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Algo que, desgraciadamente, la pandemia está dejando claro es la importancia del Carnaval para esta ciudad. Es notoria y general la nostalgia que se siente por la fiesta, desde el aficionado más voraz consumiendo coplas al hostelero más alejado de las coplas y los botellones pero que este año va a echar en falta el ingreso extra y gratis que se inventaban las agrupaciones todos los años.

El destrozo es general. El aficionado se conforma con lo que le echen en forma de concursos, programas o gazpachos de youtubers. Algo es algo. Pero el resto… nada. Los artesanos no trabajan en ningún forillo que estrenar. El de los click no tiene ninguna comparsa de la que hacer el muñeco. Ni el de las camisetas y calcetines. Ni el escritor, materia para su novela ambientada en el año de Araka la Kana, ni siquiera el manager que apuesta todos los años por el mismo espectáculo seguro. No hay tipos, ni sastres, ni peluquería ni maquillajes. No hay nada.

Los perdedores
Fotografía: Fran Asencio

Ni siquiera hay dinero para los copleros. Ni para los autores. Ni siquiera para esa minoría que puede hacer de su trabajo en la fiesta algo medianamente rentable algunos años. No hay nada para nadie. Todos pierden. Se cuantifica, se recuerda y se añora.

Pero nadie habla de una de las razones básicas que mantienen viva la fiesta y que la perdemos todos los copleros. Es la razón por la que se unen los grupos para ensayar casi sin saberlo. Es el motivo por el que lleva a cabo la ejecución del repertorio más malo del mundo. Es la comunión de la gente cantando. Y no es cuantificable materialmente. Es la catarsis del cante.

Porque principalmente, el carnavalero, encuentra cuando se pone delante de un público a desarrollar su repertorio, una purificación. Unos desgarran la copla apretando los dientes mientras otros buscan el pellizco de la victoria en el combate de la risa con el público. Y mientras lo hacen canalizan multitud de sensaciones, emociones, recuerdos, vivencias, trabajo, ensayos, dolores, penas y alegrías. Y todas ellas van encontrando acomodo para salir. Para ordenarse. Para quemarse. Para purificarse. Es un ejercicio espiritual desarrollado desde la propia acción del cante. El orgasmo colectivo del trabajo en grupo bien hecho. La insuperable y veloz transmisión de la energía y el pensamiento a la velocidad del cuplé.

Cuando se canta un repertorio se emplea la energía para poder empatizar con las diferentes situaciones problemáticas que nuestra sociedad desarrolla, y es ese empeño por comprenderlas, criticarlas y denunciarlas las que hacen que mientras cantas, uno quede menos atomizado y más unido a la red general de fracasos y pasiones de tus congéneres. Y si además, te pasa, ni te cuento.

Y es por eso, por ese ejercicio de limpieza del alma por el que nos levantamos y reímos más que el resto con menos motivos. Porque vamos más ligeros de equipaje. Porque hicimos las paces con el mundo.

Es por ello que esa nostalgia es insana. Y por ello es que quien pierde lo que tenía regalado, lo que deja es de ganar. Pero el coplero lo que pierde es su natural disposición a ser feliz siguiendo la exacta tabla del calendario. Que nadie lo olvide, aquí quien más pierde es el coplero.

Sí. Nos han quitado nuestra vacuna. Y esta ya estaba inventada.

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La energía ni se crea ni se destruye. Se transforma. Y se desplaza. Y como tal energía, la música. Digo esto porque no hay avance sin mestizaje, no hay evolución sin confluencia. Lo puro, lo añejo son atajos para la ignorancia, obstáculos ya superados de un pasado glorioso, pero pasado.

Como todo viaje iniciático y mistérico, el Carnaval de Cádiz tuvo su aquel en los barcos llenos de negros que los esclavistas apresaban en las costas de África para arrojarlos a los campos de algodón o tabaco del Caribe americano. Desnudos y apresados solo llevaban en su alma compases y percusión de un tango que en las tardes del día de reyes, cuando celebraban el carnaval, el único día que les era permitido divertirse, en algún momento a mediados del siglo XIX, en algún barracón del arrabal a las afueras de la habana… estos golpes rítmicos se convirtieron en notas musicales, que llegaron a España y originaron el tango, pieza musical “pop” y universal que dominó la escena del teatro en último tercio del siglo xix y al que debería rendirle pleitesía hasta la última chirigota callejera del Carnaval de Cádiz.    

Bosco post
Imagen de Bosco Fernández

Pero a su vez, como si de un juego de espejos se tratara, esos mismos barcos se desviaban para el rio de la plata. Mientras los europeos desembarcaban ufanos y altivos en la costa sur de Buenos Aires, los negros bajaban en la norte de Montevideo trayendo consigo el candombe que junto a la milonga autóctona y el grito del pueblo construyeron el Carnaval de Montevideo. Un carnaval que cierra su círculo cuando, cual puchero que necesita su toque ultimo de sal, recibe en 1908 a un grupo de gaditanos llamados “Los Piripitipi” que la mitología y el sueño han confundido con los fundadores de algo que tiene muchos padres. Estos Piripitipi  (como bien narra Milita Alfaro en su artículo “La quimera del origen” en la revista Proscenio) eran reconocidos como “extraordinarios” tras una larga gira por Europa y América y cual “cristalitos” de principios del siglo XX, “buscaban la vía” con su antología carnavalesca, al modo del pelotazo de la “Murga del siglo XX “gaditana. Se vestían de músicos con un director al frente. Clarinete, saxofón, bajo y bombista y una interpretación ajustada al instrumento que tocaba cada uno, más un repertorio graciosísimo – según la prensa del momento- hicieron que Antonio Garín, el mítico director murguero  resolviera ante el espectáculo que dieron estos gaditanos salir al siguiente año de 1909 imitándolos a ellos con el nombre de “La gaditana que se va”. Tal fue el éxito que tuvo que repetirlo en 1910, al crearse la primera edición del concurso de murgas en Montevideo. Murgas que ya existían desde mucho antes, pero que –digámoslo así- esperaban en su hervor frenético ese puñaito de sal que las conformó como tales. 

Se cierra el círculo. Nada es de nadie, todo es de todos. Todo es lo mismo, nada es igual. Como decía el Gómez: El carnaval es lo que tú quieres que sea. Nada es más simple. No hay otra norma. Nada se pierde. Todo se transforma.

A partir de ahí, dos mundos paralelos. Dos ciudades cantándole a lo mismo. A la luna y al barrio, al colorete y a la cara pintada, al opresor y al oprimido, al poder establecido a quien nadie se atreve a cantar. Dos ciudades que cantan mirando al mar esperando la respuesta por si hubiera vida en otros mundos. Y solo nos separa el vacío y un inmenso océano lleno de nada. 

Fíjate si es juego de espejos, que si la llamas por su nombre “Tacita”, responderán las dos al mismo tiempo.

MANUEL SÁNCHEZ
Componente de la chirigota del Selu
Productor y guionista en onda Cádiz