Tiempo de lectura ⏰ 2 minutitos de ná

El primer golpe lo recibimos en la cara. Lo esperábamos, pero no tan violento. Nos ha arrancado dos dientes. El diente de la educación pública está ya en el suelo. Es cierto que no lo habíamos cuidado tanto como presumíamos de él, pero el golpe del 2 de diciembre lo ha terminado de sacar de su sitio. Van a concertar el Bachillerato, van a climatizar los centros privados cuando quedan muchos públicos que aún son hornos, y van a cerrar líneas en centros públicos señeros como Cortadura o Columela.

Después nos daremos cuenta de que el golpe también ha afectado a la sanidad pública, también depauperada en nuestra vida anterior, y a otros órganos vitales como la dependencia, la igualdad o el medio ambiente.

Aquel golpe nos permitió reaccionar y esquivar el siguiente, el que nos habría mandado a la lona. No salió tan bien como esperábamos, pero al menos evitamos el dolor de un nuevo palo que nos habría roto las piernas y nos habría condenado a permanecer postrados al pasado más recalcitrante por más años de los que nunca más nos mereceremos.

El combate no ha terminado
Ilustración: Pedripol

Pero no podemos caer en triunfalismos. Primero porque no nos hemos tentado aún la ropa después de aquel día y, realmente, no sabemos si recibimos algún rasguño o, ciertamente, hemos evitado cualquier daño. Pero, sobre todo, no podemos relajarnos porque están preparando el siguiente golpe y tenemos que evitarlo.

Quien crea que el 28 de abril se acabó el combate es que no sabe de qué va esto. El mazazo que podemos recibir el 26 de mayo nos debe hacer salir a la calle, ir a los colegios y poner todo nuestro esfuerzo en evitarlo.

Los Ayuntamientos son un terreno muy delicado. Son el motor esencial para acabar con la desigualdad, son los gestores de los servicios sociales, son los que más hacen por la integración de inmigrantes, son los que han construido los Servicios de Atención a la Mujer, son los que se hacen cargo de las personas sin hogar… Son, como dice el clásico, la Administración más cercana a la ciudadanía. Si la derecha tricefálica, la clásica azul, la moderna naranja y la reaccionaria verde se hace con el control en los Ayuntamientos el golpe nos afectará al corazón de la solidaridad, la dignidad y los Derechos Humanos.

Los años que vienen van a ser muy duros. Los discursos reaccionarios, los políticos demagógos y populistas, los partidos que quieren destrozar la convivencia, los eslóganes que quieren acabar con la igualdad van a proliferar. Tenemos que estar preparados para combatir con mensajes positivos, con ejemplos clarificadores frente a estos jinetes del apocalipsis. Pero además, tenemos que acudir en cada contienda electoral para evitar que nos roben un milímetro más de nuestra libertad.

Tiempo de lectura ⏰ 3 minutitos de ná

Diego
Imagen: Pedripol

Tengo que reconocer que mantengo una relación un poco tormentosa con la bandera rojigualda. Bueno, tal vez, mi relación tormentosa sea con la propia idea de España. Y no me siento orgulloso de ello. En realidad, no me siento orgulloso de ser español. Me parece un accidente en el camino, un hecho que me ha garantizado tener unos estándares mínimos mejores que los de otras personas que nacieron en otras zonas del planeta. Pero poco más.

En todo caso, soy español, sea lo que sea lo que eso represente, aunque me sienta tan lejano de un compatriota de Ponferrada o de Coslada como de un extranjero de Tánger o de Valparaíso. Y cuando me doy cuenta, detesto que algunos se hayan apropiado de la idea de España y de sus símbolos de tal forma que otros tantos hayamos acabado odiándolos. No diré como aquel que afirmaba que la bandera de España le sirve para distinguir a los gilipollas, pero casi.

Sinceramente, me da rabia. Les cuento una anécdota. Hace unos meses acudí a un tribunal internacional con un grupo de personas de distintos países. En el hall estaban todas las banderas de los Estados parte del Tribunal, los grupos de las distintas nacionalidades se fotografiaban delante de sus respectivas banderas. En un momento dado uno de los chavales que iba con nosotros nos pidió que nos hiciéramos una foto los españoles y la mayoría nos negamos. No nos sentíamos cómodos. Era la tercera vez que íbamos y nunca nos habíamos hecho esa foto con una bandera que, por otra parte, es la que representa al Estado cuyo pasaporte utilizamos para viajar.

