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Como ha quedado en evidencia tras el reciente proceso electoral en Andalucía, la izquierda sigue empeñada en verter el vino nuevo en odres viejos. Incapaz de pensar el acontecimiento representado por el espectacular ascenso de Vox, lo encasilla en categorías manidas y anacrónicas, lo que le impide comprender el creciente éxito de esta formación entre la juventud y entre algunos sectores, preferentemente masculinos, de las clases populares. Encorsetar este fenómeno presentándolo como expresión de un fascismo o un franquismo resucitados o combatirlo recurriendo a las consignas y a los gestos de los años treinta (“no pasarán”, “a las barricadas”, “cordón sanitario”) es como utilizar arcos y flechas contra armas acorazadas.

Los fascismos del siglo XX, en sus vertientes mussoliniana, nacionalsocialista e incluso falangista, son hijos fallidos de la modernidad universalista e ilustrada, como mostraron los diagnósticos clásicos de Adorno y Horkheimer (Dialéctica de la Ilustración), Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo) y Zygmunt Bauman (Modernidad y Holocausto). Vox sin embargo, como sucede con la mayoría de los partidos de la extrema derecha europea y americana, procede precisamente de la quiebra de esa misma herencia moderna, es un episodio típicamente postmoderno e implica la puesta en tela de juicio de los principios universalistas de la Ilustración, que ahora son presentados como ideología de las élites protagonistas de la globalización económica, tecnológica y cultural, ya sea el discurso “buenista” acerca de los derechos humanos, el lenguaje de la corrección política o lo que denominan “ideología de género”.

Cabalgando desde la estepa no lo llameis fascismo llamadlo barbarie
Ilustración: Pedripol

Más allá de ciertas continuidades aparentes, la visión de la economía, del Estado y de la cultura sustentada por Vox difiere absolutamente de la tópica asumida por los fascismos del siglo XX. En el primer caso se apuesta por un ultraliberalismo bastante irrestricto, incompatible con la defensa fascista de la autarquía y del intervencionismo estatal del mercado. En segundo lugar Vox se opone frontalmente a toda invocación de un Estado totalitario, encarnación de las aspiraciones del pueblo. Sus postulados están más cerca del “libertarianismo” norteamericano y del Minimal State, de ahí la alergia ante el funcionariado y las subvenciones (“chiringuitos”) y su voluntad de privatizar los servicios públicos. Por último, la estética fascista, en sus variantes germana e italiana, combinaba el gusto romántico y kitsch por el folklore y la sencillez rural, con los referentes del colosalismo neoclásico e imperial, e incluso coqueteaba con ciertas vanguardias como el futurismo. En Vox esta fuente clásica y por tanto universal, está agotada. Sólo queda el referente romántico a través de un nexo melancólico, sentimental y primitivo con la Naturaleza (las monterías y la tauromaquia) y con la Trascendencia (las imágenes sacras y los desfiles procesionales). Ni siquiera pervive en este partido la apelación integrista a los valores tradicionalistas de herencia menéndezpelayiana (“España, martillo de herejes, Luz de Trento”) o a la “hispanidad” de Maeztu, patrimonio clásico de la derecha española. Al contrario, los “herejes” son bienvenidos, de ahí el eco de Vox entre ciertas fracciones de las clases populares donde cunde el evangelicalismo o los Testigos de Jehová. La metáfora de la Reconquista hay que entenderla en este caso no en clave nacionalcatólica sino antiislámica y sobre todo antimoderna; es la Cristiandad visigótica (“bárbara”) encarnada por “caballeros” que cabalgan desde las campiñas para recuperar la ciudad perdida, corrompida por las abstracciones universalistas del cosmopolitismo multicultural, desarraigadas, alejadas de la “sangre” y de la “tierra”.

