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Los últimos acontecimientos políticos en Andalucía, y en buena parte del mundo, me obligan a repensar la Historia como un viaje de ida y vuelta. Un pararnos a pensar lo que hemos sido y apenas hemos cesado de ser para saber quiénes somos y queremos ser, aquí y ahora. Es un viaje que emprendo con el corazón helado y en él me encuentro con un triste aniversario que casi me pasa inadvertido en medio del frío: en 2018 se cumplieron ochenta años desde que el poeta Luis Cernuda emprendió el camino de un exilio del que no regresaría jamás. Y sesenta desde que nos dejara la mejor reflexión sobre su obra recopilatoria La Realidad y el Deseo. Me refiero a su Historial de un libro, publicado por primera vez en la tercera edición de su antología poética.

El legado de Cernuda no es solo estético, también moral, de reconocimiento natural de su sexualidad y exigencia ética para su país, con el que nunca fue condescendiente y siempre crítico. Si su compañero de generación y mártir aciago, entonces, de la causa republicana y, hoy, también de la causa homosexual, Federico García Lorca, manifestó siempre una vivencia atormentada de su propia sexualidad (Contra vosotros, maricas de las ciudades, / de carne tumefacta y pensamiento inmundo, clamaba en su celebérrima Oda a Walt Whitman), Cernuda siempre se sintió movido por una necesidad de verdad desnuda y sin ambages sobre sí mismo, como ya nos anunciara en una de las piezas claves de su poemario Los placeres prohibidos (1931):

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
Si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
Como una nube en la luz;
Si como muros que se derrumban,
Para saludar la verdad erguida en medio,
Pudiera derrumbar su cuerpo, dejando solo la verdad de
su amor,
La verdad de sí mismo (…)

Aunque la suya nunca fue verdad esclarecida, sino verdad que se impone de manera inexorable, que no aceptaría nunca un amor que no ‘osara decir su nombre’. Por ello esa verdad no solo concierne a sí mismo, sino al conjunto de la sociedad. Cernuda, como Lorca, debió conocer las subculturas homosexuales que comenzaron a aflorar en las grandes ciudades de Europa y América durante el segundo tercio del siglo XX, pero su valoración política difiere notablemente. Si el granadino defiende al muchacho que se viste de novia / en la oscuridad del ropero, el poeta sevillano asume la transcendencia sociopolítica de la visibilidad queer. En El escándalo, una pieza parte de Ocnos (1942) , obra en prosa no incluida en la recopilación de La Realidad y el Deseo, nos relata:

Un coro de gritos en falsete, el ladrar de algún perro, anunciaba su paso, aun antes de que hubieran doblado la esquina. Al fin surgían, risueños y casi envanecidos del cortejo que les seguía insultándoles con motes indecorosos. Con dignidad de alto personaje en destierro, apenas si se volvían al séquito blasfemo para lanzar tal pulla ingeniosa. Mas como si no quisieran decepcionar a las gentes en lo que éstas esperaban de ellos, se contoneaban más exageradamente, ciñendo aún más la chaqueta a su talle cimbreante, con lo cual redoblaban las risotadas y la chacota del coro (…)

Eran unos seres misteriosos a quienes llamaban «los maricas».

Es más, Cernuda fue, a su manera, un precursor de lo que varias décadas después dio en llamarse ‘poesía de la experiencia’. Y es la propia experiencia, del amor, de la realidad, del deseo, lo que constituye la materia prima de su obra. “Siempre traté de componer mis poemas a partir de un germen inicial de experiencia, enseñándome pronto la práctica que, sin aquél, el poema no parecía inevitable ni adquiría contorno exacto y expresión precisa”, nos cuenta en su Historial de un libro. De hecho, es la decepción amorosa, tras finalizar su relación con el joven Serafín Fernández Ferro, la que inspira el poemario posterior a Los placeres prohibidos. Me refiero a Donde habite el olvido (1932-1933), obra que toma el título de un verso de la Rima LXVI de Bécquer, ese romántico tardío al que tanto admiraba. Para Cernuda, el olvido será ahora un lugar

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista

Hasta la publicación de esta obra, según reseña en su Historial…, el poeta se había movido en los círculos, a menudo machistas, del surrealismo, granjeándose la animadversión de notables figuras del mismo como Luis Buñuel, lo que sin duda contribuyó a la osadía de inaugurar su siguiente poemario, Invocaciones (1934-1935), con el poema abiertamente homoerótico que dedica A un muchacho andaluz:

(…) Eras el mar aún más
Tras las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
Eras forma primera,
Eras fuerza inconsciente de su propia hermosura (…)

