a mi discurso de ahora: “Todo saldrá bien”, me digo con el latido largo del engaño.

 Salí corriendo de ella como un conejillo miserable buscando el calor del escondrijo con la culpa entre los dientes. Ahora entiendo el grito de la tierra. Escucho cada una de sus palabras y su respiración oxidada. La tierra que nos da de beber es un cadáver, los pájaros tienen frío, mis plumas se mueren de muerte. Ahora solo somos la palabra vida pero no la vida. Ahora las dos llevamos mascarilla.  

Larga vida a la reina. 

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Todos somos cuevas. Vivimos dentro de una guarida de carne asustada
en la que pocas veces sobra espacio para alguien más y menos mar, cada pared con su calicha. Nuestro refugio es imperfecto pero tenemos un mecanismo espléndidamente engrasado para cubrirnos las vergüenzas. El botón rojo que pulsamos justo en el instante preciso en el que sentimos peligro (la luz de la mesita de noche que se queda encendida y nos guarda las pesadillas, la copla que espanta los males, el placebo que nos mantiene en pie cada mañana en estos tiempos de incertidumbre, el cigarro que te calma los nervios o la serie de televisión que pones de fondo para que te arrulle y no te permita pensar, la mascarilla de cada día y los calambres de cada noche…). Costumbres.

Bea 1
Fotografía: Jesús Machuca

Somos cáscaras. Caparazones de corazones enfermos y herrumbrosos. Con suerte vamos a trabajar cabizbajos pisando los adoquines cotidianos y siempre por la misma vereda. La alegría ahora es un tumor que tenemos que extirpar. No tenemos derecho a la sonrisa, no tenemos derecho a la caricia, no tenemos derecho al encuentro. Nos acostumbramos demasiado pronto a la catástrofe y parece que eso nos gusta. Somos cáscaras recién nacidas de lo oscuro. Nos conformábamos con pan y circo y eso nos parecía triste. Ahora ya solo nos quedan las migas del pan, si acaso, y lo hemos asumido sin ningún pudor. Ya nada nos conmueve. Ya nada nos merece. Ya nada merecemos. Costumbres.

La costumbre es nuestra mejor arma, nuestro mejor escudo. Nos permite señalar y disparar a quien no comparte nuestra misma costumbre y a la par protegernos de ella. Una navaja de doble filo. La costumbre es nuestro perímetro, nuestra frontera, nuestra trinchera y nuestro ataque.

La costumbre es una trampa. Un cepo brillante en el que nos podemos esconder plácidamente de nosotros mismos. La costumbre nos cuaja los miedos hasta que se duermen y no se notan, aunque sean de piedra, que ya lo dijo la copla. Pero los miedos están ahí, esperando con su puñal transparente y fiero. Es verdad que muchas veces nos acostumbramos a tener miedo (la pescadilla se muere en la cola) y ahora nos está pasando a todos. Nos estamos acostumbrando al miedo. Nos estamos amurallando con el miedo dentro. Y así nos va, claro. La costumbre nos mantiene vivos. Estamos sobreviviendo. Nos estamos acostumbrando a vivir. Nos estamos acostumbrando a no vivir.

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“El problema ahora
es que la jaula está
en el interior del pájaro.”

David Eloy Rodríguez

A fin de cuentas en la jaula no se estaba tan mal o eso parece.

El silencio arrastrándose por las cornisas de las fachadas casposas y cansadas de soportarnos era reconfortante. Lo de congelar el tiempo como si fuera una pechuga de pollo fileteada nos ha cogido el gusto. Aquello de estar obedeciendo (Netflix de por medio) era comodísimo para aliviar nuestras carreras antiguas de la vida antes de la pandemia (de síndrome de la cabaña tiene tú to la cara).

Pero claro nuestro suelo se desquebraja con las distancias. No contábamos con eso y más que el tiempo podríamos decir que son los espacios quienes nos salvan o nos curan, pero nosotros ponemos cada vez más y más distancias de seguridad con la herida y ahí, casi siempre, está el conflicto.

La pandemia se lleva por dentro
Fotografía: Fran Delgado

Me explico; hay demasiada pandemia suelta pero nos resulta menos complicado no mirarlas de cerca, poner distancias, dejar que el tiempo nos cure, el tiempo lo cura todo, eso nos dijeron desde siempre, pero el tiempo solo pasa, lento y despacioso, arrastrándose por los adoquines y por las plazas como una masa pegajosa que nos contagia con las agujas propias de cada reloj de pared de los salones principales.

