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Bajo las andanadas de la controversia local, tras el cambio de nombre del estadio Carranza y la retirada de los símbolos alusivos al escritor José María Pemán en virtud de la Ley de Memoria Histórica, quizá merezca la pena una revisión del callejero gaditano para actualizar sus referentes, aunque soy tan partidario de que se cumpla la Ley de la Memoria Histórica como que se conserve el recuerdo –no así el ejemplo—de lo que en algún momento fuimos. A León Troski le terminaron quitando de la foto de la revolución pero no de la memoria colectiva de dicho episodio extraordinario.

Una calle para galeano
Imagen de Juan José Téllez

A lo largo del siglo XX, fueron muchas las personalidades que se sintieron atraídas por Cádiz, por más que su paso por aquí fuera tan azaroso como el del propio Troski, vigilado de cerca por la policía; o Alfredo Bryce Echenique quien, durante una cena en Lima, me confesó que durante el mes y medio que estuvo en la capital gaditana antes de publicar “El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz”, apenas salió de un hostal de la calle San Francisco donde se deleitaba con una novia, para cenar con Fernando Quiñones caballa con fideos en La Caleta.

Sin embargo, el escritor uruguayo Eduardo Galeano sí mantuvo una relación fluida y constante con la ciudad, también se trató en gran medida de una relación que también vino de la mano de Quiñones y que se sustanció, inicialmente, durante la primera etapa de su exilio. Luego, vendría su larga vinculación con el Festival Iberoamericano de Teatro, que le trajo en no pocas ocasiones hasta esta ciudad. El último acto público que Galeano protagonizó en Cádiz tuvo lugar en el Museo Provincial de la Plaza Mina, durante el ciclo “Las tertulias de la Pepa”. Y la organización murió de éxito porque casi un centenar de personas no pudieron acceder al recinto porque el aforo estaba al completo.

“La verdad es que yo soy un enamorado de esta ciudad, y el amor se emboba cuando lo nombran –me confió por entonces–. Hay cosas que no hay que palabrear, para que no se conviertan en una estupidez y hablar del amor es una cosa así. Hay que dejarlo que ocurra antes de opinarlo, antes de tratar de definirlo. Desde la primera vez que vine aquí, hace ya unos cuantos años, siempre me sentí muy ligado a Cadiz, quizás porque además tiene mucho que ver con Montevideo, que es la ciudad donde nací y la que sigo eligiendo para vivir. Las dos son ciudades respirables y caminables, dos lujos difíciles de encontrar en el mundo de hoy, o sea, aire limpio y la posibilidad de que las piernas te anden. Yo soy y caminante, caminar me gusta. Escribo caminando las palabras caminan dentro de mí mientras yo camino a la vera del río-mar en Montevideo, que es mitad río, mitad mar, pero nosotros lo llamamos “Mar”; y, bueno, y a veces la Mar, como los pescadores, porque para ello es mujer. Y con Cádiz me pasa lo mismo, es respirable y caminable y además hay otros puntos de contacto, las murgas uruguayas que son el alma del carnaval nuestro y una prueba de que la ciudad no está condenada a la tristeza perpetua. Proviene de las chirigotas gaditanas, una especie de nacionalización que se hizo de la chirigota de Cádiz. También la Murga Uruguaya, sobre todo montevideana, nace para tomar el pelo al poder”.

En muchas otras ocasiones, Galeano acudió a Cádiz a título particular, acompañado por Helena Villagra, su esposa, su compañera, su cómplice, que aún mantiene viva la memoria del escritor y la del hombre. Ocurrió aquella vez en que apareció por el Pay Pay –feliz cumpleaños—a altas horas de la noche y se encontró allí con Menchu Rodríguez, que entonces trabajaba para Caritas, y un puñado de sintechos que visitaban una exposición en la que se pretendía prestarles visibilidad: “Mira, Eduardo –le dijo alguien–, aquí tienes a los Nadie”. En otra visita, de madrugada, evocó Galeano aquel viaje a Sevilla, durante una Semana Santa, de la mano de Jesús Quintero y de la belleza de las saetas que escuchó entonces. A su lado, Carmen de la Jara comenzó a cantarlas en el silencio de la noche. La única diferencia es que transcurría un mes de agosto.

