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La verdad es croqueta. Soy un materialista. Y el progreso es un timazo. Necesitamos un freno. No montar más castillos en el aire. Y repartir lo que hay».

Rafael Bechiarelli
Lo ultimo que se pierde resena nuestra senora de la esperanza

La novela negra es lo mismo que la novela policiaca… y dos huevos duros. En la novela policiaca, lo más importante es el crimen y el reto de adivinar quién es el asesino. Es la que practican con maestría, entre otros y otras, Agatha Christie o Georges Simenon.

En la novela negra, además, hay una geografía social y un tiempo concretos que, lejos de ser meros decorados donde se desarrolla la intriga, se convierten en piezas fundamentales del relato, a veces, incluso, robándole protagonismo al propio crimen, que acaba convertido en mero pretexto.

Sus maestros son, por ejemplo, Vázquez Montalbán, Camillieri, Markaris, Padura… todos ellos grandes escritores, aunque también hay muchas y grandes escritoras, como Patricia Highsmith o Fred Vargas, porque la novela negra ha dejado de ser literatura “menor”. Y además está de moda.

Así, la novela negra nos permite conocer mejor la Barcelona de la transición, la Sicilia de la mafia y la corrupción política, la Atenas de la crisis o La Habana de la revolución castrista.

Otro rasgo, compartido con la novela policiaca, es la importancia de quienes investigan el crimen, personajes singulares de marcado carácter (literario), que nos sirven de guías en el viaje por su realidad y su tiempo.

Eso es lo que ocurre con Rafael Bechiarelli y este Cádiz de comienzos de siglo. Después de investigar la misteriosa muerte en La Caleta de un comparsista (“Carne de Carnaval”, 2017), y de recorrer la provincia buscando a un inglés desaparecido tras los pasos de una mujer fatal (“Las Niñas de Cádiz”, 2018), ahora le toca resolver el asesinato de un líder de Poder Popular, la coalición de izquierdas que ha arrebatado el gobierno municipal a la derecha de toda la vida (“Nuestra Señora de la Esperanza”, 2019).

La víctima se llama Gabriel Araceli, en un homenaje al mítico protagonista gaditano de los primeros Episodios Nacionales de Galdós, y la investigación de su muerte violenta obliga a Bechiarelli a repasar todo el animalario político de la ciudad y recorrer sus altos y bajos fondos (siempre húmedos).
Bechiarelli es un detective tieso y fumeta, de pasado nebuloso, escéptico de todo y muy leído (desde que trabajó de vigilante nocturno en una nave frigorífica de la Zona Franca), que vive y tiene su oficina en un viejo y desvencijado almacén, y se patea -literalmente, porque es un detective peatón- el casco antiguo. También es un materialista, que ejerce la guasa y el cargote gaditano, cree en sus amigos y, sobre todo, en la verdad de la croqueta.

Su padre literario es David Monthiel, que ha conseguido con esta novela el prestigioso premio de novela negra “LH Confidencial 2019”, traspasando así las fronteras de Puertatierra (lo que constituye todo un logro cuando se es de Cadi-Cadi).

Para quienes vivimos, sufrimos y gozamos cada día esta ciudad es una fuerte tentación buscar parecidos razonables entre los personajes de la ficción novelística y los de la realidad cotidiana que llenan el Diario o habitan sus calles y despachos. El autor, faltaría más, no se hace responsable de los supuestos hallazgos. Allá cada cual.

Pero, al margen de juegos adivinatorios (con su puntito morboso), las andanzas de Bechiarelli nos ayudan a conocer y entender -hasta donde la confusión dominante lo permite- esta ciudad y este tiempo, sus miserias y grandezas, sus frustraciones y, sobre todo, sus esperanzas.
Porque, en la ciudad precaria que relata David Monthiel se han perdido muchas cosas por el camino pero aún es posible la esperanza, “o algo parecido”, como reflexiona su detective.

