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Hesle

Fotografía por Jaime Mdc

Aparecen a mitad de los 60 y primeros de los 70 del siglo pasado, en los conocidos como cinturones industriales de las grandes ciudades y en todas ellas con el común denominador de reclamar mejores condiciones materiales y de calidad de vida para sus barrios; son la asociaciones de vecinos.

Desde que vieran la luz, en el 65 y 68, Los Alamos y Palomeras Bajas en Madrid se constituyen muchas otras; bien por mimetismo, dada la homogeneidad social de los nuevos barrios, o bien de la mano de quiénes habiendo participado de algún modo en las que fueron pioneras, las promueven al regresar a sus zonas de origen.

Ejemplos del primer caso son: Vallecas o El Pozo en Madrid; Bellvitge en l´Hospitalet o Sant Boi en el Baix Llobregat y el Sector Sur Sevillano, la Virgencica de Granada y la barriada Coronación de Jerez, en Andalucía. En el supuesto segundo y teniendo por referentes a Cataluña, País Vasco y Madrid, se fundan asociaciones en Jaén, Linares y la Línea. En Cádiz ciudad se crea en mayo de 1969 la de Puntales; le seguirá la del Cerro del Moro en el 73, Lebón y Loreto lo harán en el 75 y 76.

Los detonantes de una actividad que destaca por su carácter concientizador y reivindicativo -además de favorecer la relación humana y social del vecindario- fueron las carencias de infraestructuras y de servicios básicos, así como los efectos de la especulación inmobiliaria. Las AAVV tuvieron también, dada la relevancia histórica del momento, una indiscutible participación en la recuperación de las libertades y los derechos sociales. Para Manuel Castell, fueron actores sociales claramente influyentes en los años 70.

Tres etapas marcan la trayectoria del movimiento vecinal desde esos primeros instantes hasta hoy. La primera que abarca la década de los 70 y concluye con las primeras elecciones municipales. La segunda se inicia con la integración a las nuevas corporaciones locales de muchos dirigentes vecinales que concurren a las elecciones integrados en listas de formaciones de izquierda. Se produce, tal vez por esta circunstancia, un visible repliegue del movimiento vecinal que acaba institucionalizándose y perdiendo su inicial carácter reivindicativo. Desde los renovados Ayuntamientos se les facilitan locales públicos y subvenciones para la realización de programas destinados a atender las necesidades sociales a las que las flamantes administraciones no pueden responder todavía.

La década de los 90 marca, por último, una tercera etapa caracterizada por el incremento del número de asociaciones que se constituyen en barrios de diferente extracción social; lo que conduce a la heterogeneidad de concepciones y funcionamiento. La diversidad de intereses provoca una importante atomización y división entre los colectivos pero los hándicaps más determinantes de este periodo son la incapacidad para conectar con los vecinos así como la falta de interés de éstos por implicarse en los procesos participativos; según una queja recurrente de los responsables. Ambas circunstancias llevan a cuestionar la legitimidad de las entidades vecinales como portavoces de los barrios.

Mientras tanto, las asociaciones se entregan más a la organización de talleres sobre destrezas manuales o artísticas y eventos festivos que favorecen la insensibilidad y la desactivación social que a la promoción individual y la corresponsabilidad. Las asociaciones son percibidas como lugares de esparcimiento y no como espacios de organización y dinamización de la ciudadanía. Ante semejante estado de cosas otro tipo de entidades comienzan a dar respuestas a problemáticas específicas relacionadas con la mujer, los jóvenes, las personas mayores, la salud o la cultura. Van conformándose, al tiempo, modelos alternativos de organización ciudadana como las plataformas o asambleas populares que hacen frente a situaciones puntuales como la paralización de los desahucios, el fomento del empleo, el acceso a la vivienda, la intermediación frente a los bancos o a garantizar los suministros de luz y agua.

A la vista de un escenario tan distinto del que las viera nacer las AAVV deberían redefinir el papel que podrían estar llamadas a desempeñar. Al respecto, existen ya algunas experiencias como el caso de Trinitat Nova en Barcelona, las plataformas ciudadanas del Movimiento por la Dignidad del Sur, Usera-Villaverde en Madrid o Miraflores en Sevilla y, por qué no, el trabajo desarrollado en Puntales entre los años 1994 y 2011; ejemplos de estrategias diferentes en cuanto al funcionamiento y nuevas formas de organización basadas en hacer confluir las visiones de los distintos colectivos ciudadanos presentes en cada zona de cara a la elaboración de un diagnóstico compartido de la realidad, a actualizar las nuevas demandas, a aportar alternativas a los problemas y a establecer las pautas del modelo de barrio que se desea.  Para ello, se haría imprescindible reconvertir los espacios públicos de los que disponen las asociaciones vecinales en centros de civilidad o de promoción de la ciudadanía; lugares para favorecer el desarrollo comunitario de los respectivos barrios y para rearticular y promover la participación real de la ciudadanía.

Frente al actual panorama de inquietante distanciamiento ciudadano de las instituciones y quienes las representan -así como de desconfianza y rechazo hacia cuantos trabajan por el bien común-  las AAVV deberían concentrar todos sus esfuerzos en fomentar la práctica de valores cívicos y democráticos; generar conciencia crítica y responsable; facilitar la formación y la información; educar para la paz y el entendimiento; favorecer la solidaridad, la cooperación social, el respeto a la diversidad en todas sus manifestaciones y contribuir a la sostenibilidad del planeta.  Y, sobre todo, deberían emplearse, junto al resto de colectivos asociativos, en construir ciudad y ciudadanía. Un camino abordable que además conecta con las señas de identidad del propio movimiento vecinal.