Durante sus últimos desembarcos gaditanos, el matrimonio solía quedarse en el Hotel Caleta, en el Paseo Marítimo de la ciudad. Tras el desayuno, acostumbraba a tumbarse en la arena y disfrutar de la playa. En su penúltimo día gaditano, allí le mangaron la cartera. Y dado que ya va a ser imposible devolvérsela, ¿no estaría mal que la ciudad le reintegrara parte de lo que Galeano le brindó, con una calle a su nombre en este mapa urbano que tanto quiso? De hecho, ya la tiene en Rivas Vaciamadrid y me da en la nariz de que ni Galeano quiso a esa ciudad ni esa ciudad quiso a Galeano, tanto como el amor recíproco que profesó para con Cádiz.

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Dos personas. Ese es el censo real de sus habitantes, aunque Wikipedia asegura que en 2010 había empadronados 18. Casi los mismos que en 1981, cuando se contaban 19. En Matasejún, a Jim Thompson le hubiera resultado imposible llegar a contar 1280 almas. En verano, eso sí, llegan a 300, con la fiesta de las móndidas: tres jóvenes –este año, todas sanluqueñas– con un hermoso y enorme cucurucho en la cabeza que parecería el hermano mayor de las tandas de verdiales, con un mozo precediéndolas con una suerte de ramo.

Son los highlanders de Soria. Las Tierras Altas. Este pueblo con trazas de aldea, que pasó a depender de San Pedro Manrique, no sin disgusto de sus naturales, carece de wifi, la cobertura telefónica es irregular y no hay bares. Eso sí, los lugareños han habilitado la antigua escuela como centro sociocultural en donde cada cual se despacha un lingotazo, un quinto de cerveza o un refresco, pagándolos religiosamente en una hucha del común que sirve para reponer los víveres mientras la parroquia juega a las cartas o asiste a las conferencias, proyecciones y coloquios de su semana cultural.
Hermoso y antiguo, con un largo sabor de pastoreo y de belleza, que lleva escrita su historia en las huellas de dinosaurios y velociraptores que se conservan no muy lejos de uno de sus riachuelos. ¿Qué ocurrió para que menguara tanto su padrón desde aquellos 316 vecinos que poblaban el lugar en 1842? El abandono y la emigración. A partir de los años 50 y muy especialmente en los 60, la gente comenzó a abandonar el pueblo, rumbo al País Vasco, Cataluña o Andalucía: así que ahora no resulta extraño que cada verano Matasejún parezca limitar con la provincia de Cádiz. De hecho, parece ser que un maestro local fue el primero que recomendó a algunos de sus alumnos para un almacén de coloniales que, por entonces, había abierto un amigo suyo en Sanlúcar de Barrameda.

El acento gadita, el isleño o el de Sanlúcar se entremezcla con el de los sorianos: “En Cádiz hubo una tienda y un jugador de fútbol que se llamaron Soriano, pero que no eran de aquí. Los de aquí, encontraron trabajo en las almazaras sanluqueñas o abrieron baches en San Fernando o en la avenida”, les explico a partir de los datos que fui bicheando mientras hablaba con los lugareños, especialmente Marisa Martínez, una profesora de educación física que imparte clases en Cádiz desde que su familia se mudó hasta allí. El Julián, su padre, todavía recuerda la aventura de la mesta, el oficio de pastor que ejerció buena parte de Matasejún hasta que dejó de servirle para la subsistencia.

