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Fotografía: Jesús Massó

Volví a Cádiz después de mucho tiempo. Por supuesto me recibió el levante. No recordaba una sola vez que no hubiera vuelto a Cádiz de algún viaje, excursión o evento señalado en mi biografía que Eolo no hubiera “soplao” de tierra firme; desde chico. Quizás no es que sople el levante cuando los gaditanos volvemos sino que volvemos cuando sopla el levante, como si inconscientemente lo necesitásemos para que nos empujara.

Crucé el puente Carranza en el bus y entré por la avenida. Esa desangelada avenida con los bloques de poniente tapando de repente el sol y bajando la temperatura para que una racha de levante te rajara la garganta mientras observabas a las “encanijadas” palmeras batirse pidiendo socorro… ufff… Cualquier “gana” que trajese de volver se quedaba a la altura del pabellón nuevo. De hecho hubo gente que se bajó en esa parada y cruzó para coger el bus de vuelta. Por eso nunca fue necesario terminar la muralla de Cortadura, pensé.

A mayor hubiera sido el disfrute fuera, más chunga me parecía la vuelta a la rutina. Pero no por ella, sino por Cádiz, por lo pronto que te golpeaba al recibirte. Como si te tuviera envidia por haberte podido librar de ella una temporada, o coraje, o despecho. O todo junto.

Por suerte para ambos esa fase del videojuego se superaba enseguida y se pasaba a una mucho más ilusionante: recorrer la avenida descubriendo si había cambiado algo. Aunque sólo hubieran estado fuera un fin de semana, los gaditanos jugaban cuando volvían del campito en Chiclana o incluso del Ikea.

Los pasajeros iban atentos, jugando en silencio. Ante la falta de cambios, a la altura de San José, la gente comenzó a quejarse:

– Hay que vé, las pantallas apagás…

– ¡y la avenida sin luces de navidad en pleno puente de la Inmaculada!…

– ¡Cádi está igual!, protestó enfadado uno cuando pasamos por el eterno Deportes Romero

– ¡Cádi está muerto!, sentenció otro

Pero yo sí que aprecié un cambio significativo: a medida que el bus avanzaba se incrementaba el debate entre los pasajeros acerca del “modelo de ciudad”. Y ese  cambio estaba dentro, no fuera:

  • Lo que hay que hacer es traer más turismo
  • Pero turismo “del bueno”, que en los barcos na más que vienen tiesos
  • Lo que hay que hacer es “vender Cádi”
  • Que vengan los ricachones y se dejen la pasta
  • Eso, vender Cádi, los gaditanos no sabemos lo que tenemos
  • Tenemos más historia y patrimonio que nadie
  • Lo mejón der mundo
  • Pero hay que venderlo si no no vale pa ná
  • Cádi tiene que volver a ser lo que fue
  • Aro
  • Como  en el s. XVIII
  • Eso, hay que hasé un parque temático y tor mundo vestío de pirata
  • ¡Y de piconera!
  • Que pongan un peaje en el puente y el que no sea de cái que apoquine si quiere verlo
  • Eso, hay que vender cái y que el dinero se quede en Cái
  • ¿y el arte que hay en Cái?, ¿en?
  • La gracia que hay en Cái no la hay en ninguna parte, ¡y hay que venderla!
  • ¡Ole, ole, mi cai!
  • ¡Hay que hacer cái grande otra vé!
  • ¡Cádi, patrimonio de  la humanidá!, – tarareó uno
  • ¡Y un mojón pa los humanos, cái es de cái na má, y es patrimonio del ga… di-ta-nooo!… -remataron a coro los demás
  • ¡ese cáiiii!

El atronador “¡oé!” que cerró el debate fue más potente aún debido a que coincidió con el paso por la muralla de Puerta Tierra.

Sin bajarme del bus, misión cumplida. Ya pude volver a 2031 y confirmar a La Resistencia que la venta de la ciudad a un fondo de inversión se había fraguado mucho antes. Perversa y sibilinamente nos habían ido colando “ciertas expresiones” trasvasadas del mundo de la empresa y el marketing: “Marca España”, “vender destino”, “marca personal”… Y una de ellas había dado sus frutos en junio de 2026: “Hay que vender Cádiz”. Y se vendió. Se confirmaba así que el ilógico salto toponímico de Gadir, Gades, Qadis, Cádiz a Cái sin pasar por Cádi que se produjo en 2023, no fue más que una maniobra de marketing para favorecer los tópicos y convertir la ciudad en marca: Caiworld. Por primera vez en 3000 años (si, en 2031 sigue teniendo 3000 años) Cádiz tenía un verdadero dueño. Pero no un dueño simbólico como el Cristo de tal o la Virgen de cuál. No; un dueño con escrituras firmadas ante notario. Y eso sí que iba a misa.

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Javier benítez

Fotografía por Jaime Mdc

Las personas que vivimos en ciudades hacemos pipí y caca. Si negamos esta evidencia no disponiendo lugares donde hacer pipí y caca, las personas tenemos dos opciones: hacer pipí y caca en mitad de la ciudad o hacer pipí y caca en un bar, tienda, estación, etc. Quitando a los cuatro guarros que aún teniendo un wc al lado prefieren ensuciar la calle, a la inmensa mayoría nos produce cierto malestar e incluso estrés tener que localizar un váter como si fuera una cabina de matrix. Es un tema aparentemente tonto y banal, escatológico o más bien escatoilógico, pero no tener dónde satisfacer nuestras necesidades fisiológicas no va a hacer que nuestra especie evolucione hasta desarrollar una vejiga del tamaño de un balón de Nivea. El «homo meapocus» no va a existir. Nunca he entendido el silencio en torno a este asunto, ¿qué es de peor educación?, ¿hablar del tema o no afrontarlo?.

