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¿Por qué languidece la escuela pública? Indudablemente, la historia de la escuela pública en España ha sido una historia de desamor, maltrato y abandono. Los momentos de querencia, apoyo y trato preferente han sido, por el contrario, efímeros (un recuerdo para la República) y, por ello mismo, poco fructíferos en cuanto a un fortalecimiento definitivo de la escuela pública en nuestro país. Y las consecuencias de todo ello están a la vista: hoy atravesamos momentos preocupantes.

Asistimos a una evidente etapa de desamor hacia la escuela pública que amenaza con arruinarla definitivamente: este hecho queda recogido para los anales de una historia de la desidia educativa en esa foto, aparecida estos días en los medios, del colegio público Carmen Jiménez, de Cádiz capital, con un triste apuntalado de urgencia —¡hay alumnado dentro!— que apuntala también la sospecha de que las soluciones se toman como mero intento de que la enfermedad provocada por la desatención y el parcheo se dilate en el tiempo hasta la expiración de un modelo educativo —el modelo público— que cada vez parece interesar a menos gente. Y no es sólo cuestión del insuficiente esfuerzo en el sostenimiento de los centros públicos: más grave resulta que una democracia supuestamente avanzada y supuestamente humanista, supuestamente social, y supuestamente solidaria haya llegado a promulgar y siga tras varios años ya padeciendo una ley educativa como la que actualmente rige en nuestro país, la LOMCE, auspiciada por el aciago ministro Wert, cuyo espíritu y cuya letra dicen mucho sobre la sensibilidad hacia lo público de la sociedad española…

La escuela publica historia de un desamor
Ilustración: Pedripol

Pero hagamos un breve ejercicio de anamnesis. Por ceñirnos a la historia reciente, los inicios de la llamada Transición a la democracia generaron esperanza e incluso ilusión en el ámbito educativo progresista. Aquellos acuerdos tempranos, recogidos en los Pactos de la Moncloa, sobre importantes inversiones públicas en la construcción de centros escolares, hicieron abrigar esperanzas de mejoras definitivas en relación a la educación pública. Mucha gente entonces pudo ilusionarse con la idea de que comenzaba un tiempo en el que los centros privados (mayoritariamente religiosos), quedarían relegados al olvido, o a la marginalidad, en un país que parecía querer dar, en la educación, un lugar preeminente a lo público y lo aconfesional.

A tales prometedoras iniciativas llevadas a cabo desde el ámbito político, respondió en consonancia la comunidad educativa: por parte del profesorado es digno de recuerdo la proliferación de aquellos dinámicos y dinamizadores Movimientos de Renovación Pedagógica que trataban de introducir en la escuela ideas y prácticas actualizadas e innovadoras; en cuanto a las familias, recordar también que el grado de participación en los órganos de gestión escolar que a tal fin fueron implantándose en los centros, tuvieron en principio una favorable e importante acogida. Parecería que se inauguraba uno de esos momentos históricos de eclosión ilusionantes en torno a la escuela pública…

Pero el transcurrir del tiempo se encargó de truncar ilusiones y esperanzas innovadoras, y, paralelamente, de confirmar privilegios y de asegurar que los caminos de la escuela pública fuesen transitados mayoritariamente por sus perseguidores… Se comienza a legislar con matices favorables a la escuela religiosa/privada/concertada, hasta llegar a la promulgación, en 1985, de la LODE, en la que no sólo se introducen elementos que van a legitimar, favorecer y eternizar la permanencia de la escuela privada, sino que difumina una apuesta clara por la laicidad y la coeducación. Esa ley (del PSOE) representó agua de mayo para los centros de titularidad religiosa/concertada/confesional. Pronto comenzaría un periodo para la escuela pública que hoy amenaza con llegar a su apogeo y que se caracteriza por el deslucimiento, el desapego, el desamor, la dejadez, la desconsideración… el abandono más ruin y descarado. No se trata ya de mantener, cuidar, o remozar la escuela pública: se acude a su apuntalamiento, sólo cuando es inminente su derrumbe…

Esta situación actual y las perspectivas que parecen adivinarse nos llevan a la pregunta definitiva con la que iniciábamos estas líneas: ¿Por qué languidece la escuela pública?

¿Puede achacarse al desinterés de los responsables de las políticas educativas? ¿Es consecuencia de la escasa y menguante inversión económica favorecida por las directrices austericidas impuestas por una Unión Europea alineada con un neoliberalismo triunfante? ¿O es el resultado del exitoso envite neoliberal que busca la privatización, no ya sólo de la enseñanza, sino de todo aquello que pueda ser susceptible de proporcionar beneficios económicos a las élites de los negocios y del poder? ¿Tal vez es que la escuela pública debe morir de muerte natural en nombre de una libertad liberal que la somete a una tensión efectista y falseadora, tipo PISA, y que atiende a criterios tecnocráticos inspirados en la consecución de una excelencia mediocre caracterizada por el deseo de éxito individual y sentido empresarial de la vida y de los sueños de la gente?