Matasejun donde soria limita con la provincia de cadiz
Fotografía: J. Luis García Hernández

Ahora, no resulta extraño cruzarse por su diminuta geografía con Karim Chef Karim Aljende, el exótico músico viñero de los Frac o de Los Cadipsonians. Aunque no ha llegado a viajar hasta allí Ignacio Moreno, ex presidente del Ateneo de Cádiz que, en el homenaje que le tributó dicha entidad, no olvidó recordar sus antecedentes familiares en Matasejún, que se remontan al siglo XVIII: “Yo no lo conozco, me han invitado ahora a ir. Un hermano y una hermana si han estado y unos primos míos, Juan Manuel Velázquez Gaztelu, hermano del escritor José María. De Matasejún, vinieron a Bornos y de Bornos pasaron a Arcos. Mi padre, Manuel Moreno Delgado, estuvo allí hasta que terminó la guerra civil cuando se vino a Cádiz, que lo trajo además el padre de José María, de Arcos aquí a Cádiz. Yo nací en la misma casa de José María, en San Francisco, 22, que fue donde se vinieron a vivir”.
“En el siglo XVIII, se vino un Moreno que debería dedicarse a temas agrícolas y vinieron para acá y llegó a Bornos desde Matasejún –explica Ignacio–. Y allí se asentaron. Además de Morenos, vinieron dos o tres personas más que se vinieron a esta zona. Hay apellidos en Arcos que formaron familia y proceden de allí”.

La asociación cultural lleva ya tres años emprendiendo unas jornadas culturales en donde no falta un concurso de relatos –que lleva el nombre de Juan Tortosa, un escritor local recientemente fallecido– para reavivar las raíces y las leyendas del pueblo: “Es que el mote de Matasejún es los zorreros. Viene porque estaban en misa y el sermón era tan ameno que todos los feligreses se quedaron dormidos. Entró un zorro, les dio con el rabo y salió huyendo. Por eso. No nos sienta mal. Es un orgullo en cierto modo”, evoca Tomás García que fue de los que tuvieron que irse, en este caso al País Vasco, donde ejerció de mecánico naval. El párroco de ahora se llama Toño Arroyo y los vecinos se reunieron con él para constatar que hace falta renovar el tejado del templo, restaurar los yugos y contrapesos de las campanas y arreglar el cementerio. De vez en cuando, algún zorro vuelve a aparecer por estas calles, limpias como patena y antiguas como la necesidad de buscar refugio del frío.

Luis García y Marisa, entre otros asociados, se felicitan de haber programado 29 actos entre las jornadas y las fiestas: quince días de no parar entre avistamientos de estrellas y marchas pedestres, con un largo chillerío infantil y homenajes a veteranos como Antonio Barrero Maínez, alcalde de barrio durante buena parte de su vida.

La memoria es importante aquí, aunque los viejos no parezcan tener demasiado interés en recordar y cambian de conversación en cuanto los recuerdos aparecen manchados de sangre. Dos historiadoras precoces, Lara Gutiérrez y Andrea Lafuente, han sido capaces de encerrar en un mediometraje las remembranzas de un puñado de mujeres de la zona: La mujer en Tierras Altas, el despertar del olvido, es el título de esa exploración de un mundo en el que a menudo parían solas o se consideraban viudas durante los ocho meses que duraba el pastoreo: hace varios años, un matasejunés llamado Carmelo Ojuel pretendió realizar aquel periplo a lomos de caballo pero tuvo que rendir viaje en Sevilla, a no mucha distancia de Sanlúcar de Barrameda, que era su meta final. Hasta allí era donde antaño llegaban las ovejas merinas, al borde del parque de Doñana.

El resto del tiempo, entre películas al aire libre y bailes discotequeros, aprendieron a amasar pan, tortas y pizzas con harina ecológica en uno de los dos hornos comunales, participaron en la limpieza del lavadero, animaron al equipo de futbito en un derbi comarcal, se interesaron por el Proyecto Arraigo, que pretende fidelizar el pueblo a sus orígenes o asistieron a obras de teatro como Los cuatro tiempos del hambre…, de un grupo local, que dirige Gaspar Ruiz.
El Centro Ocupacional de la Asociación AFANAS en Cádiz –otro vínculo más– realizó en su día 43 placas compuestas por azulejos artesanales para señalar los hombres de las calles de Matasejún. Al pueblo quieren ponerle nombres. Un artesano local, Javier Gutiérrez, colocó varios carteles de madera, indicativos de lugares de interés: la Fuentezuela o el cruce del sendero La Vuelta a la Tierra de San Pedro. Aquí, cualquier topónimo, esconde una pregunta. A veces, vienen intelectuales de Soria capital, como Jesús Bozal, que dirige ahora la Fundación Antonio Machado, o Isabel Goig, una etnóloga que ha rastreado la historia secreta de estos predios, no muy lejanos a la laguna negra de Antonio Machado y a dos horas por carretera del monasterio aragonés de Veruela donde los hermanos Bécquer intentaron aliviar sus pulmones.