La anécdota me hizo volver a reflexionar sobre las razones por las que no me siento -podría decir que muchos no nos sentimos- representados por esa bandera. No es que tenga un especial apego por la simbología, pero casi seguro que ante la bandera andaluza o, por supuesto, ante el pendón de Cádiz no habríamos tenido tanta desgana.

Ciertamente, hay un componente histórico en la relación de la rojigualda como símbolo de una sanguinaria dictadura. Pero yo que no conocí el franquismo y que lo máximo que recuerdo es tener que esperar a que izasen la bandera en mi colegio antes de entrar en clase no puedo llevar tan adentro esa animadversión.

Supongo que también influye que un sábado cualquiera una parte de la gaditanía más casposa salga a jurar civilmente una bandera como si se pudiera prometer fidelidad a tres colores en un trozo de tela. Son los mismos que a un actor que critica la situación en España le espetan a que se marche. Son los mismos que hacen volar una bandera en un dron en un mitin político. Son los mismos que descargan odio y bilis contra un cómico al que se le ocurre sonarse los mocos con un trapo de tres colores, como si eso fuera una afrenta insoslayable, como si su pulsera, su polito de Spagnolo o sus calcetines valieran más que la libertad de expresión, de mofa y de crítica. Son los del a por ellos a la Guardia Civil cuando iba a Catalunya. Son los que se han adueñado de una forma de ver España, la han fusionado a su bandera y la han hecho excluyente.

Lo siento, yo con ese grupo no voy a ningún sitio. Y si se han quedado con la bandera que debería representar a todos los españoles, yo me limpiaré los mocos con ella y seguiré sintiéndome un paria de banderas.

Tiempo de lectura ⏰ 2 minutitos de ná

Boza
Imagen: Pedripol

Aquí tiene mi euro, alcalde. Estoy seguro que 1.200 gaditanos estamos dispuestos a aportar cada uno de nosotros un euro, modo Lola flores, para pagarle a la Autoridad Portuaria de la Bahía de Cádiz su propuesta de sanción por utilizar sin autorización las instalaciones del Centro Náutico Elcano para acoger inmigrantes.

Con autorización se puede construir un gimnasio en terrenos portuarios, organizar macrobotellones disfrazados de Festivales de Música o conciertos que cuestan 100 euros la entrada. Con autorización (y dinero) la Autoridad Portuaria de la Bahía de Cádiz se baja los pantalones, perdón, cede las instalaciones.

Pero para acoger a los parias de la tierra, a esos que acaban de jugarse la vida, acaban de vivir una tragedia humana, cruzar el Estrecho en una barcaza de estabilidad mínima con el miedo de no saber nadar en los ojos, a quienes han visto morir a sus compañeros de viaje, para darles cobijo digno; para eso se requiere autorización o 1200 euros.

Aunque sea en el Centro Náutico Elcano, unas instalaciones deportivas vacías. O precisamente por eso. A quién se le ha ocurrido meter a negros en habitaciones con ducha, en camas con intimidad. Los negros van a polideportivos, en colchones en el suelo y con duchas comunes. Ya quisieron meter allí a los sin techo, y la Autoridad Portuaria advirtió, mejor vacío que con mendigos. Ante la osadía de meter a negros, han actuado. 1.200 euros. Pues paguemos.

Por más que reculen. Por más que ahora se hayan dado cuenta de que era una situación urgente. Que el sistema de atención y acogida que diseñaron PSOE y PP está absolutamente desbordado, que son los Ayuntamientos y las organizaciones las que tienen que poner la mano de obra, los espacios y el tiempo para la acogida de estas personas.

Serán 1200 gestos de dignidad para los gaditanos. 1200 golpes de vergüenza para los que han iniciado un proceso administrativo pacato y leguleyo, para los que lo han justificado en periódicos y redes sociales, para los que se les llena la boca hablando de progresismo y derechos humanos y después se preocupan más de una autorización administrativa que de la dignidad.

1200 euros. Aquí tiene el mío, alcalde. Y que los lleven a la sede de la Autoridad Portuaria las personas que fueron acogidas en el Centro Elcano. Paguemos. Es una sanción que avergüenza más al sancionador que al sancionado. Paguemos y que con ese dinero inviten a Salvini para explicar su política portuaria con los inmigrantes.

Tiempo de lectura ⏰ 2 minutitos de ná

Pedripol
Imagen: Pedripol

Siempre he pensado que lo peor que le puede pasar a un político es que confunda lo de todos con lo propio. Esa identificación entre gobernante y los fondos públicos que administra es el germen de la corrupción y también está en la antesala del fascismo. Solo hay que recordar a Jesús Gil que con los fondos del Ayuntamiento financiaba con publicidad el equipo del que era propietario.