Así pues, estamos ante una novela negra y política, escrita con un lenguaje rico (por variado y sabroso), cien por cien gaditana, incluso en la guasa y la mirada irónica, que hemos devorado como si fuera la última croqueta del convite.

Tal vez alguien pensará que el intencionado localismo del escenario y del lenguaje con el que se despliega la trama, pudiera disuadir a posibles lectores de otras latitudes, pero sospechamos que, quizás precisamente por eso, las novelas de Bechiarelli serán disfrutadas por muchas gentes que nunca pisaron las calles de esta ciudad trimilenaria, para su mayor gloria. (Aunque, eso sí, compadezcamos a los futuros traductores al búlgaro).

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Fotografía: José Montero

Tras el shock de las elecciones andaluzas, lo primero que me sorprendió fue que, nada más conocerse los resultados, un minuto después, las redes ya estuvieran repletas de explicaciones que parecían tenerlo todo muy claro. Es fantástico vivir en un país de expertas y expertos… “a toro pasao”. La segunda sorpresa fue la ausencia casi total de autocrítica: las culpas de las derrotas siempre son ajenas, de las demás, de los otros.

En todo caso, contuve mi impulso de sumarme al ruido general y decidí tomarme un tiempo para escuchar, leer, pensar… antes de decir nada.

Ya han pasado unos días, y todos los análisis que he leído y escuchado sobre las causas de la emergencia del neofascismo en nuestra tierra me parecen muy interesantes, y todos tienen -en mi opinión- su parte de razón: el desconcierto y la confusión global; el miedo a un futuro incierto; el desencanto por las expectativas no cumplidas; la baja formación política de la mayoría social; la manipulación de las redes sociales y los medios masivos de comunicación; la pérdida de cualquier vestigio de ética en una derecha instalada en la mentira; la exacerbación de los bajos instintos nacionalistas;  el agotamiento del régimen clientelar del PSOE en Andalucía; la división y el cainismo histórico de las izquierdas; la fragmentación de las diversidades, carentes de un eje común transversal; la polarización de las energías en la conquista y gestión de las instituciones y el consiguiente alejamiento de la calle; la ausencia de un proyecto alternativo e ilusionante ante la descomposición del estado de bienestar que alienta el neoliberalismo…

Todas esas -y otras muchas- causas merecen reflexión. Todas están conectadas y se refuerzan entre sí. No caben interpretaciones simplistas. La mirada ha de ser necesariamente compleja, como los tiempos que vivimos.

Pero, más allá de la necesidad de entender las causas (condición necesaria para no repetir errores), me parece que el objetivo de la reflexión no debe ser buscar responsables en quienes cargar la culpa, sino aprender la lección y vislumbrar qué hemos de hacer quienes decimos querer cambiar este mundo desigual e injusto.

Descarto, pese a que todavía anden sueltos muchos revolucionarios de gatillo verbal fácil, cualquier cambio violento, no solo por razones éticas, sino porque quienes poseen las armas son los poderosos y el uso de la violencia me parece desesperado y suicida. En fin, modo talibán.  

Pero, si la meta fuera ganar elecciones y ocupar las instituciones, para, desde allí, cambiar el mundo, también lo veo crudo, porque ese juego lo dominan de largo las derechas y tienen mucho dinero y todos los medios de masas a su favor, además de que el electoralismo envenena fácilmente con sus trampas a quien lo practica, y porque, por último, las instituciones están pensadas para sostener el sistema y que nada (fundamental) cambie.

El objetivo cortoplacista de conseguir votos a cualquier precio, nos obligaría asimismo a ocultar un dato esencial: en los próximos 15 o 20 años vamos a ver crecer, aún más, la explosión del desorden, la crisis socioambiental, el agotamiento de los recursos limitados, el colapso de un sistema insostenible, el final de una era… Nada va a ir a mejor. Y con ese mensaje que nadie quiere oír y que los más poderosos -con todos sus medios- se empeñan en negar sistemáticamente, es difícil conseguir muchos votos.