Todo esto tendrá algo que ver, claro está… Pero creo que hay que apuntar al desamor cada vez más generalizado en nuestra sociedad, no sólo hacia la escuela pública, sino hacia todo lo público. Concretamente, en Cádiz, en nuestra provincia, van clausurándose cada año un número inquietante de aulas y centros públicos indudablemente porque la gente opta cada vez más por la enseñanza privada/concertada. La razón última es el triunfo de lo que suelo llamar “el sistema DESeducativo”.

Evidentemente, hemos sucumbido a la poderosa propaganda neoliberal que viene persiguiendo y consiguiendo que nuestra subjetividad se adapte a las intenciones de una ideología despreciable y muy dañina, porque utiliza de manera engañosa y perversa el concepto de libertad. Nunca la libertad liberal ha confiado en lo público, en lo colectivo, en lo social; a lo sumo en la masa. Tampoco en la persona: ni en usted ni en mí, lectora, lector, sino en un individuo cuya privacidad, cuya subjetividad, va cada vez más siendo inundada por las carencias, el pensamiento automático y la emotividad infantiloide.

En otra ocasión hablamos de cómo lo están consiguiendo. Buscaremos la inspiración, las ganas y la fuerza en toda esa gente que, a pesar de todo, sigue manifestándose y trabajando en favor de la escuela pública.

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A falta de la publicación, necesaria, de una contrahistoria del Cádiz liberal, no habrá otro remedio que seguir padeciendo los malentendidos crónicos generados por las habituales crónicas de ese Cádiz “nudo estratégico del comercio mundial” que fue.

Posiblemente, los fastos del bicentenario terminaron encallados en la intrascendencia debido a que se insistió en exceso en esta imagen fija del Cádiz de entonces, lo que terminó restando importancia a todo cuanto se movía en torno a esa bonita postal de brillo excesivo.

Un brillo que los muñidores incondicionales del mito liberal gaditano tomaron como reflejo de la realidad misma. De esta forma, empeñados en dar lustre al Cádiz liberal, se cayó en la complacencia y comodidad de la crónica (insistencia en los datos) y se desestimó hacer el trabajo duro y arriesgado en que consiste la Historia, que es la interpretación de esos datos.

En sintonía con este estado de cosas, en estos días de subastas electorales vienen a Cádiz líderes políticos no a comprometer políticas creíbles para revertir los graves problemas del Cádiz de ahora, sino a ofrecer liberalismo como garantía de modernidad, renovación y progreso. Por supuesto, echan mano de la consabida crónica del Cádiz liberal, recurso fácil que les exonera de explicar desde la Historia las causas de la “decadencia” de aquel emporio mercantil e ilustrado construido por dinámicos empresarios liberales de la burguesía del XVIII-XIX, para acabar, en nuestros días, convertida Cádiz en una ciudad atrapada en un frustrante marasmo económico generador de una sociedad subsidiada, conformista, pícara, pendiente sólo de los “eventos lúdicos”, según expresiones que recogía aquel informe publicado no hace mucho por los servicios sociales municipales.

Por una necesaria contrahistoria del cadiz liberal
Fotografía: Jesús Massó

De ser cierta esta realidad, Cádiz sería algo así como esas familias que exhiben un portentoso pasado, tan idílico, tan deslumbrante, tan inalcanzable, que los descendientes venidos a menos lo padecen como una losa que disuade e incluso impide cualquier intento de emular aquel pasado excepcional por considerarlo de antemano precisamente eso: excepcional, irrepetible.

De ahí la necesidad de replantear esa manida crónica del Cádiz liberal, en todo caso historia con minúscula, por distorsionadora de una realidad que ha ido engordando a costa de la ausencia de pensamiento crítico. Y para ello, resulta esencial que el tan loado esplendor liberal del Cádiz de entonces lo veamos como lo que en realidad fue: la pista de despegue de una ideología, el liberalismo, que, andando el tiempo, habría de llevarnos a la complicada realidad en la que se desenvuelve hoy Cádiz, Andalucía, España, Europa y el planeta en su conjunto.

No obstante, es difícil —imposible en cierta medida— enfrentarse a la fuerza inexpugnable del mito, especialmente cuando el mismo viene siendo cultivado y expandido acríticamente por el establishment académico, político, económico, mediático… A la eterna actualización del mito del Cádiz liberal contribuye también la inercia del pensamiento binario, que ante cualquier crítica al liberalismo dieciochesco opone el razonamiento de una supuesta permanencia del despotismo regio de no ser por la iniciativa revolucionaria de la burguesía liberal.

Pero lástima que haya que insistir en algo tan obvio e incuestionable como es que dicha revolución actuaba al mismo tiempo contra la soberanía regia y contra la soberanía popular. De ahí que John Brown, pudiera escribir con razón que “La idea de un liberalismo revolucionario y, por lo tanto, en ruptura radical con un antiguo régimen absolutista, teocrático y feudal es mucho más un elemento de la mitología del propio liberalismo que un reflejo de su realidad histórica”.

