Bajo las andanadas de la controversia local, tras el cambio de nombre del estadio Carranza y la retirada de los símbolos alusivos al escritor José María Pemán en virtud de la Ley de Memoria Histórica, quizá merezca la pena una revisión del callejero gaditano para actualizar sus referentes, aunque soy tan partidario de que se cumpla la Ley de la Memoria Histórica como que se conserve el recuerdo –no así el ejemplo—de lo que en algún momento fuimos. A León Troski le terminaron quitando de la foto de la revolución pero no de la memoria colectiva de dicho episodio extraordinario.
A lo largo del siglo XX, fueron muchas las personalidades que se sintieron atraídas por Cádiz, por más que su paso por aquí fuera tan azaroso como el del propio Troski, vigilado de cerca por la policía; o Alfredo Bryce Echenique quien, durante una cena en Lima, me confesó que durante el mes y medio que estuvo en la capital gaditana antes de publicar “El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz”, apenas salió de un hostal de la calle San Francisco donde se deleitaba con una novia, para cenar con Fernando Quiñones caballa con fideos en La Caleta.
Sin embargo, el escritor uruguayo Eduardo Galeano sí mantuvo una relación fluida y constante con la ciudad, también se trató en gran medida de una relación que también vino de la mano de Quiñones y que se sustanció, inicialmente, durante la primera etapa de su exilio. Luego, vendría su larga vinculación con el Festival Iberoamericano de Teatro, que le trajo en no pocas ocasiones hasta esta ciudad. El último acto público que Galeano protagonizó en Cádiz tuvo lugar en el Museo Provincial de la Plaza Mina, durante el ciclo “Las tertulias de la Pepa”. Y la organización murió de éxito porque casi un centenar de personas no pudieron acceder al recinto porque el aforo estaba al completo.
“La verdad es que yo soy un enamorado de esta ciudad, y el amor se emboba cuando lo nombran –me confió por entonces–. Hay cosas que no hay que palabrear, para que no se conviertan en una estupidez y hablar del amor es una cosa así. Hay que dejarlo que ocurra antes de opinarlo, antes de tratar de definirlo. Desde la primera vez que vine aquí, hace ya unos cuantos años, siempre me sentí muy ligado a Cadiz, quizás porque además tiene mucho que ver con Montevideo, que es la ciudad donde nací y la que sigo eligiendo para vivir. Las dos son ciudades respirables y caminables, dos lujos difíciles de encontrar en el mundo de hoy, o sea, aire limpio y la posibilidad de que las piernas te anden. Yo soy y caminante, caminar me gusta. Escribo caminando las palabras caminan dentro de mí mientras yo camino a la vera del río-mar en Montevideo, que es mitad río, mitad mar, pero nosotros lo llamamos “Mar”; y, bueno, y a veces la Mar, como los pescadores, porque para ello es mujer. Y con Cádiz me pasa lo mismo, es respirable y caminable y además hay otros puntos de contacto, las murgas uruguayas que son el alma del carnaval nuestro y una prueba de que la ciudad no está condenada a la tristeza perpetua. Proviene de las chirigotas gaditanas, una especie de nacionalización que se hizo de la chirigota de Cádiz. También la Murga Uruguaya, sobre todo montevideana, nace para tomar el pelo al poder”.
En muchas otras ocasiones, Galeano acudió a Cádiz a título particular, acompañado por Helena Villagra, su esposa, su compañera, su cómplice, que aún mantiene viva la memoria del escritor y la del hombre. Ocurrió aquella vez en que apareció por el Pay Pay –feliz cumpleaños—a altas horas de la noche y se encontró allí con Menchu Rodríguez, que entonces trabajaba para Caritas, y un puñado de sintechos que visitaban una exposición en la que se pretendía prestarles visibilidad: “Mira, Eduardo –le dijo alguien–, aquí tienes a los Nadie”. En otra visita, de madrugada, evocó Galeano aquel viaje a Sevilla, durante una Semana Santa, de la mano de Jesús Quintero y de la belleza de las saetas que escuchó entonces. A su lado, Carmen de la Jara comenzó a cantarlas en el silencio de la noche. La única diferencia es que transcurría un mes de agosto.
Durante sus últimos desembarcos gaditanos, el matrimonio solía quedarse en el Hotel Caleta, en el Paseo Marítimo de la ciudad. Tras el desayuno, acostumbraba a tumbarse en la arena y disfrutar de la playa. En su penúltimo día gaditano, allí le mangaron la cartera. Y dado que ya va a ser imposible devolvérsela, ¿no estaría mal que la ciudad le reintegrara parte de lo que Galeano le brindó, con una calle a su nombre en este mapa urbano que tanto quiso? De hecho, ya la tiene en Rivas Vaciamadrid y me da en la nariz de que ni Galeano quiso a esa ciudad ni esa ciudad quiso a Galeano, tanto como el amor recíproco que profesó para con Cádiz.