Así que no resulta extraño que en San Fernando, Mary Paz Pérez conserve todavía la receta de los garbanzos y repollo, puramente soriana. O Alba Barrero, una de las móndidas de este año, aprendió aquí dicha tradición tan específicamente local: «Nada nos ha resultado extraño: mi abuela nos lo contó todo sobre las móndidas, siempre mantuvo muy vivas las tradiciones y nos contaba muchas historias y vivencias». Matasejún vive ahí, en realidad, en el imaginario de quienes proceden de ese lugar mágico, perdido en el mapa de la España vaciada pero lleno de alma. Ahora, su gente ha llegado a contratar a un antropólogo, Eduardo Aznar, para que averigüe de donde proviene el nombre de Matasejún. No es un gasto, es una inversión en memoria genética.

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Casi nunca un centro escolar resulta tan sólo un centro escolar. Hace unos días, la Coordinadora de la Escuela Pública de Cádiz puso el grito en el cielo ante la posible desaparición de la segunda aula de primero de la ESO en el IES Columela para el próximo curso. Desde la propia coordinadora exponen que el instituto cuenta con número de solicitudes suficientes para mantener las dos aulas de las que disponen actualmente, “por lo que es incomprensible que la Delegación de Educación las haya reducido a una antes de iniciarse el proceso de escolarización”. Eso sí, el Ayuntamiento de Cádiz y otros colectivos han instado a la Junta de Andalucía a que mantenga las dos líneas actuales de dicho centro educativo porque de lo contrario supondría un golpe más contra la enseñanza pública en la capital gaditana, en una provincia en donde los centros privados y concertados se multiplican por encima de las ratios habituales en otras circunscripciones andaluzas.

El Columela, en distintas ubicaciones desde el convento de San Agustín en la calle San Francisco a su actual ubicación, lleva impartiendo clases desde 1863. Ya en sus orígenes, la capital gaditana se vio postergada a la hora de abrir su instituto, de acuerdo con la llamada Ley Moyano por la que Isabel II exigía la existencia de un instituto en todas las capitales españolas. Sevilla ya contaba con él desde 1846 y Córdoba desde 1851, fecha en la que Jerez también logró el suyo. Se sabe que, en el primer año primer año de funcionamiento del Instituto, se matricularon 398 alumnos, todos varones por supuesto ya que habría que esperar nueve años para la incorporación femenina. Sus primeros estudiantes aprobaron en inmensa mayoría, despertando un cierto descrédito entre el profesorado, al considerársele demasiado benévolo. No fue así siempre: la calidad del claustro y la dureza de su currículo escolar conllevó que gozara de un extraordinario prestigio durante la transición democrática, en una sucesión de directores que incluirá a Julio Monzón, Juan Núñez, Ana Rodríguez Penín o José Pethengui.

Requiem por el columela
Ilustración: Pedripol

Por sus aulas, como estudiantes y a lo largo de la historia, transitaron genios de la talla de Manuel de Falla y Matéu, que afrontó el examen de ingreso el 14 de septiembre de 1888, superándolo con notable. Pero también una sociedad en tránsito que incluía escritores como Jesús Fernández Palacios o José Ramón Ripoll: este último, en 1977, presentó en su salón de actos a Rafael Alberti, en un recital poético que marcó el fin de su exilio. Quizá pocos sepan del calado literario de este viejo centro cuyo actual inmueble lo diseñó, en los años 60, Antonio Sánchez Esteve. Antes de que abriera sus puertas en Puerta Tierra y en 1963, la escritora Julia Uceda impartirá clases en el Columela, antes de que decida viajar a Estados Unidos, donde permaneció exiliada durante largos años. Luego, impartirían clase en sus aulas poetas de la talla de Luis J. Moreno o narradores como José María Conget. Rafael Marín que, en realidad, estudió en los Salesianos ha utilizado al viejo Instituto como exteriores, al menos, de dos de sus novelas: El anillo en el agua y El Niño de Samarcanda.