Al hilo de estas consideraciones, quisiera hacer referencia a un libro recientemente editado por la editorial Sílex (Cózar y Rodrigo Alharilla, eds., edit. Sílex, Madrid, 2018), con el título “Cádiz y el tráfico de esclavos: de la legalidad a la clandestinidad”. Personalmente, lo elegiría como introducción a esa “contrahistoria del Cádiz liberal” que echo de menos, porque, a mi entender, constituye una llamada de atención a cuantos insisten en ese mito del Cádiz liberal. Sin embargo, este libro ha pasado gloriosamente desapercibido (¿desdeñado?) en el entorno cultural gaditano, salvo algunas referencias en la prensa local y algún acto académico y de presentación. Será que, como bien afirma la coeditora del mismo, Carmen Cózar, “el tráfico de esclavos fue uno de los grandes problemas escondidos y no resueltos en las Cortes de Cádiz”.

Y es que este problema nunca habría podido (ni querido) ser resuelto por un liberalismo que pretendía investirse con ropajes democráticos promulgando una Constitución, la del Doce, que resultaba ya arcaica, obsoleta, y en absoluto democrática, desde el momento mismo de su promulgación. La idea (o ideal) constitucionalista resulta del todo incompatible con ciertas prácticas de entonces, toleradas o al menos no impedidas por unas Cortes que se decían revolucionariamente democráticas: tal era el caso del tráfico clandestino de esclavos, conocido y normalizado en la sociedad gaditana de entonces. Igual que en nuestra actualidad, las Constituciones liberales muestran su irrelevancia democrática cuando conviven con toda normalidad con las desigualdades y las injusticias cada vez más generalizadas y sangrantes.

El factor clave que hacía permanecer escondido y sin resolución en las Cortes de Cádiz el problema del tráfico de esclavos no era otro que la corrosiva “ética” liberal inspiradora de las peculiares Constituciones que han convivido, desde entonces, en feliz y productiva asociación con un capitalismo que se despliega en flagrante contradicción con la democracia: primero, y por encima de todo, los beneficios y el enriquecimiento de las oligarquías del dinero, con la consiguiente desposesión del común, y eludiendo con una y mil triquiñuelas los textos constitucionales, ya de por sí descafeinados, ambiguos y claramente escorados hacia la defensa de los más emblemáticos conceptos de la ideología liberal.

¿Alguien con espíritu crítico y solidario puede despejar hoy totalmente, visto lo visto, la sospecha de que tales Constituciones sean en realidad poco más que “la reglamentación de la vida de los débiles”?

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En plena virulencia del conflicto entre el taxi y las plataformas VTC (principalmente Uber y Cabify), hemos podido oír a un conductor de una de esas plataformas hacer esta declaración: “lo que tiene que hacer el taxi es modernizarse, adaptarse a los tiempos, y si no pueden tener un día libre pues que no lo tengan”.

Lo impactante de estas reveladoras palabras reside en que no proceden de los millonarios que están detrás de Uber y Cabify, sino que provienen de una diminuta y explotada piececita de ese engranaje general que reporta suculentos beneficios a quienes apenas tienen que mojarse ni aparecer en esos conflictos entre pobre gente en lucha desesperada por una precaria supervivencia. Es una muestra más de cómo “la nueva razón del mundo” (el neoliberalismo rampante de nuestros días) ha conseguido instalar en los cerebros la idea de que la alternativa a este mundo inhóspito es la lucha desesperada de todos contra todos… los desesperados, se entiende, que son la mayoría. Una guerra por la supervivencia entre gente previamente herida por los efectos de un sistema despiadado que sólo obedece a la lógica del abuso de poder.

No hacen falta muchas lecturas ni hacer un exhaustivo esfuerzo de observación para llegar a la constatación de que eso llamado “mercado laboral” (en aceptada pero engañosa terminología liberal), ha pasado de ser un sistema de reclutamiento disciplinador (en el sentido de Foucault), chantajista, e injusto por su nulo sentido democrático, a evolucionar hacia lo que hoy podríamos denominar “mercadeo laboral”: una auténtica picadora de derechos, una sibilina maquinaria destructora de la dignidad de la gente que depende de un empleo para vivir, una trampa cruelmente diseñada para despojar aún más a los ya despojados…

Se requiere gente 40
Ilustración: Pedripol

¿Y cómo hacen quienes pueden hacerlo para imprimir cada día una nueva vuelta de tuerca a este enloquecido panorama en el que todo parecido con un Estado de Derecho es sencillamente un sarcasmo? Pues aquí a mano, junto al teclado en el que escribo estas líneas, tengo dos ejemplos, dos maneras, de hacer ese sucio trabajo de “destrucción creativa” (otro constructo liberal engañoso) con el que se intenta que los atrapados canten alabanzas a la trampa.

