Como cuentan algunos escritores en sus memorias, o en conversaciones recogidas al final de su vida, el que suscribe también se encontró en esas extrañas situaciones en las que uno se topa con alguien que admira por su trabajo, por su escritura. Parece que se solapan los unos con los otros. García Márquez contó que se encontró a Hemingway por París. Pero no quiso acercarse por aquello de no molestar, de no parecer un baboso snob que administraba mal su lista de adjetivos sobre la obra del escritor estadounidense. Lo llamó desde lejos y el otro le respondió: “Adiós, amigo”. Lo mismo le pasó a Fernando Quiñones con Papá Hem en Madrid. Lo vio cerca de su mesa en un restaurante. Y también decidió dejar la ocasión de charlar un rato por mor de que el barbudo no lo confundiera con un devoto que adula gratuitamente en las tres frases que va a compartir con el genio. Y se quedó sentado.
El azar te trae un día a Rancapino para que le eches el cable con el móvil y le guardes un número de teléfono después de estar rondándolo durante varias semanas: Rancapino se baja de un taxi frente a ti, te lo cruzas de camino a quién sabe donde, mientras tú piensas que estaría bien hablar con él, pararte un rato, preguntarle por cómo le van las cosas y saber que lo haces con un mito del flamenco (al que tienes que invitar sí o sí). Contarle los encuentros a mi colega Daddy C y decirle que es como ver a Ronnie Wood andando por la calle Solano. También te regala, tras días nefastos, conversaciones con Mad Professor o Jorge Drexler, como si los conocieras de toda la vida.
A mí me pasó con Fernando. 1998. Regresaba de la facultad en el Comes. Eran las tres y media de la tarde. Otoño. Iba imbuido en un runrún sobre la ciudad en la que vivía, aquella Ciudad con mayúsculas de su cuento “El Arquitecto” recogido en “El viejo País”. En el cuento, el arquitecto soñaba con una escena de su infancia y se despertaba. En la vigilia calurosa de Mordor, Mandril para algunos (Madrid para el resto), el arquitecto reflexionaba sobre el amor y el odio hacia La ciudad, sobre su atracción ingestionable para el del exilio interior y el del exilio exterior. Con mucha menos precisión poética y razones para remedar las imágenes y reflexiones como las del cuento, me bajé del Comes que me traía del Campus de Puerto Real. Venía pensando en que viví y crecí en una azotea rodeado de otras azoteas blancas, comidas por los hongos y la humedad; criarse mirando la copa de la araucaria de la Alameda, el trasunto de azoteas y torres, la ropa tendida como farolillos de una fiesta del viento, los patinillos, las paredes desconchadas, aquella llave de hierro, grande como de puerta muy antigua, que se enterraba en una maceta para subir a la azotea, el traqueteo de la llave en la cerradura ya holgada de siglos de uso, la puerta hinchada y vieja bajo una capa de pintura marrón que no tapaba las heridas del tiempo, los petriles, el bosque de madera podrida de los palos de los tendederos, el descubrimiento del mar como un acontecimiento que forma parte de la infancia y crea su propio mito y melancolía, la playa vacía en invierno y los paseos sin pensar, solo, colmado por esa cosa que puede ser la Historia o el silencio frente a las olas de un temporal que se avecina, aprender a caminar por la laja tapizada de verdín, sortear las pozas con aquella agua estancada por la marea donde coger camarones y quisquillas y poner en funcionamiento el arpón hecho con alfileres de la ropa y una aguja para dispararle a los sapitos, el cubo lleno de lapas y algún cangrejo zapatero, sólo para enseñarlo cuando llegáramos a la playa, el baño entre las piedras con más nombre que las calles, ese camino de vida que es la murallita, el puentehierro, el caná, la leyenda de las morenas escondidas en la poza más profunda donde había agua tapá, la piedra del diablo, el aculaero, la piedra sofá, el horizonte largo, inconmensurable, la tarde cayendo y la marea que sube y hay que volver. Los jardines, subirse a los árboles grandes, el árbol gordo de la Alameda, a aquellas ramas como brazo de Hércules, las guerrilla de pelotes, partidazo en la segunda plazoleta. Entrar en un patio tras golpear una vez aquella mano gastada del portón. Escuchar cómo la cadena oxidada se tensaba y abría el pestillo. Luego hablar mirando para arriba, las preguntas de niños. O entrar en un patio y gritar el nombre de tu amigo, llamarlo para que bajara. Hacer los aparejos para ir a pescar a la Punta, preparar el queso, la masa, el anguao, los avíos, pasar la mañana del sábado pescando, coger una mojarrita, un sapo.