Las sociedades más avanzadas lo son entre otras cosas porque solucionan cuestiones vitales para sus miembros haciendo su vida más fácil y cómoda. ¿Tan difícil es?. He tenido la suerte de hacer pipi y caca en otras ciudades del mundo y aunque he visto de todo, me quedo por supuesto con lo bueno. No sé cómo estará ahora, pero hace años hacer pipi en Venecia era tan agradable como pasear por sus calles y canales. Tenía un precio, eso sí. ¿Pero cuántas veces me habré tomado en Cádiz un café sin ganas por aliviar otras ganas?, ¿acaso no es eso más caro?…y más sucio. Porque aunque parezca contradictorio, nuestra superdesarrollada normativa urbanística obliga a ciertos establecimientos a contar con baños perfectamente accesibles pero es bastante más laxa en cuanto a velar por su limpieza. El resultado es que a veces entras en bares cuyos baños no tienen ni una sola barrera arquitectónica pero en cambio cuentan con otro tipo de barreras infranqueables; sobre todo si vas en chanclas. Aquella vez en Venecia me dejé unos dos euros al cabo del día, pero en los baños que entré había siempre alguien de mantenimiento que los tenía como una patena. ¡Ah!, ¡y había papel!, ¡y jabón!, ¡y no tenías que secarte las manos en los pantalones o aprovechar su humedad para peinarte!…    En otra ocasión, cerca de Hamburgo, me dio un apretón de aguas menores. Era una ciudad pequeña, como Cádiz, y al estrés  mingitorio exportado que llevaba conmigo se unía el hecho de no saber ni papa de alemán. Bueno, «miento», sabía decir buenos días y pedir una cerveza así que dejé a mi familia en la calle y salí corriendo a buscar un bar…

– guten morguen, ain biar

El camarero me sirvió una jarra de medio litro y no pareció extrañarse de mi petición a pesar de ser poco más de las nueve y media de la mañana. – Cómo son estos alemanes, pensé,

seguro que desayunan cerveza con churros… Acuciado por la necesidad que hasta allí me había guiado me la bebí casi entera a toda prisa. Al terminar le di al camarero un billete de cinco euros del que no recibí vuelta alguna; pero no quería discutir, quería mear; soñaba con mear y sentir el placer del alivio. – ¿Toilet?, pregunté en un perfecto francés de Cádi-cádi,

– jier kaine toileten, di toileten is in der nosequé, me dijo el nota negando con la cabeza y señalando con el dedo hacia la calle. – ¡Por favor!, ¡plis!, ¡por tu madre!, ¡que me acabo de jincá medio litro de cruzcampen!, le insistí desesperado agarrándome mis partes y moviendo las piernas como hacía mi hijo de cuatro años.

– jier kaine toileten!, di toileten is in der nosedónde!, me gritó exaltado señalándome la calle. En una fracción de segundo salió de la barra y vino corriendo hacia mí. – Ya la hemos cagao, pensé, – pero no meao, añadió mi yo interior. Salí huyendo a toda prisa, pero el camarero me persiguió calle abajo. Pasé junto a mi familia descompuesto sin poder explicar nada. Mis hijos empezaron a llorar y mi mujer a gritar cuando estuvieron a punto de ser absorbidos por la estela que dejó el hamburgués al pasar corriendo a su lado. Parecía una escena de Micción imposible. De repente frenó en seco ante una cafetería y comenzó a gritar señalando al interior: – jier!… Toileten!, jier!… Jamás me hubiera acercado si no hubiera escuchado la palabra «toileten». Aún recuerdo aquel alivio… Muchas veces lo que más esfuerzo requiere es lo que más se disfruta. Al salir de la cafetería el alemán me esperaba junto a mi familia. Estaban riendo a carcajadas acompañados por dos policías y unos cuantos transeúntes. Entre todos nos explicaron que allí no todos los bares tenían baño y que lo que hacían para dar ese servicio a los clientes era ofrecer el de algún establecimiento del entorno que sí tuviera. Tener wc era un valor añadido para el local, no una obligación. Aquí, donde es obligatorio tenerlo, el valor añadido y que pocos añaden, es que esté limpio. Y había que ver esos baños alemanes, relucientes, bienolientes, cómodos, agradables. Pero no solo porque los usuarios al verlos limpios los cuidaran más, sino también porque siempre tenían a una persona en la puerta cuyo trabajo consistía en eso, en que diera gusto aliviarse, sin estrés. A cambio de una propina lo mantenían en perfecto estado de revista así que podían usarse sin necesidad de tomar un café, pedir el favor a cambio de una mala cara o jincarte medio litro de cerveza.

No creo que aquí los bares deban tener la responsabilidad de cuidar nuestras vejigas. Servicios y fuentes públicas son más necesarios aún en nuestras ciudades donde pasamos mucho más tiempo en la calle que en otros lugares con peor clima; mientras falten, la ciudad estará incompleta, por terminar. Pero claro, si no vemos la calle como parte de nuestra casa…

Siempre que viajo pienso que Cádi es lo más bonito del mundo, pero cuando me encuentro estas cosas pienso: a ver cuando llega allí esta moda. Y del pipí de los niños y los perros… pufff, mejor otro día, que voy al baño. Alíviense (donde puedan).