Por una parte está el discurso que podríamos llamar del “solucionismo tecnológico”. Es un discurso plagado de expresiones que no resisten un “control de calidad” (por continuar con la jerga industrioliberal), digamos un análisis profundo, con referencia a la que debía ser finalidad última de todo ese entramado conceptual: las personas, las buenas personas, las personas corrientes, las personas más vulnerables, las personas que empeñan su trabajo por un salario justo, las personas que constituyen la mayoría…

Expresiones pretendidamente mágicas, prestigiadas por una peligrosa euforia tecnológica capaz de privar de sus aspectos positivos a cualquier tipo de tecnología, y, al mismo tiempo, banalizar y dar carta de naturaleza a los aspectos más negativos de las mismas. En un solo folio que recoge uno de esos tipos de discurso encuentro (y copio algunas), las siguientes expresiones: big data, predecir escenarios futuros mediante analytics, cloud on the edge, segunda generación de chatbots, realidad virtual, blockchain, necesidad de soluciones disruptivas, integración del mundo “core” con el mundo digital… Y así va edificándose un sofisticado edificio donde apenas aparecen quienes presumiblemente tendrían que habitarlo: las personas reales, corrientes… Sólo rara vez se habla de “el papel central que adquiere el desarrollo de talento con nuevas capacidades para afrontar los principales desafíos de la Industria 4.0 y de la digitalización”. ¿Se referirán al talento de las personas o al de la inteligencia artificial? Ya uno duda dónde se quiere hacer radicar ese talento necesario para llevar a cabo la denominada pomposamente “Revolución 4.0”. La pista nos la dan esos mismos impulsores de espacios habitacionales evanescentes, esos digito-arquitectos 4.0, cuando actúan en el mundo real del “mercadeo del trabajo”.

Aquí y ahora, y ya situados en el mundo real, se prescinde del utillaje terminológico futurista anterior y se apuesta por el pragmatismo de toda la vida, ese pragmatismo transversal que ha recorrido las Revoluciones 1.0, 2.0, 3.0, y que se quiere que continúe activo en la 4.0. Un pragmatismo de una brutalidad explícita y transparente, sin términos extraños que emborronan cosas tan claras y sencillas como son “las cosas de comer”. Los actores del aquí y ahora (que repito, son los mismos que se parapetan tras nombres espectrales como “Minsait”, “Waymo”, “Alphabet”…), lucen ya denominaciones más convencionales: por ejemplo, Confemetal, la patronal del metal que pide contratos “de inserción” para jóvenes, mediante el cual se permita pagar por debajo del convenio colectivo y abonar indemnizaciones “reducidas”. La inserción significa aquí trabajadores más baratos, tanto en sus sueldos como en la posibilidad de echarlos a la calle, tal como explica eldiario.es

En definitiva, lo que ambas formas del mismo discurso requieren es “gente 4.0”, que ya sabemos las “cualidades” —el talento— que deben tener y demostrar: fuerte resistencia a la precarización; una moral y una ética volátiles; orgullo de clase asépticamente amputado; buen talante y constante sonrisa a prueba de desalientos puntuales; alabar a tu empleador en tus conversaciones cotidianas; disponibilidad 24 horas 365 días en previsión de avisos “online”; talento para banalizar ocasionales humillaciones, necesarias para una mejora de la competitividad personal; capacidad emocional para practicar la indiferencia ante las llamadas “injusticias”; ni mú en asuntos de “ideología de género”, cuestiones LGTBI u otras cuestiones que excedan el interés de la parte contratante; libres de cargas u obligaciones familiares… etc.

En un libro publicado en España hace ahora diez años con el título de “Trabajo y sufrimiento: cuando la injusticia se hace banal”, y que pasó gloriosamente desapercibido, su autor, Christophe Dejours, se preguntaba: “¿Cómo aceptamos sin protestar unas exigencias laborales cada vez más duras, aun sabiendo que ponen en peligro nuestra integridad mental y psíquica? ¿Por qué miramos hacia otro lado ante la suerte de los parados y los “nuevos pobres”? ¿Cómo se tolera la humillación resignada que se presenta de forma cotidiana en tantos lugares de trabajo?”

¿Tendrá la Revolución 4.0 respuestas a tales preguntas?

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Como es bien sabido, el movimiento mereció una atención intelectual preferente entre los primeros filósofos griegos, que vincularon el cambio —el devenir de la realidad misma— precisamente al movimiento. “Nada cambia sin movimiento de por medio”, podría ser el axioma exitoso de aquellos remotos pensadores. Paralelamente, por aquel entonces, aparece también el rechazo a la idea de movimiento, y, en consecuencia, la aversión al cambio. Extrapolando, y tal vez forzando un poco las cosas, podríamos decir que en aquellos momentos surge también esa actitud conservadora (ahora diríamos reaccionaria) de toda la vida, que niega los valores y la fecundidad del movimiento y su relación con el cambio.

jaime rosales
Fotografía: Jesús Massó

Dicen las crónicas librescas que la solución a esta polémica la aportó Aristóteles… Pero a pesar de tan ilustre autoría, aquella pretendida solución no sirvió, a lo que se ve, para dirimir definitivamente en la controversia. Andando el tiempo, la aversión al movimiento y al cambio se mantuvo viva como seña de identidad de la intolerancia y la cerrazón. Ya en época tardía (bien entrado el s. XVII) asistimos a la célebre, aunque posiblemente apócrifa, autoexculpación (¡Eppur si muove!) de Galileo ante el inquisitorial tribunal que lo juzgaba por, precisamente, defender el movimiento  de la Tierra, contra la concepción inmovilista de los ultraconservadores de entonces, que pretendían un planeta Tierra y un universo inertes, congelados, en permanente letargo y quietud.