Pero, si como apunta Yayo Herrero, la pregunta fundamental fuera: «¿Qué podemos hacer para garantizar condiciones de vida digna para las mayorías sociales —alimento, vivienda, tiempo para los proyectos propios, educación, salud, poder colectivo, corresponsabilidad en los cuidados…— en un planeta parcialmente agotado y con un calentamiento global irreversible? «. Si esa fuera la cuestión principal, entonces parecen más claros ciertos «quehaceres».

Uno de los primeros, también lo apunta Yayo, es construir -con cierta urgencia, porque el tiempo se acaba- el entendimiento y el acuerdo entre quienes queremos otro mundo posible.

Y eso significa encuentro y escucha, acabar con el ruido y emprender el diálogo, conocernos, reconocernos y ejercitar la empatía, renunciar a la unanimidad y la uniformidad -que son incompatibles con la diversidad y con la vida- para apostar por los amplios consensos, por los acuerdos de mínimos.

Este quehacer se me antoja uno de las más difíciles porque persisten enquistados en nuestras mentalidades -si no en el ADN- muchos de los viejos vicios: los egos desmedidos, los prejuicios, los sectarismos y dogmatismos, el afán de poder, la ambición hegemónica, los protagonismos… Pero hay que intentarlo sin descanso y lograrlo a toda costa.

Otro quehacer urgente será poner en pie las alternativas al sistema que se agota, empezar a construir el futuro sin esperar a conquistar las instituciones. Levantar y hacer posibles miles de proyectos y espacios «liberados» del capitalismo, donde YA se produzca y se consuma de otra forma, y se viva YA en armonía entre las personas y con el planeta, poniendo la vida en el centro.

Esa tarea, sin ser tampoco fácil, tiene la ventaja de que está iniciada. Son miles, cientos de miles, los colectivos que, en todo el mundo, están en ello. Desde hace más de dos décadas crecen las iniciativas y proyectos alternativos. Y podemos aprender de sus aciertos y errores. De nuevo, el encuentro, el aprendizaje mutuo y el trabajo en red se evidencian como quehaceres prioritarios.

También, esa tarea de multiplicación y visibilización de las alternativas altermundistas en marcha, puede ayudarnos a superar la imagen derrotista y catastrofista, de aguafiestas, que quieren endilgarnos los poderes fácticos de este mundo. Frente a la fiesta del derroche y el consumismo sin límites, que niega la felicidad a millones y millones de personas, un futuro de valores alternativos en los que predomine la calidad (de las relaciones, de lo que comemos, lo que respiramos, lo que convivimos, lo que compartimos…) puede llegar a ser una expectativa positiva e ilusionante para muchísima gente.

Así pues, prioridad para construir lo nuevo y no tanto para conseguir votos. Eso no significa que deban abandonarse las instituciones, ni la lucha por ganar los espacios de poder que podamos dentro de este sistema en descomposición. Las instituciones pueden facilitar o dificultar esa puesta en pie de las alternativas (de ahí la importancia de no abandonarlas), pero no se pueden hacer depender de ellas, de sus tiempos, sus inercias y sus burocracias. La iniciativa debe ser de la gente, de los colectivos y asociaciones ciudadanas, de los movimientos sociales. No hay otro modo.

Y, para que todo ello sea posible, vuelve a surgir, como un quehacer fundamental, el encuentro y el acuerdo. Nunca hubo otro camino -la historia de las mejores conquistas y logros de la humanidad es la historia de la organización de los débiles- pero ahora solo cabe recorrerlo desde premisas nuevas.

Es preciso construir nuevas formas de relación y organización, nuevos vínculos dentro de cada comunidad -grande o pequeña- y entre comunidades, nuevas conexiones y redes. Ya no más, como decía antes, la uniformidad y la unanimidad. Las organizaciones pétreas, monolíticas, son cosa del pasado. En su rigidez anida su muerte, su anquilosamiento inevitable, en un tiempo de cambios permanentes. Solo cabe construir formas de organización flexibles, abiertas, líquidas, como predijo Bauman.