Pero Cernuda es sabedor de que la realidad es un dique levantado para contener los procelosos impulsos del deseo. Y en la construcción de esa escollera participarán tanto las fuerzas fascistas como la República, con la que había colaborado en las Misiones Pedagógicas, cuando estalló la Guerra Civil. Así, el poema que escribe a su buen amigo Federico tras su asesinato en agosto de 1936, apareció publicado en la revista republicana Hora de España sin su quinta estrofa, de carácter explícitamente homosexual:

(…) Mira los radiantes mancebos
Que vivo tanto amaste
Efímeros pasar juntos al fulgor del mar.
Desnudos cuerpos bellos que se llevan
Tras de sí los deseos
Con su exquisita forma, y sólo encierran
Amargo zumo, que no alberga su espíritu
Un destello de amor ni de alto pensamiento (…)

Su poesía, hasta entonces eminentemente amorosa, se había tornado elegiaca con el estallido de la contienda. Con ella comenzó también el exilio, por Francia, Inglaterra, Estados Unidos, México… que lo apartó de su país para siempre. “Fuera de mi tierra, tuve durante años cierta pesadilla recurrente: me veía allá, buscado y perseguido. Sufrir de tal sueño es cosa que, simbólicamente, me enseñó bastante respecto a mi relación subconsciente con España”, nos confiesa en Historial…

Sin embargo, ni el exilio ni la miseria moral de su país lograron quebrar jamás su integridad como poeta ni su empeño en responder a los envites del deseo. Apenas algo más de una década antes de su muerte abandonó la relativa comodidad material que por fin consiguió con su trabajo como profesor en Mount Holyoke College, en Estados Unidos, para trasladarse a México junto a su nueva pasión, el joven culturista llamado Salvador, que da nombre al primer poema de la colección amorosa ‘Poemas para un cuerpo’, el cual se publicó como parte de Con las horas contadas (1950-1956). Cernuda se refiere a él en Historial… como “X”, cual si no quisiera arrollar en ese desafío a la realidad que constituyó su vida y su obra a quienes todavía podían verse comprometidos por la revelación de su sexualidad. “Sabía, si necesitara excusas para conmigo, cómo hay momentos en la vida que requieren de nosotros la entrega al destino, total y sin reservas, el salto al vacío, confiando en lo imposible para no rompernos la cabeza””, declarará a propósito de esta su última peripecia vital.

Sálvale o condénale,
Porque ya su destino
Está en tus manos, abolido.

Si eres salvador, sálvale
De ti y de él; la violencia
De no ser uno en ti, aquiétala.

O si no lo eres, condénale,
Para que a su deseo
Suceda otro tormento.

Sálvale o condénale,
Pero así no le dejes
Seguir vivo, y perderte.

Con Salvador se extingue una fuerza deseante convertida en experiencia poética. Con él, el pálpito del corazón de Cernuda. Un andaluz, un poeta, un marica. Un refugio donde cobijarse en este nuevo invierno de la historia andaluza. Como él mismo nos refiere en su Historial…, citando a Empédocles: “porque antes de ahora he sido un muchacho y una muchacha, un matorral y un pájaro, y un pez torpe en el mar”.

Tiempo de lectura ⏰ 4 minutitos de náJosegarciaLo he probado. La tan anunciada aldea global se había convertido en un territorio cercado. Y Facebook decidió cancelarnos la voz. Imponernos una suerte de clausura sobre el cuerpo. Acepté, pues, el envite de los delatores, denunciantes, guardianes de la moral de todo pelo, para pasarme durante un trimestre al movimiento por la desconexión.

Es más o menos el tiempo transcurrido desde que la empresa propiedad de Mark Zuckerberg decidió suspender la página de Cuerpos Periféricos en Red, un proyecto editorial alternativo que emanaba directamente de la cultura de los fanzines y queerzines de la década noventa, en un periodo de la historia del activismo social en nuestro país anterior a la eclosión de la Web 2.0, pero que trataba de adaptarse a las posibilidades de la nueva revolución tecnológica. Nos dejamos seducir por el concepto de la hiperconectividad. Qué digo concepto. La hiperconectividad se convirtió en poco más o menos que un apotegma. Nos entusiasmamos con el celebrado regreso al estado tribal de la comunicación. Hasta que la tribu empezó a dotarse a sí misma de regulaciones, prescripciones, criterios de uso, tipos penales que modularan aquellos periodos de guerra y paz desatados en los albores del siglo XXI en las lindes de la aldea global, como había vaticinado ya Marshall McLuhan a finales de la pasada década de los sesenta.

