¡Apagad ya los móviles y disfrutad de la noche, coño! Eso decía el pasado sábado Adriá Salas, solista de La Pegatina, último grupo en actuar en el Nosinmúsica. Vale, no era un reproche sino una broma (sonaba una canción melódica, se apagaron las luces y el propio Salas había invitado al público a iluminar la noche con sus celulares), pero la socarronería te plantaba la semilla de la duda. Seguro que más de uno y más de dos nos preguntamos: ¿habré usado demasiado este cacharro?
Hace veinte o treinta años nos habríamos llevado las manos a la cabeza si nos dijeran que íbamos a llevar en el bolsillo un intrincado dispositivo de socialización y de creación de contenido público, un almacén de recuerdos portátil, una navaja suiza para defendernos por todos los medios posibles del aburrimiento y de la soledad. Habríamos pensado que era un aparato de Doraemon o un invento del Profesor Franz de Copenhague del TBO. Y si lo pensamos: eso es una gran maravilla. Es una maravilla que podamos contactar rápidamente con ese amigo que hemos visto de refilón pero que hemos perdido en la marabunta. Illo, espérame donde la señal de salida de emergencia a la izquierda del escenario, que voy p’allá. Es genial que tengamos créditos infinitos para invertir en el banco de la memoria y guardar instantáneas que a la vez podemos compartir con cualquier persona del mundo. Aquí estamos dándolo todo con la Mala Rodrigueeeee!!! Es fascinante que yo tomara en mi móvil unas notas que se transformarían en las palabras que aquí os hago llegar. Porque estamos menos solos con los móviles.
¿O no? Me ocurrió que mientras escuchaba a Bunbury recibí una llamada de alguien que, entre lágrimas, me confesó su total soledad e indefensión para afrontar sus problemas de trabajo y pareja. Sin embargo su personalidad y su comportamiento en redes sociales me hacían pensar en todo lo contrario. Paradójicamente, sin el móvil yo no hubiera podido ser de ayuda en aquel momento. ¿La tecnología trae nuevos tipos de soledades o remodela las de siempre?
Por otro lado en cualquier evento multitudinario, pese a los selfies junto a miles de personas y la atmósfera de comunión y buenrollismo, todos levantamos una muralla invisible. Un “campamento virtual” hecho a base de decoro social y miedo al otro, y apuntalado por nuestros smartphones, donde nos metemos con nuestra pareja o nuestro grupo de amigos. De vez en cuando salimos fuera y nos sumamos a un corro o una conga, pero siempre sin olvidar nuestro trozo de terreno. Mientras yo hacía fotos al público, me llamó la atención un chico que estaba totalmente solo pero que, lejos de esconderse o disimular con el móvil, no dejaba de saltar y bailar y se mezclaba en todos los grupos. Sin molestar a nadie pero disfrutando del baño de multitudes. Me pregunté si no tenía amigos ni pareja, si escapaba de algo (Nadie puede encontrarte cuando huyes de ti, cantaba Dorian el día antes). Tal vez no encontró en su lista de amigos de facebook nadie con quién ir, o puede que se dedique a ir de festival en festival (como “el hijo de Maricarmen” el último en salir de toas las raves, parafraseando a La Pegatina). Pero todo eso eran añadidos basados en mis propios prejuicios que no llevaban a ninguna parte. Porque aquel chaval estaba solo pero vivía el momento presente. Y aquello también me pareció maravilloso. Había elegido abrazar la soledad, olvidarse de los miedos (y de los móviles) y zambullirse en la catarsis colectiva. Era el chico de la multitud.
Poco antes, el genial Ty Taylor, líder de Vintage Trouble, nos había invitado a todas las personas del público a chocar nuestros cinco con los desconocidos de alrededor. Y cuando se dejó caer de espaldas desde el escenario, fueron esos mismos dedos los que le llevaron en volandas mientras seguía cantando zarandeado por aquella criatura de cientos de manos. El responsable de seguridad no daba crédito. La emoción que todos sentimos, el milagroso momento en que las murallas sociales se resquebrajaron, no podrían ser aprisionados en ninguna story de instagram.
Cuando el festival terminó vi como la multitud se fue desgranando poco a poco por las calles de Cádiz hasta que me quedé solo en la madrugada. Mirando el móvil.