Hemos de aprender a gestionar la diversidad desde la diversidad. La inteligencia colectiva, imprescindible para construir el futuro, solo puede ser diversa, plural. Y eso significa -y ahí aparece un nuevo quehacer- que hemos de aprender a participar, a trabajar en equipo, a cooperar… desde el respeto al otro, desde la democracia participativa y radical. Que nadie lo de por supuesto o por sabido, todos y todas hemos de desaprender a competir, primero, para aprender a cooperar, después.

Del mismo modo que hemos de anticipar ya, cuanto antes, las nuevas formas de vida, de producción y consumo, hemos de hacerlo anticipando ya las nuevas formas de cooperación y organización necesarias para lograrlo. No cabe construir el futuro con las viejas herramientas organizativas. Aprender de ellas, si, pero para cambiarlas en todo lo que sea preciso, abandonando sin nostalgias todas las formas y lenguajes del pasado que ya no sirvan para sembrar un futuro mejor.

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Fernando
Fotografía: Jesús Massó

El tiempo que vivimos es el de la diversidad y la complejidad.

Nunca el mundo fue tan diverso. O tal vez lo fue siempre, pero no teníamos la comunicación instantánea, las emigraciones masivas o los viajes baratos, para hacerlo tan evidente.

Y nunca fue el mundo tan complejo, con tantos factores interactuando y condicionándose entre sí.

La globalización y la revolución tecnológica han puesto patas arriba las maneras de conocer y comunicarnos, de producir y consumir, de hacer cultura y construir comunidades… En suma, todas las viejas formas de pensar, decir y hacer.

Nada es simple en nuestro mundo, todo está interconectado y cambiando constantemente. La complejidad es la norma.

Y, sin embargo, posiblemente por la inestabilidad y el vértigo que nos produce ese sin parar de los cambios, tendemos -como personas y colectividades- a agarrarnos a los clavos ardiendo de nuestras viejas identidades en peligro de extinción. Y nos atrincheramos en las tradiciones y en la nostalgia de un pasado conocido, en medio de tanto desorden y revolución permanente.

Y, por eso mismo, ante la complejidad que nos desborda, buscamos con ansiedad respuestas simples, claras, sin matices. Así triunfan los fundamentalismos, los nacionalismos, los localismos y todo tipo de fanatismos.

En estos tiempos de incertidumbres, proliferan los talibanes de barra de bar o de tertulia televisiva que parecen tenerlo todo absolutamente claro: el mundo es blanco o es negro, no hay medias tintas, o estás conmigo (con mi religión, mi patria, mi bandera, mi partido, mis tradiciones, mi equipo de fútbol, mi comparsa, mi cofradía…) o estás contra mí. Nunca dudan (o, al menos, eso parece), solo saben afirmar tajantemente SU verdad.

Y en su miedo a perderse, los fanáticos de lo que sea se vuelven agresivos y faltones, dispuestos a partirle la cara a quien les quite la razón. Se indignan contra la duda, el relativismo y lo que llaman “equidistancia”, que no es sino negarse a tomar partido por el blanco o por el negro, empeñarse en defender que existe una amplia gama de grises, que la razón no es patrimonio exclusivo de nadie y la verdad es cuestión de perspectivas.

No existen las respuestas simples. Las soluciones son necesariamente tan complejas como los problemas que las demandan.

Quienes nos prometen soluciones fáciles (en la política, por ejemplo, o la religión) o bien son simplistas, en el sentido más insultante de la palabra, o directamente nos engañan. Aunque, con frecuencia, preferimos la simpleza o la mentira a la incertidumbre, queremos creer esa realidad en blanco y negro que nos venden porque el mundo en colores nos obliga a pensar demasiado, a salir del pensamiento único, tan cómodo él.

Por el contrario, hacerse preguntas continuamente, ponerlo todo en cuestión, buscar las causas de las cosas que ocurren, asumir la complejidad y la incertidumbre, es engorroso y cansado. Nos pone en evidencia, y a menudo en conflicto, con los del blanco y con los del negro, con quienes se niegan a considerar cualquier matiz, con quienes nos exigen tomar partido.