Facebook adujo que nuestras publicaciones tenían contenido pornográfico. Los anónimos denunciantes de nuestra página pudieron tal vez ampararse en el fondo del blog que servía de principal (aunque no única) herramienta al proyecto editorial: unas tiras de imágenes que repetían una fotografía de los artistas visuales argentinos posporno María Antonia Rodríguez y Martín Castillo Morales. La fotografía reproducía un conjunto de cuerpos enredados sobre una mesa escritorio. Cuerpos desnudos, que no mostraban ningún acto sexual explícito y apenas dejaban entrever sus partes ‘pudendas’. Pero con una importante carga sugestiva. Carga que sin duda no debieron soportar nuestros detractores, algunos de los cuales ya nos habían estado enviando amenazas y comentarios injuriosos a nuestras cuentas personales de Messenger.

Si para los raperos que difunden sus trabajos en las redes sociales los cenáculos del poder autoritario han encontrado una coartada democrática en el delito de exaltación del terrorismo, a los artistas y activistas maricas nos siguen persiguiendo las normas antiobscenidad. Y créanme si les digo que vivimos en una sociedad que tiende a calificar cualquier demostración más o menos explícita, e incluso no tan explícita, de sexo marica como un acto de obscenidad, solo representable en los espacios liminares del dominio social y virtual.

Es un viejo recurso. Un lugar común. Si se trata de argumentar contra las posibilidades de representación de los cuerpos no heteronormados. Criterios que apelan al ‘buen gusto’ (yo no discuto que pueda no gustarte un rap o una imagen homoerótica, sino que ello te confiera el poder de censurarlos), a ‘la protección de los menores’ y otra serie de topoi habituales en la retórica homofóbica de la cultura occidental.

Esta retórica neopuritana ya estaba presente en las sociedades occidentales antes de la era 2.0. Baste recordar los episodios de censura sin paliativos que sufrió la obra del fotógrafo Robert Mapplethorpe en la década de los ochenta, cuando la Corcoran Gallery de Washingtown canceló una retrospectiva de la misma por mostrar imágenes que se consideraron sexualmente explícitas o que denotaban un evidente componente homoerótico. El ultraderechista senador Jesse Helms llegó a presentar una propuesta para que se retirara todo tipo de ayudas públicas al arte a obras como la de Mapplethorpe. Hoy muchas de estas piezas también están censuradas en Facebook.

Ahora nos han tocado nuevos tiempos y nuevo vigía de Occidente. Donald Trump ha comprendido no solo que las redes sociales pueden y deben ser reglamentadas a partir de los principios de legitimidad del capitalismo tardío, sino que son también un importante punto de acceso a la subjetividad de sus usuarios y, consecuentemente, susceptibles de manipulación. No en vano aceptó la sugerencia de la empresa especializada en comunicación estratégica que se ocupó de su campaña electoral, Cambridge Analytica, de comprar a Facebook millones de datos personales de usuarios que se convirtieron en targets prioritarios de sus mensajes políticos sin ser conscientes de ello.

‘Informáticas de las dominación’, que diría Donna Haraway en los estertores de un fin de siglo gobernado por los reaganomics. Y el sexo, naturalmente, tampoco podía quedar fuera de este nuevo dispositivo de control y regulación. Las nuevas tecnologías de la comunicación han asumido hoy las prácticas y discursos de la policía médica, la epidemiología: Sintef, entidad noruega sin ánimo de lucro, revelaba la pasada primavera que Grindr, la mayor app de contactos entre hombres gays del mundo, había compartido datos tan sensibles de sus usuarios como su estado VIH con dos compañías contratadas para optimizar su programa informático. Datos que nadie puede asegurar que no vayan ser objeto de transacción mercantil o intereses necropolíticos.

Hemos despertado de la tecnofilia. Creíamos haber encontrado un altavoz para cada ciudadanx, logrado la democratización del concepto de opinión pública, pero algunos hacíamos lo de siempre: confesar nuestro sexo ante el poder, aquel que perdona, que te impone penitencia, que anota tus faltas en el libro de confesiones, que vigila tus malos pensamientos.

Ya lo ven. He llegado a empatizar mucho con lxs desconectadxs de nuestro ‘gran hermano’ primisecular durante estos últimos meses de clausura y cierre. Ahora estoy decidido a no confundir visibilidad con sobrexposición, a escabullirme entre los logaritmos de las apps que gobiernan la red para que el poder no me sujete, a no dejarme embriagar por lo que no es más que una simulación del encuentro con ‘el otrx’, a no confesarles mi sexo nunca más.