Y el caso preocupante es que hoy andamos enredados aún en aquella vieja controversia que, históricamente, desde el intelecto fue bajando, bajando, hasta anidar en las tripas de determinado tipo de gentes, y de allí acabó enquistándose en las gónadas de reaccionarios y ultraconservadores exaltados, propensos a imponer a los demás el inmovilismo y a impedir todo atisbo de cambio. Es evidente que el movimiento, el cambio, resultan atávicamente molestos aun hoy para muchos conciudadanos nuestros, para quienes la única realidad dinámica que consideran permisible y deseable es la dinámica de los mercados, el flujo de capitales, la pujanza de las bolsas…

En cambio, están contra cualquier otro movimiento: aborrecen el movimiento migratorio, porque son excluyentes; quieren impedir el desplazamiento de refugiados y parias de la Tierra, porque son crueles; abominan del movimiento feminista, porque son casposamente machistas; pretenden hacer la vida imposible a quienes se mueven por el reconocimiento de las diferencias, porque son intolerantes; cierran los ojos a la realidad del cambio climático, porque son fanáticos de la estabilidad y de las realidades inmutables… En definitiva, son anacrónicos, porque no ayudan en nada, sino que entorpecen, la mejora del mundo y de todo cuanto en él se mueve…

El problema es que se agrupan bajo aquella tosca divisa que resonó hace poco en el Congreso, y que entonces, como ahora, es capaz de helar el fluido sanguíneo de cualquiera que pretenda moverse: ¡¡Quieto todo el mundo!!

Y así, los hay que pretenden suprimir todo cambio habido desde los tiempos de la Reconquista, nada menos, punto de referencia desde el que aspiran a pastorear el mundo. Otros, cuya exigua memoria histórica comienza y acaba en los tiempos del paleolítico liberal, quieren someter al letargo y a la parálisis todos los derechos  conseguidos superando el toque de queda del inmovilismo, refractario a la justicia, la igualdad y la fraternidad, términos civilizatorios que vienen grandes a ciertas cabecitas abiertas sólo a la mezquindad de lo individual, de lo diminuto y de lo inmóvil. Constituyen la grey de quienes añoran y persiguen aquél imposible e inexistente motor inmóvil: dios, el mercado…

Saben que “nada cambia si nada cambia”, según la acertada frase que he oído, o leído, recientemente no recuerdo dónde. Y ahí están, maquinando contra todo cambio, contra todo lo que se mueve. Pero ignoran que las leyes físicas (cuando están bien formuladas) nos describen un universo en continuo movimiento y permanente cambio…, igual que unas leyes sociales (cuando son justas) nos ofrecen la posibilidad de cambio hacia  un mundo de libertad, igualdad y fraternidad, cuya realización sí sería la solución a tan larga y penosa controversia, y que tanto desasosiego ha traído y sigue trayendo a la gente de buena voluntad de todos los tiempos y de todos los pueblos del planeta Tierra. Planeta que, no lo olvidemos, está en permanente movimiento y en continuo cambio, para fortuna de la Vida, que sabemos no prospera en compartimentos estancos, cerrados, ni en ambientes refractarios a la diversidad…

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Pastor
Fotografía: Jesús Massó

No parece que esté suficientemente estudiado el fenómeno en virtud del cual un determinado derecho, conseguido indefectiblemente mediante arduas luchas contra los poderes establecidos, termina constituyendo, ese mismo derecho, un obstáculo para la consolidación y mejora de la democracia. El Poder encuentra siempre la manera de revertir a su favor cualquier concesión que, en principio, parecería iba a modular su potencial dominador, pero que, finalmente, esa misma concesión, termina siendo un elemento más que favorece su capacidad real de dominio.

Es lo que está ocurriendo con un derecho fundamental que creíamos felizmente incorporado ya para siempre al activo de las democracias actuales: el derecho al sufragio. El procedimiento concreto mediante el cual se ha venido ejerciendo, actualizando, haciéndose efectivo, este derecho fundamental son las elecciones tal como hoy las concebimos y practicamos, ya sean estas locales, autonómicas, generales, europeas… Dicho esto, puede que quien esté leyendo estas líneas se pregunte: ¿En qué medida, en qué sentido, y cómo, el derecho al sufragio puede obstaculizar el perfeccionamiento democrático? ¿No habíamos dicho que votar es siempre un acto que define y prestigia a la democracia?  Veamos…