Pero, entonces… si las certezas no existen, si solo hay complejidad y todo es relativo, ¿cómo caminar por este mundo? ¿a dónde agarrarnos?

Para empezar, parece imprescindible aceptar la incertidumbre. No negarla, no resistirnos contra ella. Hacer una cura de humildad. Asumir, recordando al poeta, que solo es posible “hacer camino al andar.” Como dice el maestro Antonio Rodríguez de las Heras: «la complejidad de este mundo, a diferencia, de la complicación, ni se puede trocear ni abarcar, solo recorrer, como un territorio ilimitado».

Y aceptar también la diversidad. Con alegría, no solo porque el mundo es diverso y la vida solo es posible en la diversidad, sino también porque, para recorrer el camino de la incertidumbre y dar respuestas complejas a los retos complejos que enfrentamos como especie, es imprescindible contar con los otros diversos, nos necesitamos todos.

Y ya que no existen verdades absolutas que afirmar, solo cabe agarrarnos a los valores, porque en ellos si es posible encontrarse con las otras diversidades. Apostar por la igualdad de todas las personas, por la libertad y el respeto al otro, por la solidaridad, el cuidado y el apoyo mutuo. Valores que nos permiten recorrer el camino con una única certeza: no sabemos dónde llegaremos, pero será sin duda un mundo mejor.

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Delariva
Imagen: Pedripol

“¡No pienses en el prójimo!”. Es el título de una campaña que voy a proponer al ayuntamiento de la ciudad.

Se me ha ocurrido rememorando a George Lakoff y su libro «No pienses en un elefante«- Y, también, recordando esa teoría popular que dice que los niños malcriados se comportan correctamente cuando se les manda hacer lo contrario de lo que deben.

Así que he pensado llenar calles y comercios con carteles que digan: «¡No pienses en el prójimo!», «¡No te quites de mitad del paso!», «¡No cedas el asiento en el autobús a las personas mayores!», «¡No recojas tu basura de la playa!», “¡No esperes tu turno!”, “¡No le eches una mano a ese!”, etc., etc.

Los carteles llevarán fotos de personas normales y corrientes, de toda edad y condición, que, igual que los monos chinos, se tapan los ojos, los oídos y la boca, como diciendo: “no quiero saber nada”, “que le den por ahí al prójimo”, “a mi plin”.

La campaña tendrá su colofón con la entrega pública de galardones, en el Salón de Plenos del Ayuntamiento, «al más puerco del barrio», «a la campeona de saltarse colas», “a los que mejor tapan la calle para que no pase nadie”… incluyendo su foto en El Diario, que eso sí que mola.

No sé si la cosa funcionará, pero algo hay que hacer, o al menos intentarlo, para fortalecer entre nuestros conciudadanos y conciudadanas esa virtud escasa que se llama “empatía”, o sea, la capacidad de ponerse en el lugar de las otras personas, en la piel del prójimo.

La nuestra es una sociedad egoísta y malcriada, maleducada y antipática, en la que cada cual va a lo suyo. No nos deben engañar los ataques repentinos de compasión (padecer-con) masiva que se producen, por ejemplo, ante la muerte violenta de un niño. Las mismas personas que lloran su pérdida ante las cámaras de televisión, son las que aporrean las puertas de la comisaría para linchar a su presunta asesina y las que arrasarían sin piedad a cualquiera que se opusiera.

Las redes sociales están estos días repletas de personas que insultan y amenazan, que solicitan la pena de muerte y la prisión de por vida, en nombre de la bondad humana y la compasión. Y, muy probablemente, muchas de ellas son las mismas que disputarían el asiento en el autobús, con uñas y dientes, a la madre de la víctima si no hubiera cámaras de por medio.