Yo también estudié en el Columela, como la periodista Carmen Morillo, como el malogrado y querido Carlos Perales, como el historiador Antonio Rodríguez Cabañas o tantos otros que defendieron que el porvenir democrático de este país debiera primar la instrucción pública antes que los intereses privados. Sigue sin ser así. Pero en el viejo Columela al menos aprendimos que no cabe dar por perdida batalla alguna.

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Mi nombre es Abdesalam y soy marinero. Antes, mi negocio eran los peces, pero me rompí un dedo a bordo y, usted comprenderá, yo tengo que ganarme la vida de otra forma. Ahora, los peces no tienen cola sino dos piernas. Los periódicos, les llaman corderos. Los periódicos, me llaman tiburón, pero ya me gustaría serlo. Como ese Dib El Lobo que tanto dinero hizo con la gente o con la droga y que llevó la gran vida en una prisión confortable. Yo no soy un tiburón, yo soy el rais, el patrón de la zodiac, yo soy un profesional, un hijo de la mar como todos los de Ued Lau, ese pueblo costero donde el océano es un oficio que se transmite de generación en generación..

Ser piloto no es una profesión, es un oficio. Sé más de corrientes que de sextantes y veo mejor que una brújula las travesías escritas sobre la superficie marina. Yo no soy como esos otros que estafan a sus viajeros y les cobran por marearles en el mar y llevarles, simplemente, hasta una playa tangerina. Yo exijo lo mejor de lo mejor. Lanchas neumáticas de primera calidad, de esas que no vuelcan nunca aunque tal vez estallen. De seis metros y un motor de cuarenta caballos. Con eso, basta. Hay africanos de los de al sur del Sáhara que hacen mi trabajo gratis. Yo no lo hago para enriquecerme, pero tengo que ganarme el sustento. Hay quien cobra 15.000 dirhams pero yo le dejo en 10.000. Pero puedo apañarles que alguien les recoja al otro lado y les lleve a Barcelona, a Amsterdam, o donde quieran. No hay distancias, si pueden pagarlo. Yo soy el rais, yo soy el patrón, yo soy su protector. Les digo que se compren una pistola de señales, la baliza de socorro y un chaleco salvavidas. Por si acaso, por si las moscas. Por si mi baraka se tuerce. Les digo que se hagan un seguro de vida si es que tienen familia que pueda llorarles o echarles en falta, si es que no llegan nunca al paraíso. Yo soy buena gente, un moro bueno, paisa.

A veces, he presentido el final, en una de esas noches oscuras como boca de lobo, en donde no hay luces alrededor y sólo se oye el zumbido del fuera borda. Tres horas, tan sólo. Demasiadas tres horas de miedo, como para no creer que merezco lo que gano. Mi familia espera ese dinero. Tenemos hijos y no quiero que pasen por lo que ha tenido que pasar su padre, aunque espero que se ganen la vida en el mar, como se la ganaron sus abuelos y los míos. Pero de otra forma, pero de otra forma. Por eso, me he hecho detener, para que me devuelvan a casa lo más pronto posible. Ya lo hice otras veces, la cubrí a menudo esa misma travesía y nunca me señalaron ni terminé en el banquillo o en la cárcel.

Pero una vez, qué quiere que le diga, me sentí como ellos. Como esos pobres diablos a los que transporto. Hubo una vez que llegué a la costa y que no quise volver. Que me dio por seguir su misma ruta, escaparme a través de los montes y llegar a Barcelona, donde hay empleo seguro y un barrio donde viven mis paisanos. Anduve cuatro días escondido por el monte, sin comer ni fumar. Era un alma mía cuando me recogieron unos maestros de escuela. Me dieron de comer, me ofrecieron ropa limpia y me escondieron en su piso. Planearon mi fuga con todo detalle. Había que burlar los controles de carretera de la Guardia Civil y hacerme llegar al menos hasta Málaga o Granada, sin que nadie me pidiera los papeles. Me lo pensé dos veces y le dije que no. Que quería volver. A Marruecos, que quería volver a Marruecos, les dije. Ellos me miraron como si no entendieran. O como si lo entendieran todo perfectamente. No les di explicaciones, pero les di las gracias.

