Desde el interior oscuro de un salón, ALMA, joven enfermera, empuja la silla de ruedas en la que está sentada la anciana a la que cuida, SOLEDAD, y salen a un soleado balcón en el que crecen cintas y jazmines.
ALMA. Vamos, señora, salgamos a tomar el sol, que necesita vitamina D.
SOLEDAD. No tengo ganas. Hace frío ahí fuera.
ALMA. El sol la calentará.
SOLEDAD. No me apetece. Déjame tranquila en mi cuarto.
ALMA. Los médicos dicen que debe tomar el sol.
SOLEDAD. Otro día.
ALMA. No hay más días.
SOLEDAD. Claro que los hay. No pienso morirme hoy. Llévame a mi cama. Estoy harta de que nos digan qué tenemos que hacer.
ALMA. Son recomendaciones.
SOLEDAD. Son órdenes. ¡Nos tiene secuestrados y sin más información que un puñado de decretos!
ALMA. ¡Tomemos el sol y charlemos de nuestras cosas!
SOLEDAD. No hay nada de qué hablar. Está todo dicho.
ALMA. Yo no he dicho nada aún.
SOLEDAD. Lo ha dicho la tele por ti. ¿No te das cuenta? Lo que nos queda es el silencio. Todo cuanto digamos tú y yo poco importa. Palabra sobre palabra.
ALMA. Callemos entonces. Y tomemos el sol. El sol no habla…
SOLEDAD. Sí lo hace. Fíjate cómo se posa, leve, sobre las cosas. ¿Ves los árboles de la plaza? Al iluminarlos, el sol dice dónde quiere que detengas tu mirada.
(Alma observa)
ALMA. Me fijé en el álamo…
SOLEDAD. Ese álamo siempre estuvo ahí. Para llegar aquí, has pasado cada día bajo su sombra cambiante, pero nunca te has parado a observarlo.
Hoy lo has mirado por primera vez.
Eso es porque en el silencio, podemos ver mejor.
(Quedan calladas. Alma se sienta en una silla junto a Soledad).
ALMA. Ayer enterraron a su vecino de arriba.
SOLEDAD. Lo sé. ¿Quieres rezar por él?
ALMA. Los hijos no pudieron velarlo.
SOLEDAD. Imagino…
ALMA. Está muriendo mucha gente.
SOLEDAD. No somos eternos.
ALMA. ¿Por qué no le da miedo la muerte?
SOLEDAD. Porque no existe. Muerte es solo una palabra.
ALMA. No lo entiendo.
SOLEDAD. Nos asustan las cosas que no comprendemos.
ALMA. No quiero morir…
SOLEDAD. Mi padre y mi abuelo murieron en la guerra. Yo tenía tres años y no los recuerdo, pero mi madre siempre los nombraba para mí. Estaban en la voz de mi madre. En su palabra. Y detrás de su silencio.
¡Acércate!
ALMA. Voy.
SOLEDAD. Más. (Apuntando al horizonte con el dedo). Mira…
ALMA. ¿Qué tengo que ver?
SOLEDAD. ¿Ves la playa?
ALMA. No, veo azoteas. La playa está a cientos de kilómetros.
SOLEDAD. ¡Pero no mires las cosas, mira al cielo! ¿Qué ves?
ALMA. Cielo.
SOLEDAD. Pues ese es el cielo de Tarifa que se baña sin miedo en el Estrecho. Y si miras en aquella dirección, verás el de Ayamonte. Casi se ve Portugal abriendo los brazos al Atlántico… Cuando el día está muy claro, desde este balcón se puede ver África y, si prestas atención, puedes escuchar su latido.
¡Sigue el vuelo de ese pájaro! No lo pierdas de vista, te llevará a Doñana.
(Mostrando sus manos abiertas)
¿Y ves la luz en las palmas de mis manos?
ALMA. Sí.
SOLEDAD. Pues aquí está mi historia. No hay libro mejor escrito que este.
Enséñame las tuyas.
(Alma le muestra palmas de las manos)
Tus manos son bellos poemas. Guardan dulzura y amor.
(Alma, azorada, esconde tímidamente las manos)
ALMA. ¿También ve el futuro?
SOLEDAD. Te veo a ti sin tiempo. Tus miedos, tus inquietudes, tu verdad…
ALMA. No quiero morirme de esto…
SOLEDAD. Tranquila. También tú eres inmortal.
(TELÓN)