Es por eso que ahora que estamos un poco más muertos es cuando escucho hablar al poeta de mi mesilla de noche. Habla a la par que sangra por la herida y yo lo escucho en silencio y en su herida veo la mía y con el dedo índice la busco para reconocerla de nuevo. Cuestión de distancias o cosas de poetas, llámenlo como quieran, pero sirve, sirve acariciar la herida para saber que está ahí contigo y que por mucho que pase el tiempo y por mucho que no la mires y por más que corras de ella, continua debajo de tu carne esperando a sangrar en cualquier instante.

Nos han engañado. Ni el pecado ni el pan nace con nosotros. Es la herida que sobrevive a quien nos trae. La herida de quien huye. Mi herida original es heredada como la de casi todos. Negocio con ella como negocio con el casero, como negocio con el wc que limpio a la par que pienso en cómo escribir este texto.

No es tarea fácil, claro pero nadie dijo que la vida sería vivir en una jaula cómodamente viendo Netflix y obedeciendo eternamente. Vivir es nacer un día tras otro y eso es muy trabajoso.

La pandemia es una anécdota en nuestras vidas, cuando llegó ya estábamos todos contagiados de nuestras propias miserias. La herida nos sobrevive demasiadas veces y de esa pandemia no podremos huir.

No hay fugas suficientes para tantas heridas ni vacunas para tanto miedo. Pero el poeta de mi mesilla habla cada noche por su herida y yo me acaricio la mía hasta que se duerme el miedo y consigo salir de la jaula.

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“Tengo frío en la mañana

(debe de ser cosas de las alas).”

Pedro del pozo

El idioma de los pájaros se ha convertido en la banda sonora de lo cotidiano. De repente parece que nosotros somos la especie protegida. Nos guarecemos de la extinción y del miedo (más de lo segundo) en nuestros nidos-hogares que creemos, casi siempre, escudos insuficientes (quizás porque lo son). Nuestro particular parque natural, naturalmente, se nos queda corto. 

Aparecen entonces las malas hierbas y la carne jugosa de nuestro limo se llena de cardenales dolorosos por la falta de la circulación de la caricia. Por la falta a secas. 

Aquí ya no se puede respirar. La tos antigua de los muros de carga se despierta furiosa cada mañana y amenaza con sus pitidos asmáticos en llamas. El crujir de tuberías primigenias es insoportable. Aquí ya nadie canta, solo los pájaros ahí afuera, aquí adentro: muerte. 

El techo-cielo se nos caerá encima un día de estos y la verdad es que ya las paredes se nos han quedado pequeñas, el agua caliente de la ducha es cada vez menos clarificadora, las recetas de cocina no son suficientes para matar el hambre (este hambre nunca muere), pasa lo mismo con los discos, con las series, con los libros, con el yoga, con la voz temblorosa de las videollamadas, con la luz tenue de la mesita de noche, con nuestra propia piel cada vez más escamosa y ronca. Tenemos la epidermis estropeada y por eso nos aprieta hasta la asfixia en el corazón de la soledad más profunda. Pero los pájaros cantan. Cantan primavera desmesuradamente y desde siempre. Y entonces pensamos que si los escuchamos ahora su canto es para nosotros, solo que ahora nosotros somos los de la jaula (siempre hay una jaula de por medio). Aquí cada uno escucha cuando quiere. Aquí cada uno escucha lo que quiere. Pero los pájaros cantan primavera desde siempre. 

Bea post
Imagen de Dennis Larsen en Pixabay

El ser humano tiene vocación de círculo, por algún motivo piensa que todo acaba y termina en él mismo. El ser humano se creyó su propia patraña y desde entonces así nos va. No somos capaces de salir de nosotros mismos ni un minuto, ni siquiera ahora que estamos encerrados miserablemente en nosotros mismos. 

Y los pájaros desesperadamente siguen gritando en su idioma. 

Con esto y con todo seguimos pensando que somos el centro: todo el mundo sabe que si nosotros no le echamos de comer pan a los pájaros desde nuestro balcón de pacotilla, los pobres no tendrán que comer y morirán y entonces ¿quién va a cantar por las mañanas mientras morimos un poco más? El pan no es bueno para los pájaros pero da igual cuántas veces nos lo digan. Nosotros les damos de comer porque somos los imprescindibles del planeta. De imprescindibles está el cementerio lleno, que diría Napoleón. De imprescindibles tiene tú to la cara, que dice servidora. 

Los pajaritos mientras tanto cantan, como siempre cantaron. Su canto primavera nos demuestra que estamos vivos y muertos a la par, como si fuéramos una mutación barata e imperfecta del gato de Schrödinger. 

Su canto primavera nos demuestra que la vida se celebra muy afuera de nosotros.