Sí, nuestra empatía individual y colectiva va por rachas y depende de la cantidad de horas de televisión que se le dedica a un caso concreto (lo cual es directamente proporcional a los ingresos por publicidad que genera). Cuanto más morbo mediático, más empatía (telempatía= empatía que solo se expresa hacia aquello que sale en la tele).

Todos los días mueren miles de niños y niñas en el mundo, bajo las bombas en Siria, ahogados en el Mediterráneo tratando de huir de la miseria o la guerra, de cólera en los campos de refugiados, en medio de hambrunas terribles… pero esos ya no nos conmueven. Están muy lejos, no tienen nombre o éste nos resulta impronunciable. No se les dedican programas especiales de televisión y las turbas no salen a la calle en su nombre a reclamar justicia.

Alguien me dirá, probablemente con razón, que no vale comparar la falta de empatía cotidiana, en el autobús o en la calle, con la apatía o la indiferencia frente a la muerte de niños, en África, por ejemplo. Pero yo sostengo, probablemente sin razón, que se trata del mismo sentimiento, el mismo egoísmo, aunque a distinta escala y con diferente grado de intensidad.

Quien no se conmueve por las víctimas de las hambrunas o los bombardeos, no puede conmoverse por la muerte de un solo niño en Almería… so pena de que esté manipulado por los medios de comunicación y por la demagogia populista (la de quienes buscan votos en los caladeros del odio y la venganza).

La empatía hay que educarla desde la infancia, en la familia y en la escuela. Es necesario cultivarla con mimo y constancia. Y no solo para sacarla a pasear ante las grandes catástrofes, los terremotos, los tsunamis, o ante los casos mediáticos que nos estremecen, sino para ejercitarla en lo cotidiano, con las personas más próximas, cada día.

Ya lo sé, estoy haciendo trampa (demagogia tal vez) en este artículo, porque, aunque pueda ser verdad lo que critico (y de lo que formo parte yo mismo), existe otra cara de la luna.

Conozco una joven madre en Cádiz que lleva a sus hijos a encontrarse con las personas que duermen en la calle. No lo hace solo por esas personas, para que sepan que no están solas. Lo hace sobre todo por sus propios hijos, para que pierdan el miedo al otro y cultiven la compasión y la ternura, la empatía al fin, para que crezcan mejores personas.

Como ella, son millones las personas que no hacen distingos entre empatías, que sufren y se movilizan por la justicia en todo el mundo, por Gabriel, por Ailán, por los niños de Siria… y se ponen en el lugar de las personas más próximas. Miles los grupos que trabajan para construir un mundo mejor, más solidario, más empático. Gracias a esas personas sigue viva la esperanza en el ser humano.

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Editorial
Fotografía: José Montero

En Tordesillas, estaban dispuestos a partirle la cara a cualquiera que se opusiera al alanceamiento del Toro de la Vega. En Manganeses de la Polvorosa, se empeñaban tozudamente en lanzar una cabra desde el campanario del pueblo por San Vicente Mártir. En 28 países africanos siguen practicando la ablación del clítoris a las niñas, como se viene haciendo desde los tiempos del antiguo Egipto.

En Cádiz, la tradición manda cargar los pasos de Semana Santa sobre el hombro, a paso de horquilla, y se puede producir un tumulto callejero como alguien se empeñe en llevarlos igual que en Sevilla.

Las tradiciones son esas costumbres, pautas o patrones que marcan cómo se han de hacer y se han hecho siempre las cosas, en la vida cotidiana de los pueblos, en sus acontecimientos o celebraciones. Son un vestigio cultural de tiempos pasados, que acaban formando parte de la identidad de cada comunidad. Y son más apreciadas cuanto más antiguas sean.

Pero las tradiciones no pueden ser una losa pesada, porque el mundo cambia y con él cambia la mentalidad de los hombres y mujeres de cada época. Si las tradiciones fueran sagradas, como pretenden algunos talibanes de casapuerta, seguiríamos viviendo en cuevas, comiendo carne de mamut y danzando en taparrabos alrededor del fuego.