Esos supuestos universales que encarnan la “civilización” moderna e ilustrada frente a la “barbarie gótica” de la nueva extrema derecha –los “nuevos bárbaros” de Vox son a los partidos centroderechistas españoles lo que los “jóvenes bárbaros” de Alejandro Lerroux representaban frente al republicanismo clásico- se distribuyen en tres esferas.
El primer registro, el de la igualdad, implica la prevalencia cívico-republicana de la ley civil sobre la ley de familia. En las revoluciones liberales esto implicaba la eliminación de las lealtades señoriales y de los privilegios estamentales en la constitución del Estado. El movimiento obrero significó la extensión de ese mismo primado de la ley civil al ámbito de las relaciones laborales; los procesos de descolonización y de defensa de los derechos de las minorías étnicas lo proyectaron a las relaciones interraciales y de dominación colonial. Por último, el movimiento feminista y LGTBI avala esa misma supremacía de la ley civil dentro de la esfera propia de las relaciones familiares, cuestionando la jerarquía patriarcal y heterosexista.

Pero esa idea de igualdad no sólo tiene sus raíces en el republicanismo cívico sino también en el concepto de “sacerdocio universal”, producto de la reforma protestante. Es el derecho universal al libre examen, al pensamiento autónomo más allá de las lealtades de raza, familia, religión o nación. El imperativo kantiano del sapere aude (“atrévete a saber”) encuentra aquí su matriz. Pues bien, cuando Vox sostiene la prerrogativa de los padres para seleccionar los contenidos escolares enseñados a sus hijos, o cuando reclama una armonía familiar rota por la “guerra de los sexos” o por la “ideología de género”, lo que anima a conculcar es precisamente este legado de la igualdad como primacía de la ley civil sobre los vínculos de sangre, sobre la ley de familia.

El segundo registro es el de la justicia. Desde los teólogos de la escuela de Salamanca pasando por el iusnaturalismo moderno de Grocio hasta desembocar en las modernas declaraciones de derechos humanos, Occidente asentó la idea de que existen unos derechos universales por la circunstancia misma de pertenecer a nuestra especie, con independencia y por encima de las leyes vigentes en los distintos Estados nacionales. La prevalencia de la condición humana sobre la adscripción a una tierra o a una comunidad de sangre particular, es otra conquista universal de la modernidad. Pero del mismo modo que Vox pretende subordinar la ley civil a la ley de familia, sostiene la prioridad de la pertenencia nacional sobre la pertenencia a la especie, de ahí sus propuestas en materia de extranjería e inmigración. Una estrategia análoga es la que funciona cuando los detractores de la “ideología de género” cuestionan las leyes de igualdad presentándolas como un instrumento colonialista o etnocéntrico, pues supuestamente atentan contra cosmovisiones indígenas particulares (sea la de los tupi brasileños o la de los gitanos españoles). Aquí el argumento relativista, típicamente postmoderno, opera neutralizando la referencia a los derechos humanos.

El último y tercer registro tiene que ver con la ciencia y con la verdad. Frente al principio de sometimiento a la autoridad, la ciencia moderna desde Galileo y Descartes, remite a una verdad universal sustentada en pruebas y argumentos válidos con independencia del sujeto que las invoca. Es la resistencia de los hechos frente a las interpretaciones. Vox, bien instalado en la era relativista y postmoderna y muy alejado de la añeja referencia teísta y tradicional a una verdad absoluta, niega la diferencia entre ciencia y opinión. Como hacen los creacionistas estadounidenses, considera los diagnósticos científico-naturales sobre el cambio climático, o científico-sociales sobre las desigualdades de género, en el mismo plano que las ideologías políticas o las creencias religiosas. Son “relatos” alentados por meros intereses, lobbies y relaciones de poder. La verdad de un aserto no depende de las razones que lo avalan sino de la fuerza simbólica que consiga imponerlo.

La narrativa postmoderna de Vox, reactualizando los mensajes de la sangre (familia), de la tierra (patria) y de la “posverdad” (ideología), encuentra eco y ofrece refugio a unas poblaciones aterrorizadas ante la incertidumbre y fragmentadas por la atomización individualista y la hipercompetitividad características de la mundialización neoliberal. Indignadas también ante un discurso universalista que identifican con una cháchara hueca al servicio de élites políticas y económicas corruptas. Frente a este desafío la acción de la izquierda no puede consistir en reeditar las campañas antifascistas de la Europa de Entreguerras. No es ese el escenario, no son esas las apuestas. Tampoco puede regodearse en la loa de las diferencias identitarias, cayendo en la “trampa de la diversidad”. Pero eso no significa regresar sin más al lenguaje de la explotación y de la lucha de clases. Debe enseñar que las contiendas involucrando al género, la etnia o a la orientación sexual son también luchas por lo universal. Tiene que mostrar que el retroceso de los derechos sociales, el incremento de la desigualdad y el sufrimiento cotidiano entre aquellos mismos que votan a Vox, no son una consecuencia de las conquistas históricas del universal por la especie humana, sino una prueba de la fragilidad de estas conquistas y una exigencia para preservarlas contra la barbarie.