A modo de psicogeógrafo aficionado y cutrón, cambié mi ruta habitual. En vez de subir por Beato Diego lo hice por Rafael de La Viesca. Seguía con aquel runrún mientras alzaba la vista a los cierros y a las fachadas. Giraba la cabeza para contemplar un instante la oscuridad de las casapuertas. Aquel fondo de escalera con columna blanca y arco. A la podredumbre que cubría aquellas casonas, la mayoría vacías, que son el legado del genocidio y la acumulación originaria. El Hola arquitectónico de la primera burguesía mercantil de la Modernidad, esa que nació al mismo tiempo que el colonialismo y la esclavitud y se gastaba una pasta en contratar a Goya y a Haydn. Esa que tiene su repetición en farsa en la casta repeinada y carca que personaliza la decadencia milenaria de la ciudad en el alcalde y sus concejales.
Desemboqué en la plaza de San Francisco y pensé en Fernando. No fue casualidad ya que llevaba varios días rondándole. Como a Rancapino. Siempre lo recuerdo cuando visitó a mi instituto, uno que empezó siendo el Nº 4 y acabó siendo «El Caleta», en la que leyó un cuento sobre el río grande que aún mantengo en la memoria. La forma de hablar, de mover las manos. Y aquella vez en el Club Caleta. Amaba aquella playa en la que me crié, el club, la explanada de las mezquitas de los socios, su paisanaje del que formé parte muy desapercibidamente. Lo recuerdo entrando en las taquillas de la sección de pesca después de un bañito, con aquel cuerpo mal hecho, con su cordón de plata con los huesos de corvina engastados, aquel bañador naranja arrugado. Los pelánganos empapados en el caldo que era la mar aquella tarde, le circundaban la calva brillante. Aquella vez quise decirle que me proponía asumir toda aquella luz, aquella miseria y grandeza, aquel moscardoneo de la historia que nos rodeaba y escribirlo. Pero no le dije nada. No quise parecer un pesado, ni un tonto, ni nadie que pudiera parecer lo que no es.
Cuando llegué a la esquina del estanco de San Francisco y cruzaba frente a las mesas vacías de la sobremesa del Parisien, allí estaba Fernando. No fue una sorpresa, sino una especie de respuesta al runrún. Calado con una gorra de marinero. Sin pelo. Con mala cara. Enfermo. A punto de morirse. Sentado en un velador mirando hacia la puerta del Francia-París como si quisiera ver salir a Antonio el Chaqueta, pero quizá pensando en que le estaba llegando la hora. Había dos tazas en la mesa. Supuse que Nadia estaba dentro del bar. Aminoré el paso. Lo miré. El no me echó cuentas.
Me acerqué como el que tiene intención de entrar en el bar y tomarse un cafelito para seguir la tarde con ánimo. Cuando estaba a un metro de su mesa, le dije:
—Don Fernando, sé que quizá le molesto y quiera usted estar tranquilo con su café.
Don Fernando me miró esperando al propósito de aquella visita.
—Sólo era para darle las gracias por sus libros, por su forma de estar en el mundo, por ese Cádiz que usted y yo sabemos que no nos salvará de nada ni de nadie. Pero que es nuestro para nuestro amor y nuestra tierra. Muchas gracias.
Asintió y esbozó una sonrisa cansada.
—Gracias, hijo, a uno le gusta que le digan esas cosas.
Pero cuando llegué a la esquina del irlandés supe que no me había parado, ni había hablado con él. Quizá fuera porque no quise ser un pesado, ni un baboso, ni un admirador que le dorara la píldora. No me paré. Seguí. Y, ahora, tantos años después, no sé si lamentarme o no.
Fotografía José Montero