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Garcia
Fotografía: Jesús Massó

Episodios como los vividos por Alex Salinas, el joven trans de La Isla a quien el Obispado negó la posibilidad de ser el padrino de bautizo de su sobrino allá por el verano de 2015 o, más recientemente, el revuelo montado por los sectores más ultramontanos del conservadurismo religioso por la presencia de drag-queens en la cabalgata de Reyes Magos de Vallecas, evidencian hasta qué punto determinadas categorías corporales -permítanme que lo exprese así- continúan siendo excluidas de cualquier relación con lo sagrado aun en un periodo de acendrado sincretismo religioso, filosófico y moral como el que vivimos.

Hablar de lo sagrado y de la condena a la inmanencia que la cultura heteropatriarcal ha venido dictando sobre sujetos que encarnan determinadas categorías-cuerpo no resulta tarea fácil cuando el punto de partida de quien enuncia el problema es el ateísmo más consabido. Pero permítanme hacer el esfuerzo de ir orillando este prejuicio de partida, empezando por esclarecer la dilogía intrínseca del término. Tanto en griego como en latín existen dos palabras para referirse a ‘lo sagrado’. En griego son hierós y hagios, pero mientras la primera alude a lo sagrado en referencia a lo divino como fuerza y luz, la segunda implica también la acepción de maldito. Algo muy similar a lo que ocurre con las voces latinas sanctus y sacer. Los sujetos inmanentes, inhabilitados para transcender el cuerpo, se vinculan a esta segunda acepción de lo sacro, desde Eva y Pandora, los cuerpos calcinados de los moradores de Sodoma y Gomorra o el ‘nefando pecado’, hasta la más moderna acusación de destrucción del hombre como proyecto de ‘la ideología de género’.

Victoria Sendón de León (Marcar las diferencias, 2002) recuerda además en los prolegómenos del nuevo siglo que lo sagrado se refiere también a determinados objetos o lugares que forman parte del culto y que poseen una especial virtualidad de transformación. Dos de esos objetos son el Falo y el Grial, que la ensayista feminista somete a una escrupulosa comparación. Para ello comienza recordándonos que el Falo, símbolo masculino de la fecundidad, era especialmente venerado en los cultos dionisiacos. De hecho, como objeto de veneración, este supone una metonimia de lo masculino en la que se toma la parte por el todo y cuya presencia o ausencia instaura un tipo de lógica. “Supone, pues, la condición mínima del sentido en la dualidad si/no, uno/cero y ser/no ser”, apostilla Sendón al hilo de la teoría lacaniana.

Sin embargo, mientras la metonimia opera por desplazamiento del significante, la metáfora actúa por condensación del significado, elaborando una sustitución de significantes. Por tanto, el Falo, como objeto sagrado, constituiría una metonimia; el Grial, una metáfora, pues está representado por una copa, un cáliz, siempre teniendo en cuenta que el cáliz es la sublimación cristiana del caldero céltico, que significa abundancia y transformación iniciática, y está, en consecuencia, vinculado con el atanor de los alquimistas, señalando claramente al útero materno. Aunque, como indica Sendón, “la experiencia espiritual en el Patriarcado se aleja de la inmanencia humanizada de la época matriarcalista y cambia las divinidades de la Tierra por dioses uránicos que residen en los cielos”.

Este anclaje de determinados sujetos a la inmanencia de sus cuerpos que Victoria Sendón analiza de manera magistral para el caso de las mujeres no resulta tan universal ni transhistórico como la extensión de la cultura heteropatriarcal nos podría sugerir. Así, el historiador Harry Hay (Radically Gay: Gay LIberation in the Words of its Founder, 1996) revela la fuerte vinculación del chamanismo con los individuos Two-Spirits de las culturas amerindias de los actuales Estados Unidos y Canadá. Las narraciones de los conquistadores españoles también revelan la presencia de personas con ‘dos espíritus’ en casi todas las aldeas que asolaron en América Central. Incluso la propia arqueología ha podido encontrar vestigios indicativos del vínculo que los incas establecían entre el homoerotismo y el transgenerismo y lo sagrado. De hecho, esta tendencia del chamanismo a ‘lo queer’ es ampliable a numerosas culturas: en la Antigüedad, los ‘ergi’ de Escandinavia eran chamanes afeminados, algo muy similar a los ‘kedoshim’ y los ‘galli’ de Oriente Medio, los ‘gatekeepers’ de los dogon, en África, o los ‘hijra’ de India, vestigios de los chamanes de la Diosa Madre.

