Me pregunto cuándo va a ser la educación una cuestión prioritaria para los políticos de este país. En medio de un horizonte cubierto de paro, corrupción y esclavitud, desde hace un tiempo, la situación en las aulas deja mucho que desear.
Cada vez son más los alumnos adictos a las pantallas de sus dispositivos. A su vez, la ratio sigue aumentando y los docentes no solo están envueltos en el desgaste provocado por la excesiva burocracia, sino que, además, su figura cada vez está más desprestigiada en la actualidad. A eso se suman los tópicos rancios generalizados por la sociedad —desde afirmaciones como «Los profesores viven muy bien», «Los profesores trabajan poco» hasta «Los profesores tienen muchas vacaciones»—, pero lo más decepcionante no es eso, sino la realidad que se esconde tras estas sentencias. Aún hay muchos que confunden las horas lectivas con las horas de trabajo. El profesor enseña durante su jornada laboral, por supuesto. Aunque enseñar no solo se basa en impartir una determinada materia y en transmitir una serie de contenidos curriculares, requiere también conectar con los alumnos, invitarlos a pensar, a despertar su espíritu crítico e inculcarles valores, de los que, a día de hoy, carece la sociedad. Sin embargo, la labor del profesor no queda ahí. También prepara materiales, también corrige, también responde correos electrónicos, también asiste a reuniones en el centro y también hace de psicólogo con adolescentes anárquicos.
Y, como colofón a este panorama, llega la crisis provocada por el COVID-19: profesores que pasan seis horas en aulas minúsculas con treinta alumnos, sin distancia de seguridad y, en definitiva, sin medidas adecuadas. Pero, ¿qué está pasando? ¿Por qué no se destinan recursos económicos? ¿Cómo se pretende entonces convencer a los padres de que sus hijos están en un entorno seguro? ¿Cómo se va a sobrellevar un curso entero así?
¿Nadie es capaz de hacer un programa básico para favorecer tanto a profesores como a alumnos? No digo que el problema no sea colosal, quizá se trata de una de las más grandes dificultades que afronta la comunidad educativa, pero, a veces, me da la sensación de que ni si quiera buscamos una salida. No nos molestamos en proponer soluciones, en preocuparnos de verdad por una cuestión tan elemental.
La magnitud del problema parece que nos paraliza y la sociedad no se termina de concienciar sobre el asunto. A ver cuándo llega el momento en que nos indignamos por lo realmente importante. Necesitamos que haya justicia social, necesitamos ahora más que nunca luchar por las insufribles desigualdades sociales. No seamos más cómplices de la situación con nuestro silencio. Al menos, que todavía nos quede algo de dignidad y amor propio.