En España, sin embargo, a fuerza de asistir a esas muestras de confusión nos hemos acostumbrado a este tipo de aberraciones. Los conflictos de intereses nos parecen algo aceptable. No tanto si una responsable pública tiene la mano larga y coge dos tarros de cosméticos en un hipermercado. Eso resulta intolerable para la moral de este capitalismo de amigotes que nos gobierna. Si el dinero público se usa para beneficio propio, tiene un pase. Si se cogen bienes privados, el paredón está próximo.

Los días en los que el asunto Cifuentes estaba sobre la mesa, en Cádiz se hizo público lo que los mentideros sospechaban: el origen turbio del Doctorado de Ignacio Romaní. Durante su mandato en Aguas de Cádiz se financió una investigación con el mismo objeto que su trabajo doctoral al Observatorio dirigido por su director de Tesis. Todo ello, además, realizado con un sistema chapucero, mezclando el nombre de la Universidad de Cádiz y sin que aparezca por ningún sitio el fundamento de dicha financiación.

Que a estas alturas Ignacio Romaní siga ocupando un puesto de responsable público, aunque sea de un partido en descomposición como el Partido Popular, me parece una anormalidad democrática. Que forme parte de la comisión que va a investigar los pagos que se realizaron desde la empresa pública que él presidía al director de su Tesis me parece una tomadura de pelo que solo se entiende por el déficit democrático de un país y de una ciudad que han padecido muchos años de régimen.

Ignacio Romaní es un cadáver político y los cadáveres emiten un olor a putrefacción. Que el Partido Popular no lo evite es su problema. Pero ese olor no puede contaminar instituciones como la Universidad de Cádiz. Es necesario que la UCA investigue lo sucedido y que tome las medidas pertinentes, sean las que sean. Si las tragaderas de la sociedad son tan anchas como para asumir este tipo de tráfico de influencias como si tal cosa, una institución como la UCA no puede aceptarlas. De lo contrario, se estaría poniendo en cuestión el trabajo y el esfuerzo de muchísimos excelentes profesionales. Defender a la Universidad no es proteger a todos sus miembros, sino defender unos principios y valores entre los que la honestidad y el valor del trabajo son esenciales. Y esos no se consiguen comprando un título de Doctor.

Tiempo de lectura ⏰ 3 minutitos de ná

Boza portada
Imagen: Pedripol

El último charco de sangre derramado por el asesinato a un niño convirtió las redes sociales en un auténtico lodazal. Las voces que pedían la pena de muerte para la -entonces-, presunta culpable, se mezclaban con aquellas que recordaban que la culpable era mujer, negra e inmigrante, aunque no siempre utilizando estos términos neutros.

La cordura no es una virtud de las redes sociales y mucho menos en caliente. Es curioso, pero estos movimientos no se dan en la totalidad de (escasos) asesinatos de niños que se producen en nuestro país. Únicamente se producen en aquellos en los que ha habido una situación previa de desaparición. Supongo que la llamada a la colaboración para encontrar a quien se cree desaparecido genera una frustración que da lugar a un repunte de odio.

Con el cadáver aún caliente, el asesinado deja de importar. Bajo la excusa de sus derechos o de una supuesta Justicia se expresan las barbaridades más grandes. Como si pudiera haber Justicia tras la muerte de un pequeño de 8 años. Lo único justo sería que ese pequeño siguiera con vida, lo demás es Derecho: leyes, normas y jueces.

La ola de ira es tan intensa que engulle a todos. Gente que presume de leer revistas científicas pero que deja de creer en los estudios científicos o en los avances de las ciencias en el tratamiento de presos. Católicos que sacan procesiones con el Cristo a hombros pero se olvidan del concepto de perdón que el Nazareno quiso explicar. Providas que desean la muerte a un ser humano. Constitucionalistas que se olvidan del artículo 25 de la Constitución.

El odio genera insultos para cualquiera que pretenda discrepar. Sin embargo, creo que en esos momentos es muy importante que no se ceda todo el terreno del debate público al odio. Al fin y al cabo, en estos tiempos que corren las redes son el principal medio de información y expresión de una gran parte de la sociedad, especialmente los más jóvenes. Por eso, después de que salga a la luz una tragedia como esta es necesario volver a recordar que vivimos en un país tremendamente seguro, y mucho más teniendo en cuenta las cifras de desigualdad que tenemos.

Porque en España, por pura estadística, es más fácil tener a un familiar en la cárcel a ser víctima de un asesinato. Pero el relato que construyen los medios de buenos y malos es el más fácil de comprar por la inmensa mayoría de la ciudadanía.