De entrada, y aunque parece que la sociedad no lo echa en falta, existe una clamorosa ausencia de debate en profundidad acerca de un elemento tan fundamental y definitorio de cualquier democracia, como son las elecciones. Y no me refiero ahora, claro, a ciertos aspectos restringidos y más concretos de los procesos electorales, como por ejemplo el problema de las circunscripciones, que genera desigualdad real entre el electorado, y que también afecta a la relación votos obtenidos/reparto de escaños… El caso es que tenemos en puertas una cascada de elecciones y ese debate no parece oportuno plantearlo ahora. Pero su ausencia se dejará sentir y al final del proceso cabe prever como resultado más significativo un cuerpo electoral maltrecho y una democracia liberal inmutable —como mal menor— y en consecuencia ajena a tantos y tantos asuntos de fondo que previsiblemente seguirán sin resolver ni atender, o mal resueltos. Todo ello ante el temor de quienes vemos encogerse día a día las posibilidades de una democracia sin los agujeros y trucos de esta que dicen ser una democracia asentada y garantista…

Puede ser que estemos pidiendo a la democracia liberal realmente existente lo que no puede ni pretende dar, porque está diseñada para lo que está diseñada. A menudo olvidamos el origen y el carácter aristocrático de la democracia liberal, que ha determinado la sensibilidad, la intencionalidad y la orientación de tal sistema a través del tiempo. No vendría mal recordar que la generalización del derecho al sufragio, pese a tener tras de sí una larga y dura lucha reivindicativa, solo fue reconocido y tolerado por los poderes liberales de entonces tras haber sometido a la política a unos convenientes niveles de desactivación, en orden a asegurarse de que el acceso de las mayorías al sufragio no llevaba aparejada la renuncia a los privilegios fundamentales de los que venían gozando las élites beneficiadas por el sistema. ¿Quién pondría en duda el hecho preocupante de que en torno a las democracias liberales realmente existentes en el mundo están originándose hoy más conflictos que soluciones, especialmente para las capas más desprotegidas de la sociedad?

Por ello, no podemos ignorar ni infravalorar la existencia de factores que desvirtúan el valor democrático que tiene ejercitar el voto. Uno de los más tristes y preocupante de estos factores es, qué duda cabe, el moldeamiento deliberado de las conciencias, la perturbación intencionada de la capacidad para discernir con claridad los distintos factores que entran en juego a la hora de ejercer la soberanía popular, la creación de condiciones que hacen cada vez más difícil “leer” la realidad social, política, económica… Porque una cosa es que la realidad sea de suyo compleja, y otra muy distinta es que se la haga complicada, confusa…, en suma: ininteligible.

¿Somos conscientes, por poner un ejemplo harto evidente, del efecto que tiene en las elecciones ese ambiente de miedo generalizado y difuso que con evidente irresponsabilidad se propala machacona y de manera burda desde los poderes interesados en anular cualquier intento de cambiar el orden establecido? ¿Estamos en disposición de conocer los intríngulis extrapolíticos que se ciernen como nubarrones negros sobre un hecho aparentemente libre como es el ejercicio del voto? ¿Qué papel está teniendo en relación a la democracia y al ejercicio efectivo de la soberanía popular todo el entramado delictivo que se canaliza vía algoritmos, inteligencia artificial y redes sociales?  ¿Cuánto hay de verdad en esa sospecha que se agranda día a día entre la ciudadanía, de que nuestros destinos están cada vez más mediatizados por poderes ajenos a la democracia y que, por tanto, el ritual electoral es poco menos que un entretenido juego para que nos creamos dueños de nuestros destinos?  La envergadura y la dureza de estas cuestiones son los motivos por los que, probablemente, se nos invite a participar en las elecciones como una “fiesta de la democracia”, en la que supuestamente se disfruta hasta morir.

Con todo, el fenómeno más aterrador, que a las esferas de los distintos poderes no parece preocupar demasiado (¡¡hace subir las bolsas!!), es la proliferación de dirigentes autoritarios —cuando no abiertamente fascistas— como resultado “normal” de elecciones supuestamente democráticas y libres… No es un fenómeno nuevo en la historia reciente de las democracias liberales, de ahí la preocupación extrema que debería generarse en los aledaños del Poder.

Y para finalizar, un conjuro contra el pensamiento binario: cuestionar la democracia (esta democracia), y arrojar dudas sobre la bondad de las elecciones (estas elecciones), no significa que tengamos que dar la espalda ni a esta democracia ni a estas elecciones; de lo que se trata es de aprovechar todos los márgenes disponibles para propiciar otras elecciones y otra democracia. Es lo que hacen “los malos”, pero con intenciones bien distintas a las nuestras, lector, lectora, porque el fascismo no es en absoluto democrático…, aunque se nos quiera convencer de lo contrario.

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Jpastor
Imagen: Pedripol

Al poco tiempo de tomar posesión el nuevo Gobierno del PSOE, la actual Ministra de Educación anunció que su Ministerio tiene la intención de poner en marcha una asignatura obligatoria a la que seguramente —puntualizó la Ministra— NO se iba a denominar “Educación para la Ciudadanía”, sino tal vez “Educación Cívica”, “Valores Cívicos”, o algo parecido.