Es más, puede que esta inhabilitación moderna de trans, maricas y bollos para trascender a lo divino ni siquiera resulte fundacional a la doctrina judeo-cristiana. El también historiador Jhon Boswell, en una obra, Las bodas de la semejanza, que algunos calificaron de oportunista por el momento en que se publicó, 1994, pero que en todo caso se apoya en solida documentación y que constituye el epígono de un trabajo investigador que comenzó dos décadas antes  con Christianity, Social Tolerance and Homosexuality (1980), asegura que la Alta Edad Media, durante la etapa paleocristiana, supuso un periodo de convivencia pacífica entre judíos, católicos y arrianos y de gran tolerancia hacia la vivencia y la convivencia homosexual, de manera que las persecución de los sodomitas no comenzó hasta el siglo XII, vinculándose a la emergencia del poder absoluto.

Boswell acredita además la existencia de ritos de enlace entre cristianos del mismo sexo, conocidos como adelfopoiesis (del griego “hacer hermanos”), ceremonias de hermanamiento que tenían lugar en una iglesia aunque carecían de un sacerdote como oficiante: los dos contrayentes juraban su entrega mutua sobre un altar y lo anunciaban a la comunidad a la puerta del templo. Además, el enterramiento común de ‘los hermanos’ otorgaba legitimidad religiosa al nuevo parentesco. Numerosas son las lápidas de cementerios británicos del Medievo donde hombres que reposan juntos se juraron amor eterno, por ilustrar la tesis de Boswell.

Ante todo lo expuesto, poco extraña, a pesar del discurso oficial de la Iglesia, que la Semana Santa que ya se anuncia en toda Andalucía vaya a sacar a las calles a numerosos homosexuales, buenos cofrades y bordadores de mantos sagrados, en busca de una trascendencia a lo divino que una sexualidad en voz alta les impediría, ante la mirada atenta y la sentencia de timbre cavernoso con que les acechan los próceres de su hermandad. Para mí, sin embargo, no es posible hablar del cuerpo y lo sagrado en el contexto del monoteísmo sin hacer un circunloquio que me acabe emplazando en el camino de la mística, la cual, parafraseando a Sendón, es el atajo para transcender a lo divino burlando la religión.

 

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J garcia
Imagen: Pedripol

Que hoy asumamos que el género es mayormente una construcción cultural (debe de hacer lo menos más de medio siglo que Simone de Beauvoir dijera aquello de “una no nace mujer, llega a serlo”) tampoco significa que este sea un disfraz que uno pueda quitarse y ponerse a su antojo. Debe producirse una repetición (iterabilidad, que diría Judith Butler) de las pautas y expresiones de género para que estas se incorporen a nuestra morfología, después a nuestra identidad y, finalmente, a la encarnación de un determinado sujeto sexuado. Sin embargo, si la teoría del género ha tratado de liberar a las mujeres del postulado de la biología-como-destino, no pareció mucho más emancipador establecer después ese otro paradigma de la cultura-como-destino.

La mencionada Judith Butler revolucionó en los noventa la teoría feminista con su emblemática obra Gender Trouble (posteriormente vertida al castellano bajo el título de El género en disputa), en la que ya planteaba que las prácticas de género dentro de la cultura queer a menudo tematizan ‘lo natural de ‘el hombre y la mujer’ en contextos paródicos que evidencian la construcción performativa de lo que venía entendiéndose como un original y verdadero ‘sexo’. Es decir, que el travestismo, en sus múltiples variantes y expresiones, es una práctica cultural que produce subversivas discontinuidades entre el sexo, el género y el deseo, llamando así a cuestionar sus históricas relaciones.

Es por este carácter paródico del travestismo que yo también lo considero una práctica netamente carnavalesca. Un terreno abonado pero aún ignoto para los historiadores del Carnaval: qué tienen de subversivo, de crítico, además de divertido, esos viajes nocturnos de los gaditanos y gaditanas de lo cis a lo trans, del binarismo duro a la fluidez del género, la transtextualidad (y no mera puesta en escena de tipos carnavalescos) de Las pinchapelotas. Dejo la pelota, y nunca mejor dicho, en el tejado de los eruditos y eruditas de la cosa, que yo no lo soy.

En lo que sí me apetece seguir abundando es en este radical cuestionamiento del proceso de ‘naturalización’ del sexo y el género que acometen los feminismos queer a partir de las últimas décadas del pasado siglo. De acuerdo a esta nueva epistemología, el travestido (¿tendría sentido decir también ‘ y la travestida’? queda muy binario, ¿no?) representa no la copia de un original, sino más bien la copia de una copia, la representación de una idea de lo original, de un ideal fantasmático. Si repensamos a Lacan y su concepto de mascarade, podríamos afirmar que si ‘el ser’, esto es, la especificación ontológica del Falo, no puede ser entendido más que como mascarada, podríamos entonces restringir todo ser a una forma de apariencia, la ‘apariencia de ser’, con la consecuencia de que toda ontología del género sería reducible al juego de las apariencias. Volviendo a Butler, la ‘comedia heterosexual’ desmonta la falacia de una heterosexualidad naturalizada. La simpleza de los enunciados que nos muestran una humanidad dividida en ‘hombres y mujeres’. Liquida la mayor parte de las teorías sobre la diferencia sexual.