Una ciudadanía madura entendería que un asesinato como el de esta semana no se comete con la calculadora de la pena que te pueden imponer sino con el impulso del odio. Según todos los estudios, lo importante en estos casos es que el asesino sea descubierto. Por eso el empeño en esconder el cadáver o descuartizarlo. En países con penas más graves se producen muchos más asesinatos precisamente por la sensación de impunidad. Sólo hay que ver lo que ocurría aquí mismo hace unos años con la corrupción.

Evidentemente, a mi no me ha pasado. Ni es muy probable que me pase porque es más fácil que me toque la lotería a que me asesinen a un familiar (estadística pura). Pero tampoco a la mayoría de aquellos que blanden las antorchas y las horcas. Tampoco creo que si me pasara cambiara de opinión, como esa madre, más serena y cuerda que muchos a los que tampoco les ha pasado. Pero es que ni eso, porque la política criminal y el Derecho penal de un país no lo pueden dictar los padres de las víctimas. Lo deben dictar los profesionales y los expertos en la materia.

La asesina de un niño merece una pena grave. Pero esa pena debe orientarse a la reinserción. Porque un Estado no puede convertirse en verdugo. Por muy repugnante que resulte la conducta, eso le restaría cualquier legitimidad. Se trata de principios y los principios son contramayoritarios. Existen, precisamente, para defender a las minorías de las mayorías y no regresar a tiempos oscuros. Tiempos oscuros en los que en días como estos viven nuestras redes sociales.

Tiempo de lectura ⏰ 2 minutitos de ná

D boza
Fotografía:Jesús Massó

Somos fruto del baby boom. Llegamos a este país al mismo tiempo que la Constitución y eso nos marcó. Cuando Tejero disparó al techo del Congreso de los Diputados apenas levantábamos un metro del suelo. Pese a aquel ruido de sables vivimos una infancia tranquila y feliz. Habíamos superado la crisis del petróleo y la llegada de la democracia hacía presagiar una mejora económica.

Fueron años de cierta prosperidad. En Cádiz consiguieron reducir la industria naval a base de prejubilaciones a sordos y despidos cuantiosos. Las calles se llenaron de barracas, refinos y videoclubs con los que los prejubilados reinvertían la mordida que se llevaron por dejar su empleo. Los prejubilados se convirtieron en un estamento identitario. Quien más y quien menos se compró un campo en Chiclana. No fue nuestro caso. Nos conformamos con un Citröen a plazos. La realidad es que pocos eran conscientes de que estaban cavando la tumba de la ciudad.

Nuestros padres creían en el ascenso social. Para muchos de ellos acceder a la Universidad era algo impensable. Esa clase trabajadora de empleo fijo quería que sus hijos estudiasen. El esfuerzo, entendido como la aplicación a los estudios y a la vida, era ofrecido como garantía de éxito. Creían que las cosas iban a cambiar de verdad. Pensaban que los apellidos importarían menos que las capacidades.

Accediendo a la pubertad disfrutamos de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Expo de Sevilla pero el desastre económico que vino después nos mostró cuál era la realidad. El pelotazo español seguía estando relacionado con contactos, enchufes y apellidos. Mario Conde quebró Banesto y nada volvió a ser como antes.

Después llegó Aznar y su mala leche. Nos metió en una guerra innecesaria mientras que los precios de los pisos subían por las nubes. Comprendimos que nunca seríamos propietarios ni tendríamos un trabajo fijo. Nunca seríamos nuestros padres.

Entramos en el nuevo siglo y nos habían cambiado el mundo en lo esencial y en lo accesorio. Nuestras expectativas nos atosigaban y algunos no pudieron resistirlo. Vimos emigrar a muchos de los nuestros y, sobre todo, a los que vinieron detrás. En nuestros mejores años sufrimos la crisis más grave.

Somos la primera generación del precariado. La última premilennial. La generación mejor preparada. La primera que hizo Erasmus. La última que no se sintió europea.

Nunca nos hemos gobernado porque seguimos sufriendo a los herederos de los regímenes que superamos. Ni siquiera cuando los de nuestra generación quisieron llegar al poder tuvimos los arrestos suficientes para girar la brújula.

Este año los de la generación del 78 cumplimos los 40, esa barrera extraña entre la juventud y otra cosa que no se sabe muy bien lo que es, pero ya no es juventud. Ahora nos toca mirar a las pensiones que nos dicen que no nos pagarán y al futuro de nuestros hijos, el que se arriesgó a tenerlos, que se sabe que será aún peor que el nuestro. Resistimos, porque no nos queda otra.