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Vazquez
Fotografía: Jesús Massó

Se conmemora en estos días el bicentenario del nacimiento de Karl Marx. Heredero de la Ilustración y un clásico del pensamiento crítico, el revolucionario de Tréveris se sitúa en la misma estela que Freud y Nietzsche, Habermas y Hannah Arendt, Foucault y Judith Butler, entre muchos otros. El pensamiento crítico, como el derecho a la educación y a la salud pública, la división de poderes o las garantías procesales, constituye sin duda una conquista histórica de la Humanidad. Su cultivo y su transmisión deberían figurar entre las principales obligaciones de la Universidad pública. Y sin embargo, malos tiempos corren para la crítica en esta institución. ¿Qué significa pensar en el Alma Mater del siglo XXI? A tenor de lo que se constata día tras día, el pensamiento administrativo, el puro management conforma cada vez más el modo predominante de ejercicio intelectual en los recintos universitarios. Así por ejemplo, el tiempo invertido en la tramitación de las solicitudes o en la gestión de los proyectos de investigación, devora progresivamente el que debería dedicarse a la propia tarea investigadora, y si el proyecto es de alcance europeo, la vertiente burocrática adopta una envergadura ciclópea. Los órganos colegiados del gobierno universitario se han convertido poco a poco en maquinarias exclusivamente destinadas a la gestión (aprobación de normativas y reglamentos, puesta en marcha de procesos de acreditación de títulos y servicios, etcétera), relegándose por completo su condición de foros donde se expresan inquietudes e iniciativas de índole moral, cívica, cultural y política. Se suele olvidar que el pensamiento administrativo concierne exclusivamente a los medios; no cuestiona las cosas; se limita a organizarlas del modo más eficiente posible con vistas al cumplimiento de fines cuya bondad o maldad no entra a valorar. A veces se dice que un buen político debe ser ante todo un buen gestor, pero esto es situar a Adolph Eichmann, el competente administrador de la empresa de exterminio, en el mismo nivel que Pericles.

La colonización del pensamiento universitario por la mera gestión ha conducido también al crecimiento hipertrofiado de los organigramas de la institución. Se multiplican los cargos de administración al tiempo que la enseñanza, pese al reciente aumento de la tasa de reposición, queda en manos de un personal cada vez más precario, sustituyendo a las nutridas cohortes de profesores titulares y catedráticos que se jubilan. Se trata de docentes universitarios con salarios de pinches de cocina, abrumados de clases por impartir y de cometidos burocráticos, postergándose en ellos toda expectativa de promoción. Es el retorno de los “penenes”, figuras predominantes en el paisaje universitario español de los años setenta del pasado siglo. Pero la precarización, coaligada ahora con la multiplicación de los cargos de gestión y el magma de vericuetos y laberintos burocráticos sólo fomenta el clientelismo y la corrupción. El gigantismo, la esclerosis y la descomposición moral de los aparatos de partido en la fase final de los países del telón de acero constituyen un espejo que debería hacer pensar a nuestros dirigentes universitarios. ¿Esta es la famosa adecuación de la Universidad a la demanda social en la que se nos viene insistiendo desde hace tanto tiempo? Los recientes y vergonzosos episodios acontecidos en la Universidad Rey Juan Carlos a raíz del célebre máster de Cristina Cifuentes no son accidentales; muestran la dependencia de la Universidad pública respecto a poderes y servidumbres externas, revelan que la pérdida de autonomía institucional acompaña al olvido del pensamiento libre, crítico, en los recintos académicos. Convertida en un mero mamotreto al servicio de la gestión, desprovista del más mínimo entrenamiento en la reflexión moral y política sobre fines y valores, la Universidad queda a merced de vivillos y sinvergüenzas.  Elevemos preces para que las inquietantes informaciones publicadas por el Diario de Cádiz sobre el concejal Romaní y el profesor Guillén, no añadan un nuevo capítulo a este funesto relato.