Aunque no todo es acto de subversión política. La desnaturalización del sexo y el género también implica asumir muchos riesgos. El travestismo, en el contexto paródico del Carnaval, está más o menos asimilado por la población. Pero existen otros contextos en que la recepción de estas trasgresiones del statu quo sexogenérico no resulta tan indolora. Por eso, históricamente, la noche ha sido el refugio de los travestis. “El día significaba para nosotras la violencia”, comentaba no hace mucho en un reportaje para televisión una colega de la plataforma político-cultural El Porvenir de la Revuelta. Una violencia y un rechazo de las que, por cierto, también han sido partícipes otras corrientes del feminismo, que veían en el travestismo la materialización de una impostura, la exaltación de esa ‘hiperfeminidad’ que el patriarcado adora y que cosificaba a las ‘verdaderas mujeres’. Aunque hoy casi todo el mundo sabemos que cada uno de nosotros y nosotras no somos otra cosa que la encarnación de los referentes culturalmente disponibles en nuestro espacio social y en nuestro tiempo.

Así las cosas, ya he desempolvado y sacado del baúl mi viejo disfraz de monja descocada. Para perderme en la noche carnavalesca. Para disfrutar del tránsito al ‘otro lado’ de mi identidad social. Para asustar a los píos de corazón. Para poder gritar por entre las troneras de la Muralla de San Carlos el eslogan publicitario de la colonia masculina que más me ha cautivado en los últimos años (el eslogan, no la colonia): “I’m not going to be the man I’m expected to be any more”.

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J garcia
Fotografía: Jesús Massó

Agostaba un otoño más cálido y más seco que de costumbre junto al Arco de El Pópulo. Una ilustre familia gaditana no parecía, sin embargo, perder su costumbre de arremolinarse bajo el último rayito de sol que la sobremesa regalaba a la terraza más próxima. El abuelo tamborileaba sobre la mesa lo que muy bien podría intuirse como una vieja melodía de cuplé de esos que hicieron época, un tiempo remoto y desconocido para el nieto de unos seis años que correteaba entre las sillas del velador. La abuela, siempre pendiente del abuelo. Papá y mamá se encargaban de pedir la comanda de cafelitoss y bollería varia. Y tampoco faltaba el tío. Ni su perro. Un bulldog emasculado y, no sabemos si por eso, con cara de pocos amigos. Ni que decir tiene que todo el centro de atención lo constituía el pequeño, cuya educación parecía la gran preocupación de la familia, no por tradicional, ajena en momento alguno a la importancia que en un mundo como el actual posee la educación bilingüe. De manera que el padre y el abuelo jaleaban al niño y lo interpelaban a gritos, tal vez para conocimiento de toda la parroquia congregada en la misma terraza, entre la que me encontraba, de lo muy en serio que allí se tomaba la educación en idiomas del niño:

  • ¿Cómo se dice mariquita en inglés?

El niño seguía correteando y no parecía terminar de escupir la primera palabra que, posiblemente, su familia le había enseñado en ese idioma hoy imprescindible para la buena educación del infante, como es el inglés. Pero la perseverancia del gaditano, cuando quiere ser jartible, no conoce parangón. Y el abuelo volvió a la carga con la pregunta:

  • ¿Cómo se dice mariquita en inglés?

Fíjense que en esto la madre empieza a incomodarse un poco y hace un intento por introducir otros conceptos en la clase sobre bilingüismo que se nos estaba brindando a toda la concurrencia en aquella agonía de otoño, tal vez advertida de la mirada de fuego que le dirigía mi compañero de mesa. Pero allí estaba el tío para terminar la traducción que el sobrinillo no acertaba a completar:

  • ¡Chupaculos! – exclamó jocoso mientras acariciaba el lomo de su bulldog.

Pintura tan costumbrista, de estampa tan larriana, sobre la familia gaditana, me tuvo varios días pensando sobre aquel castellano viejo que nos retratara para la posteridad nuestro ‘pobrecito hablador’, quizá tan viejo como los protagonistas de nuestra historia, pues “cree que toda crianza está reducida a decir Dios guarde a usted al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted cada vez que se mueve”.