Palabra de rais
Ilustración: Pedripol

Me lo pensé dos veces, es sencillo. Le tenía más miedo a mis compromisos que miedo a ese mar embravecido, donde yo había oído a veces, los gritos de los náufragos intentando inútilmente que Movistar les salvara la vida en mitad del oleaje. Pensé en la cara de Muina, esperando en Ued Lau mi vuelta en vano. Pensé en el dinero que le hacía falta para ir tirando, el dinero de la comisión que tenía que llevarse el pasador que compraba las gomas hinchables y en el que tenía que pagarle a los methanis que habían hecho la vista gorda, entre el bosque y la playa de Sidi Haj Saíd o de Brideche, para que yo pudiera zarpar con el bote hinchable.

Así que dejé que me capturasen, que me llevaran a la Isla de las Palomas y luego, hasta Algeciras, hasta la comisaría de donde salen los furgones de buena mañana, rumbo al puerto y al fracaso. El tiburón, eso me dicen. El rais, eso me digo. Pero, en el fondo, soy menos libre que cualquiera de estos que me miran fijamente, que esperan que les diga algo, que les preste ayuda o les devuelva el dinero de su viaje imposible. Cualquier día, me delatarán sus miradas. Cualquier día, los guardias, entenderán lo que dicen: tú eres el patrón, tú eres el patero, llévanos a un muelle seguro donde no exista la muerte ni las ventanillas. Cualquiera de ellos es más libre que yo. Lo que no es mucho decir, si se vieron obligados a buscar la patera porque un pasaporte con visado falso cuesta más de 35.000 dirhams. Lo que no es mucho decir si se tiene en cuenta de que el día que logren conquistar sus sueños sin que la ley los alcancen, cuando crucen el mapa hasta el lugar que ansían, ese día será el primer día de su esclavitud en Europa. Hay algo que me digo a veces cuando hay tormenta o cuando hay pesadillas. Hay algo que me digo, ¿quién no es esclavo, quien no es esclavo?. Pero que no me miren, que no me miren con sus ojos delatores y atónitos; que no me miréis, Driss, Abdul, Kabal, , que no me miréis, yo no tengo la culpa.

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InmigraciÓn. caÑos guardia civil
Inmigrante muerto procedente de una patera.  Foto: Julio González.

Julio González es un cyborg. Pareciera que tuviese la lente de su cámara incorporada al ojo. Cuando apenas era un chavea, le acompañé en algún que otro viaje interior de los que los periodistas solemos llamar reportajes. Siempre bromeaba con él a tenor de las calidades de su blanco y negro: “Saca otra foto desenfocada, de esas que me gustan”. Pertenece González a la redacción del Diario de Cádiz, ese rotativo centenario en cuya modernidad y casticismo fotográfico caben leyendas antiguas como las del periconero y besador Juman al pícaro Bernet, hasta la generación de Kiki –tan concernido del mestizaje entre dos mundos, que comparte su hábitat entre Cádiz y la medina de Tetuán–, Braza y otros fotoperiodistas que siguen en ejercicio o, lamentablemente, han tenido que tirar la toalla porque la crisis –la de valores, más que la económica—ha tumbado también a las cámaras oscuras.

Pues bien, una de esas fotografías desenfocadas la tomó Julio en las playas de la desolación, por donde emergen los cadáveres de la globalización mercantil. Era el cuerpo sin vida de un muchacho convertido, para su pesar, en primera plana. Al otro lado del mundo y del Estrecho, alguien le reconoció como uno de los suyos y gracias a esa fotografía consiguieron que su familia, al menos, pudiera recobrar la paz del cementerio.