En el siglo XXI es normal que nos desagraden los chistes machistas o racistas porque nuestra sensibilidad ha cambiado, y lo que hace 25 o 50 años podía parecer socialmente aceptable, e incluso gracioso, hoy ya no lo es. Afortunadamente.

Es la prueba de que evolucionamos como especie, como individuos y como pueblos. Lo contrario sería preocupante.

Aunque existen en todas partes quienes se resisten a cualquier cambio y hacen de las tradiciones una trinchera, una línea divisoria entre “los de aquí” y “los de afuera”, esos que amenazan nuestra identidad para que dejemos de ser lo que somos.

Lo paradójico es que, nunca como en el presente han crecido tanto las cofradías, en cantidad y en número de cofrades, pero no solo en laTierrademaríasantísima, sino también en Zaragoza, Bilbao, Mondoñedo… Y la venta de trajes regionales, que hace pocas décadas eran cosa de franquistas recalcitrantes, se ha disparado en Murcia, Toledo, Canarias… En plena Revolución Tecnológica, los tradicionalistas crecen como setas y salen de debajo de las piedras.

Pero no es tan sorprendente como pudiera parecer, sino el resultado natural de la confusión que nos produce la globalización y los cambios vertiginosos en todos los órdenes de la vida, que nos llenan de miedos, personales y colectivos, a perdernos en la insignificancia, a olvidarnos de quienes somos, y hacen que nos agarremos a las tradiciones como a una tabla de náufrago.

No cabe, sin embargo, abandonarse al miedo y enrocarse en el inmovilismo, ni siquiera con la coartada de la identidad y la idiosincrasia. Esos son, salvando las distancias (a menudo sutiles), los mismos sentimientos y emociones que alimentan los fundamentalismos religiosos o patrióticos y causan matanzas y guerras. Esa manera de vivir las tradiciones como un dogma reside en el resbaladizo terreno de las patologías.

Y pueden, fácilmente, convertirse en una trampa. En mi ciudad, por ejemplo, llevamos semanas -y las que nos quedan- debatiendo con pasión cuáles son los límites del Carnaval, esa fiesta de la irreverencia, y si lo de hacer burlas homófobas, sobre suegras o negros, debe conservarse porque así lo dicta la tradición. (Y mientras tanto, crecen las listas de espera de la sanidad pública, o aumentan las pensiones un 0,25%, sin que la tradición nos diga qué hacer frente a ello).

Las tradiciones son para traicionarlas, para reinventarlas, para conservar en un museo la referencia antropológica de lo que se hacía, sentía, pensaba o decía en tiempos pasados y dedicarnos con ahínco a encontrar nuevas formas de hacer y decir las cosas, más acordes con las necesidades y condiciones actuales, con las maneras de pensar del tiempo que vivimos.

Una buena tradición debe ser capaz de renovarse y actualizarse, de adoptar nuevas expresiones y formas sin perder su esencia identitaria. De otra manera, cerradas a cualquier cambio,  las tradiciones se convierten inevitablemente en momias, solo polvo y caspa.

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F de la riva
Fotografía: José Montero

Se pasa uno la vida breve agobiado por las cosas de Cataluña, la corrupción, la aprobación de un reglamento de participación ciudadana que deja fuera a gran parte del tejido asociativo de la ciudad, el cambio de nombre de las avenidas gaditanas, o de qué se yo qué cosas… Y, entre tanto, el mar se lleva a los amigos con los que compartes sueños, te pierdes el espectáculo fascinante de ver jugar a los niños en San Juan de Dios, o dejas de tomarte esa tapa de menudo con los amigos de los taninos.

Con mayor frecuencia de la que deberían, las cosas importantes se nos escapan entre los dedos mientras nos atrapan otras que, se mire por donde se mire, no lo son tanto. Y no es que no lo sean todas las que he citado al  comienzo de este escrito, es que lo son mucho más las que cierran el párrafo.