Y no me malinterpreten. No saco a colación este episodio de sobremesa y guasa gaditana para hacer ningún alegato en favor de ningún lenguaje políticamente correcto. Me consta que las palabras son realidades interpretables según criterios de situacionalidad del discurso, inextricables de su contexto lingüístico y extralingüístico, de las posiciones que ocupan los agentes del proceso comunicativo, de la intención comunicativa del hablante y de su percepción por los oyentes. Sin embargo, tal y como sucede la secuencia de los enunciados descritos, no cabe duda que los prebostes de la familia trataban de ensayar en el niño el acto performativo de “injuriar y zaherir al maricón”, inculcar un rechazo tan interno y profundo en él a la mera alusión a la homosexualidad que su heterosexualidad adulta quedase completamente reasegurada.

No es de extrañar, según las estadísticas y la propia experiencia cotidiana en los centros educativos, que los insultos que más se repitan en los institutos de Secundaria de nuestra comunidad autónoma sean “maricón” y “bollera” y toda su fuerza ilocutiva como acto de habla con consecuencias prácticas y, a veces, demasiadas veces, drásticas. Y este sí es el tema del que quería hablar, de la violencia, real y simbólica, que la normatividad heterosexual instala aún hoy en los espacios públicos, especialmente si son aquellos donde se gestiona la atención y la educación de la infancia, para hacer desaparecer de los mismos a lesbianas, gais, transexuales y gente queer.

Porque la clase de inglés de nuestros vecinos difiere poco en sus objetivos de los de la familia que montó un escándalo por “adoctrinamiento” al entrar el pasado verano en la ludoteca municipal y observar unos dibujos de pingüinos gais expuestos en la pared o, más recientemente, de los del periodista Luis del Val llamando “maricones de mierda” a los integrantes de la carroza de Orgullo Vallekano que había sido invitada por los vecinos del barrio a participar en la última Cabalgata de Reyes Magos. Para unos es una fobia que se agita en el inconsciente colectivo y trata de conjurarse con la defenestración jactanciosa de un sujeto patético al que nombraremos ‘mariquita’. Para otros es un tabú, una realidad incómoda que nos negamos a tener que ver. Pero sus efectos son los mismos: la supresión de las personas lgtbiq del espacio público, al menos de aquellos que no hayan sido señalados de manera explícita como aptos para tolerar su presencia.

Muy socorrido en estos casos es invocar a la sacrosanta libertad de los padres de educar a sus hijos conforme al ‘credo’ que estimen más conveniente. Pero, ¿puede ser esta libertad ilimitada? ¿Estamos condenados los niños gais y las niñas lesbianas, los chicos y chicas trans, el alumnado que proceda de familias homoparentales, el profesorado lgtibiq, a convivir con estas violencias que, con cauta dosificación en su intensidad, trata de regular nuestra presencia allí donde se ejerce la pedagogía social más elemental para que vayamos conociendo cuál es el espacio que se nos va a conceder en el mundo exterior? Y si no se interviene en el ámbito educativo para que niños criados en familias como la que protagoniza hoy nuestro relato no destrocen las vidas de otros niños, ¿qué haremos? ¿apostarlo todo a la vía punitiva? ¿esperar a que cuando sean mayores cometan delitos de odio por los que poder mandar contra ellos a toda una jauría de jueces y fiscales para que resuelvan lo que no se atrevió a erradicar la pedagogía oficial?

Bicho, bicho. Yo prefiero pensar que esta familia gaditana no es, en realidad, tan representativa de ‘la familia gaditana’, que sus integrantes son, como ya nos apuntara Larra con sarcástica mirada, gaditanos viejos en “este país de exabruptos”. En todo caso, la opción no puede ser nunca mirar para otra parte ni taparse los oídos ¿no?

Tiempo de lectura ⏰ 4 minutitos de náJ garciaSupongo que para los muchos que en este planeta sienten una pasión delirante por el llamado ‘deporte rey’ el titular de este artículo debe haberles parecido un sacrilegio o una aberración intelectual. Lo sé. Y asumo las consecuencias. Si recurrimos a esos lugares comunes que utilizan los grandes comentaristas deportivos, el fútbol no debe mezclarse nunca con la política, el fútbol es solo deporte, tiene su propia razón de ser… bla, bla, bla. Todos sabemos, desde los tiempos del circo romano, que los grandes eventos deportivos son un importante instrumento de propaganda al servicio del emperador, propicio para distraer la atención sobre sus cagadas. Y si no, que se lo pregunten al Daesh, que ha sabido utilizar la imagen de Messi a modo de ‘marketing del terror’ para hacer la guerra sucia al gobernante que está apuntalando el régimen de Al Asad en Siria.