Ni que decir tiene que recibo con una gran satisfacción las palabras de la nueva titular de Educación. Solemos olvidar, o desconocer, que muchas de las grandes insuficiencias democráticas que padecemos se derivan de una deficiente educación cívica de una parte amplia de la sociedad. Deficiencia, por supuesto, inducida y deseada desde los ámbitos del Poder.

Pero más que el contenido de lo que se anunciaba, me llamó la atención el tono empleado por la Ministra: faltó poco para que pidiera disculpas explícitas por sus pretensiones.  Y la comprendo, pues ahí es nada volver a insistir en implantar una asignatura —la Educación para la Ciudadanía— que fue combatida fieramente desde el principio, desactivadas sus potencialidades después, y, finalmente desterrada del currículo educativo, para el indecente regocijo de la derecha más recalcitrante. Y así, tras la activa oposición de las fuerzas ultra-conservadoras (incluida la iglesia católica) y la indiferencia de la sociedad en general, la asignatura de Educación para la Ciudadanía quedó definitivamente enterrada en el olvido, ese lugar de nuestra mente colectiva donde se generan las grandes y graves deficiencias democráticas de nuestro tiempo…

Ahora, el flamante Gobierno del PSOE quiere apostar de nuevo por recuperar una asignatura específica centrada en la educación para la ciudadanía, o educación cívica. Así lo aseguró expresamente la actual Ministra de Educación. Pero tácitamente estaba añadiendo  “…y perdonen las molestias”. Y es que la nueva titular de Educación es sin duda consciente de que, junto al aumento de la presión fiscal sobre los grandes bolsillos, tal vez sea la educación para la ciudadanía —es decir, el empoderamiento intelectual y moral de la gente respecto a la realidad social, política y económica en la que vive—, las cuestiones que más ponen de los nervios a ese poder que teme y combate por todos los medios la emergencia de una ciudadanía formada y realmente informada, blindada contra la manipulación, refractaria a las mentiras, e incrédula ante los típicos cuentos —relatos— emanados de los poderes no democráticos, que son los que realmente dirigen nuestras vidas, y a los que con más frecuencia de la deseable sucumbimos.

Por todo ello, es preciso partir de un hecho evidente: volverán a renacer con fuerza las susceptibilidades de la caverna contra la educación para la ciudadanía, o educación cívica (la denominación es lo menos importante). Ante una actitud tan claramente antidemocrática, es esencial no transigir ante esa  especial y regresiva sensibilidad conservadora que, primero, intentará que sea una asignatura ligh, desactivada, “inofensiva”, para finalmente eliminarla de nuevo a la primera oportunidad que tengan de hacerlo. Porque la intención última, ya demostrada, es impedir cualquier posibilidad de pertrechar a la ciudadanía con la más valiosa de las mochilas: la posibilidad de construir en libertad su propia autonomía y el impulso para incrementar su soberanía, muy menoscabada como consecuencia de las prácticas abusivas de una democracia amañada, como es la democracia liberal realmente existente.

Escribió en su día Max Horkheimer —en relación a otro contexto contemporáneo suyo, pero no del todo distinto al actual— que “pronto los caminos del pensamiento serán transitados sólo por sus perseguidores”. Del mismo modo, quienes creemos en la necesidad de una educación potente —y la educación para el ejercicio de la ciudadanía lo es— no podemos dejar que los caminos de la educación cívica sean transitados sólo por quienes la persiguen. Por ello tenemos la obligación moral de estar ahí, de entender y apreciar el sentido esencial e imprescindible de la educación cívica, con el firme compromiso de practicarla desde nuestras posiciones y circunstancias personales en la sociedad. A favor de una educación cívica deberíamos estar todos y todas, para defenderla, fomentarla, divulgarla y hacerla atractiva a quienes le dan escasa o nula importancia, bien por desconocimiento o bien por susceptibilidades y prejuicios ideológicos. Y por supuesto, deberíamos exigir su permanencia sea cual sea el partido que en cada momento gobierne.

Y, como ya digo, en el caso de que la asignatura de Educación Cívica llegue a ser una realidad de nuevo en los curricula escolar y académico, surgirán igualmente de nuevo los perseguidores. Volverán a renacer con fuerza las susceptibilidades de la caverna porque una verdadera educación cívica gira necesariamente en torno a una serie de aspectos esenciales y transformadores, claramente opuestos a ideologías de corte autoritario, conservador e insolidarios. Conviene por tanto tener muy presente cuáles son esos aspectos irrenunciables que deben informar la filosofía, la letra y la práctica de dicha asignatura, en evitación de eventuales transacciones que devalúen y desactiven significativamente su mordiente transformador.

Por todo ello, me permito comentar, sin ánimo de exhaustividad ni prevalencia, y de manera breve, algunos de esos aspectos que a mi entender deben estar incluidos necesariamente en una asignatura de Educación Cívica que pretenda ser realmente transformadora.