Todo ello nos ocurre en clave personal, porque nada hay más importante que la amistad y los afectos, que la ternura y la belleza, que la bondad y la solidaridad. Son cosas que nos hacen mejores, más capaces de actuar en el mundo, de hacerlo un poco más habitable. Y, sin embargo, a menudo nos vemos emboscados en la estúpida competencia por tener más y aparentar más.

Pero también nos ocurre como comunidad, como sociedad y hasta como especie. Las fuerzas oscuras del mal, que alimentan el odio y la codicia, la violencia y la injusticia, prefieren que nuestra atención –personal y colectiva- esté alienada en el fútbol, las banderas, la televisión, el patriotismo de casapuerta, el incienso de las cofradías o las tertulias del corazón.

Están empeñadas en que no nos hagamos preguntas incómodas -especialmente para sus privilegios- en que no nos preocupemos, ni  menos aún nos ocupemos, por las cosas verdaderamente importantes.

En estos días pasados, 15.000 científicos de 184 países (la mayor concentración de inteligencia colectiva de la historia) lanzaban una alerta para salvar el planeta. Ya nos habían avisado hace 25 años, urgiéndonos a reaccionar frente al cambio climático –resultado del impacto brutal del capitalismo salvaje-  antes de que éste pusiera en peligro la propia supervivencia de la especie humana. Pero no hicimos ningún caso.

O, por ser más justos, a los poderosos del planeta les pareció más importante seguir acumulando riquezas, a costa de la desigualdad, el empobrecimiento y, especialmente, del deterioro progresivo del medio natural. Y han hecho todo lo posible –con gran éxito- para que estuviéramos preocupados y ocupados en consumir, consumir  y consumir. “Consume hasta morir”, propone el lema de un colectivo “antisistema”. Como dice Slavoj Zizek, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Todas las estimaciones dicen que los cambios del clima, con sus graves consecuencias económicas, sociales y geopolíticas, van más deprisa de lo que anticipaban las previsiones más pesimistas. Ya no nos sorprenden las noticias sobre desastres naturales, huracanes devastadores, lluvias torrenciales, sequías históricas… Estamos anestesiados ante ellas, al igual que digerimos anteriormente las imágenes terribles de las hambrunas. Es más, algunos se alegran todavía en los telediarios de que “se alargue la temporada de verano y la ocupación turística”. ¡No hay que ser carajote!

Los científicos y los expertos nos avisan también del agotamiento de las reservas de combustibles fósiles, de sus consecuencias sobre las guerras venideras y sobre el colapso de nuestro sistema basado en el consumo del petróleo.

Anuncian que en los próximos 30 años, si no lo remedia algún milagro improbable, se producirá el fin de este modelo civilizatorio que consiste en el crecimiento sin fin de la producción y el consumo. La fiesta del capitalismo salvaje se está acabando poco a poco, aunque parezca mantenerse en pie. No en vano están de moda las películas y series de zombis.

De todo ello no hablan los medios de comunicación, ni los políticos (de derechas e izquierdas). Es un tema tabú. No vaya a entrar en pánico la gente y les dejen de votar,  o se empiecen a hacer preguntas y pidan cuentas a los poderosos y a los gobernantes por no haber hecho nada para evitarlo.

Las cosas más importantes hoy son prepararnos para el colapso que viene, fortalecer nuestras comunidades sociales, su convivencia y solidaridad, el cuidado mutuo, la capacidad de cooperar y trabajar en equipo, la inteligencia colectiva, la economía social y solidaria, la agricultura urbana y ecológica de proximidad, la soberanía alimentaria, las energías limpias y sostenibles, el reciclaje y la reutilización de recursos y tecnologías apropiadas…

Pero estamos abducidos por las cosas menos importantes, y nuestras calles ya están llenas de luces navideñas, los comercios se empeñan en vendernos un montón de cosas que no necesitamos y en pocos días atiborraremos nuestras barrigas en interminables comidas y cenas familiares.

Y, lo más importante: ¡Ya queda menos para el Carnaval!