Por ello, y salvando las distancias (creo que) obvias con el Daesh, yo también digo: no a la pompa futbolera de Vladímir Putin, apaguen ustedes el televisor el próximo verano, no queremos que extiendan ningún tupido césped sobre nuestros torturados y nuestros muertos.

Casi coincidiendo con el sorteo del Mundial de Fútbol 2018, que se celebrará en la Federación Rusa entre el 14 de junio y el 15 de julio del próximo año, fuentes especializadas en la actualidad LGTBIQ del mundo informaban de la detención, tortura y posterior asesinato del cantante ruso Zelim-Kahn Bakayev, de 26 años, durante su estancia en Grozny, en Chechenia, la gran chapuza política del régimen putiniano. En concreto, Igor Kochetkov, fundador de Rusian LGTB Network, corroboró que la causa de su detención fue la conocida orientación sexual del cantante.

Bakayev le ha puesto así rostro al centenar de personas que ya han sido exterminadas en los campos de concentración antigays de Chechenia que denunciaron a principios de año periódicos opositores rusos como el Novaya Gazeta, y cuyas imágenes han dado la vuelta al mundo sin que se escucharan más que tímidas expresiones de incertidumbre, estupefacción o repulsa de las cancillerías occidentales e, incluso, de los partidos de la izquierda internacionalista. ¿A quién le importa la vida de un puñado de maricas, la mayoría musulmanes, cuando está en juego no solo un evento tan inmaculado como el Mundial de Fútbol, sino, sobre todo, los importantes lazos e intereses económicos que Europa mantiene con Rusia? Que no estornude el emperador, por favor.

Será que se están dando por buenas las explicaciones del presidente Ramzan Kadirov, el caudillo que Putin ha colocado en la república norcaucásica para contener los impulsos secesionistas en la región, que han desangrado Chechenia durante décadas de acciones terroristas y guerras claramente abiertas. Kadirov ha negado la evidencia espetando que en Chechenia no se persigue a homosexuales porque no los hay. Tan estrambótica explicación no le ha impedido manifestar su posición sobre el colectivo LGTBIQ a la cadena norteamericana HBO, a quien dijo que “los homosexuales son demonios, no personas”. En fin, la Historia ya nos ha enseñado que las manifestaciones más brutales y cruentas de los fascismos que han arrasado nuestras sociedades desde el siglo XX comienzan siempre por el proceso de deshumanización ‘del otro’, aunque sea ‘un otro’ endógeno, próximo, relativo, como los homosexuales que viven junto a nosotros en nuestras ciudades y nuestros pueblos.

Así las cosas, el apoyo de Putin al sátrapa del Cáucaso no solo está asegurado por la necesidad de contener el secesionismo checheno, sino porque ambos coinciden en el régimen político-sexual que ha de instaurarse en la Federación Rusa, donde están prohibidas las manifestaciones LGTBIQ y todo acto que pueda ser tachado de ‘propaganda homosexual’. La Rusia que encarceló hace unos años a Pussy Riot ahora extermina a los gays en el cuarto oscuro de su federación en un nuevo pulso a Occidente por la hegemonía cultural en el mundo.

No obstante, la identificación de ‘los homosexuales’ con ‘el otro’ no es, desde luego, patrimonio de estados autoritarios y remotos como Rusia o algunos países gobernados por el fundamentalismo islámico. Es un hecho recurrente en gran parte de las sociedades modernas. La Francia gaullista persiguió a estos ‘homosexuales’ identificándolos con los ocupadores nazis y el gobierno colaboracionista de Vichy, la España franquista con los rojos derrotados en la Guerra Civil e, incluso, la Rusia soviética y estalinista los castigó duramente como síntoma social de la decadencia burguesa.

Sí, ya sé lo que podrían objetar. Ni los campos de concentración antigays de Chechenia son la única violación de los derechos humanos perpetrada por la Rusia de Putin, ni sería la primera vez que un mundial de fútbol estuviera organizado por un régimen de visos fascistoides. El Mundial de Argentina, por ejemplo, se celebró bajo la mano de hierro del dictador Videla.

Pero ya va siendo hora de que cambien las cosas. Existe no solo esta, sino también muchas otras razones igualmente poderosas para irse a la playa y a las terrazas este verano, desconectar el televisor y el wifi de los dispositivos móviles y hacerle una gran peineta digital a la Rusia de Putin.

De nuevo, un fantasma recorre Europa, pero, esta vez, nosotros no le llamaremos camarada.