Ante todo, lógicamente, parece imprescindible partir de un reconocimiento claro y de un convencimiento profundo del valor cívico indiscutible de la educación en general y de la educación para la ciudadanía en particular, con la mirada puesta en conseguir el objetivo de que cada persona, cada ciudadano, cada ciudadana, llegue a interiorizar como una oportunidad de enriquecimiento moral propio la contribución a la igualdad, la justicia y el bienestar general. Cuando las fuerzas reaccionarias tanto la combaten, es seguro que la educación cívica constituye un camino acertado para que las sociedades, la gente, la ciudadanía, puedan alcanzar las cotas de  libertad, de democracia y de soberanía que, con diversos subterfugios, están limitadas (y limitándose progresivamente) en contextos democráticos de baja intensidad.

Así mismo, la educación cívica debe incidir de manera clara en promocionar los valores de lo público, en su sentido amplio y profundo, entendido como logro cultural, social y político irrenunciable. Ello incluye la capacitación ciudadana para la construcción y desenvolvimiento de unas instituciones públicas creadas con criterios realmente democráticos, refractarias a los distintos tipos de corrupción, al objeto de que la ciudadanía pueda impedir que, como a menudo ocurre ahora, desde dichas instituciones se legisle y/o gobierne en contra de las capas más desfavorecidas y vulnerables de la sociedad. Valorar lo público significa estimar la necesidad de una sociedad decente, igualitaria, responsable, justa, pacífica, fraterna…, verdaderamente democrática, en definitiva.

De igual modo, una cultura cívica deseable tiene que estar predispuesta a considerar como positivos para la convivencia democrática los valores de la diversidad, en todas sus formas, contra la opinión de quienes identifican diversidad con conflictos irresolubles, caos y problemas de “orden público”. Pero sólo desde una perspectiva constructiva de la diversidad podemos trabajar en favor de una potente pedagogía-acción para la resolución de conflictos… La Educación Cívica puede y debe ser la herramienta adecuada para potenciar la convivencia en lugar del enfrentamiento, para facilitar encuentros donde la intolerancia sólo concibe encontronazos.

Y directamente relacionado con lo anterior, la Educación Cívica tiene que servir a la necesidad de potenciar una visión compleja de la sociedad, del mundo, de la política… Muchas de las insuficiencias democráticas actuales provienen de esa visión simplista y estrecha que suele estar en el origen de actitudes intolerantes, de corte autoritario, xenófobas. En aquellos asuntos en los que tiene lugar la interacción humana (y la política lo es en grado sumo), la simplificación es el camino seguro hacia el error, la conflictividad y las injusticias.

Otro aspecto inseparable de la educación cívica es el fomento de la capacidad crítica, es indispensable poner a disposición de la ciudadanía las herramientas, la información más veraz y las prácticas intelectuales más adecuadas, al objeto de que cualquier persona obtenga la capacidad y la motivación para desenmascarar los verdaderos poderes, intereses y procesos que mueven el mundo. Desenmascarar, y digo bien, porque las causas y consecuencias de las grandes cuestiones y conflictos que nos afectan suelen estar enmascaradas tras múltiples y engañosas apariencias y falsos discursos.

Por otro lado, la educación cívica tiene que ser un elemento firmemente empeñado en el fomento y la potenciación de la empatía y la fraternidad, tanto entre las personas individuales que conforman la sociedad, como entre pueblos, sociedades distintas, colectivos…, etc. Estamos inmersos en una cultura que justifica e incluso ensalza la competencia, que de ordinario no suele ser competencia sana, sino simple y llanamente pasar por encima de los otros cabalgando privilegios o situaciones de superioridad económica o de estatus. Revertir los hábitos de la competición por los de la cooperación debe ser un objetivo esencial de la Educación para la Ciudadanía.

Y por último, pero no por ello menos prioritario, la Educación para la Ciudadanía, o Educación Cívica, debería hacernos a todos y a todas mejores y más demócratas. La indiferencia ante las cuestiones sociales, la desvinculación de la política activa, el desinterés por la suerte de los más desfavorecidos y vulnerables, la desmotivación participativa ante tanta corruptela y tanto truco, son actitudes que abogan a favor del desistimiento ciudadano, para beneficio de las élites dueñas de la situación. Me gusta esa afirmación que señala la perfectibilidad —es decir, la capacidad/posibilidad de perfeccionamiento—, como la virtud central de la democracia. Una verdadera Educación para la Ciudadanía nos habilita para participar de forma consciente, informada, constructiva, altruista…, en ese proceso de perfeccionamiento continuo de la democracia.

Cuando termino de redactar estas líneas germinan susurros, que pueden terminar en gritos, barajando la posibilidad de que el actual Gobierno se vea obligado a convocar anticipadamente elecciones generales. Muchas intenciones, entre ellas la de implantar la asignatura de Educación Cívica, puede que vuelvan a quedar en el olvido colectivo, que, como he dicho más arriba, es ese fatídico lugar donde se generan las grandes y graves deficiencias democráticas de nuestro tiempo… y de todos los tiempos.