Primero, quisiste saber de medios de comunicación, de sensacionalismo, de cómo rellenan titulares para meternos el miedo por el cuerpo con algo que no es más que una nueva fiebre como otra de esas lejanas que no rompieron en nuestra orilla. Lejos aún quedaban muy lejos esos hijos de la Gran China. Incluso Italia estaba lejos… es que estos italianos…
Luego quisiste entender de medidas. De las acciones más recomendables, las alternativas constitucionales, entendiste cómo se propaga el virus, mucho mejor que ese supuesto experto que nos informa. Entendiste de pandemias, de cómo debe actuar un gobierno de verdad y no estos mequetrefes que permitieron el 8M, como para fiarse de ellos, tú sí que entendías, vaya si entendías.
También sabías perfectamente que las medidas de confinamiento debían ser mucho más firmes desde el principio. Mano dura, exceso policial si es preciso, ¡que estamos en estado de alarma, coño! Entendías de reclamos patrióticos tan incendiarios como pueriles, tú entendías de sacrificio y orden, tú más que nadie, porque asumes que este mundo de vagos no entiende como tú de todo eso.
Fuiste un gran opinador de mascarillas, guantes, distancias, desinfectantes, de cuánto dura el virus en cada prenda, ¡cómo disfrutabas sentando cátedra en tu hilo sobre la última cagada cometida en aquel hospital al que nunca has ido ni irás, porque está a 700 km de distancia de tu casa! Ya que, como buen ciudadano, das por entendido tu derecho a opinar de cualquier cosa que tú decidas.
Entendiste de curvas exponenciales, logarítmicas y asintóticas. Nadie como tú sabía que doblegar esa curva es una cuestión fundamentalmente de matemáticas. Simples matemáticas. Tú entendiste de tasas de contagios, factores de multiplicación, ratios de UCIS, números relativos, absolutos, cardinales y ordinales. Entender de eso que nadie entiende, qué placer tan socorrido.
Y qué bien se te dio entender de juegos infantiles, un sin fin de manualidades, retos virales, memes, hasta conciertos infumables de tu guitarra llena de polvo, porque entendías que tu obligación moral era entretener a las mentes débiles (la tuya no, claro) que necesitaban que tú los entretuvieras, porque tú sí que entiendes de lo que necesita la gente. Claro que sí. La gente necesita DE TI.
Cuando todo lo anterior ya no te servía para entender más pusiste tus ojos en los balcones. En esos desconocidos de toda la vida, 20, 30, y hasta 40 años sin hablaros, y que una vez pase todo esto volverán a su deliberado anonimato, qué bueno fue entender que estaban ahí para que tú los saludaras diariamente a las ocho, qué bonito entender de buena vecindad, salvo de esos que no salen, qué se habrán creído, que a las ocho no salen pero a las once bien que salen a bajar el perro o a comprar dos tonterías… Esos… ¡esos sí que no entienden nada de nada de lo que está pasando! ¿Verdad?
Cuando la alarma se convirtió en la novedad, la novedad en lo excepcional, lo excepcional en rutinario, y lo rutinario en calvario, solo entonces, miraste a los que estaban en tu casa. Trataste de entender el vacío en la mirada de la compañera ignorante de tu vida. Hiciste esfuerzos por entender las crisis de ansiedad de tu hija adolescente, que otra vez ha vuelto a vomitar. Sin tener ni puta idea, trataste de neutralizar las rabietas de tu hijo pequeño al que como animalillo enjaulado se le va la vida contra los barrotes que aseguran protegerlo.
Y ahora que se te cayeron las curvas y mascarillas, las asíntotas y los BOE, las ratios y los balcones, el pan casero y las series, ahora que lloras impotente por tu familia en un rincón de tu cama, ahora que juras por Dios no saber qué más hacer para sobrevivir a la simple vida de los días que pasan sin pasar: ¿Qué tal si empiezas otra vez desde 0 y tratas simplemente de entenderte a ti mismo?