Fotógrafos como Julio González se han convertido en testigos de cargo de las muertes que la inmigración clandestina arroja sobre las playas gaditanas desde treinta años atrás: una buena muestra de esa pesquisa puede contemplarse en el baluarte de San Roque, de la mano de Fernando García Arévalo, un  sanroqueño de la Estación que comenzó perfilando las imágenes de nuestro cementerio marino pero terminó conociendo de cerca la realidad de Africa, desde Senegal al Magreb de las primaveras imposibles. En su día, fue capaz de devolverle al mar lo que le había robado, el rostro de sus náufragos, a partir de una serie de exposiciones clavadas en la arena de las playas del sur.

Como la de Zahara de los Atunes, en las que Javier Bauluz –nuestro primer Pullitzer con patente asturiana e instinto universal—retrató a unos bañistas que jugaban en la arena, no muy lejos de un cadáver que esperaba que alguien le levantase. Aquella instantánea mereció una larga polémica con Arcadi Espada, que consideraba que dicha presunción era prejuiciosa aunque muchos, que discrepamos públicamente con él en esta materia, asegurásemos que era un retrato del natural, sacado de la vida misma, sin más artificio que el buen ojo y la perspectiva del fotero. De tarde en tarde, Bauluz se ha acostumbrado a congeniar la fotografía con secuencias en vivo grabadas mediante una cámara digital, con la que, a comienzos de este siglo, logró impresionar toda esa encrucijada migratoria en una serie de breves capítulos que en su día emitió Telecinco: “El primer capítulo aborda el desembarco, cómo los inmigrantes clandestinos saltan a la playa y van escondiéndose, intentando huir. La segunda entrega incluye cómo algunos de estos inmigrantes son descubiertos por los vecinos y, a pesar de que algunos de ellos se arrodillan y piden que no se les delate, terminan siendo denunciados a la Guarcia Civil, que les detiene. El tercer capítulo se refiere a la solidaridad clandestina, gente que se sabe perseguida por el simple hecho de prestarle techo a los espaldas mojadas o por llevarles a bordo de sus coches.Finalmente, volvemos a la playa con los subsaharianos, que son detenidos allí, entre tiritones de frío, miedo y falta de asistencia.Ahí, incluímos testimonios de Médicos Sin Fronteras en el que se recrimina la falta de recursos asistenciales en esta franja costera. También se incluyen escenas escalofriantes, como la del inmigrante acostumbrado a lo que viene ocurriendo en África que llega a España y ante la cámara pide que no le maten».

Bauluz, en gran medida, es hijo del legendario Sebastiao Salgado, que también escudriñó estas lindes, buscando a los hijos de Zeus, como les llamó Antonio Zoido a partir de Homero, los que llegan sin nada desde el mar. Ese fue también uno de los referentes magistrales que adquirió José Luis Roca cuando dejó de ser aquel niño prodigio que condensó en una fotografía la trágica muerte de más de cuarenta personas en el pantalán de la Refinería Bahía de Algeciras, a 26 de mayo de 1985. Siguió viendo muertos, a menudo, con su sexto sentido, que le ha llevado a capturar la sombra de la muerte en los arrecifes tarifeños o al otro extremo del mundo. Roca obtuvo el premio Ortega y Gasset con una fotografía espeluznante, la de un espalda mojada zarandeado por el mar y los peces entre los farallones del sur.

Por entonces, quizás fue cuando nos preguntamos si no estábamos incurriendo en un cierto racismo fotográfico al ofrecer a las claras esos rostros ajenos comidos por los peces cuando bien nos cuidábamos de pixelar o de cubrir con una piadosa manta o chaqueta la cara de los asesinados patrios o de nuestros muertos en accidente de circulación. Nunca nos quedó claro ese trato diferente, si tenemos en cuenta que también la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía recurrió en su momento a las fotografías de los cadáveres para que, al menos, sus familias pudieran recobrar su identidad y su última imagen.

Algunos de los fotógrafos que han ido construyendo el imaginario del Estrecho, constituyen incluso sagas familiares: los algecireños Francisco Carrasco, su esposa Juani Ragel y su hijo Andrés pueden servir de perfecto ejemplo de esa sucesión de miradas sobre una realidad misma que cambia poco de generación en generación. Otro de sus hijos, Oscar, fotografía edificios vacíos, lugares de desolación, como si constituyeran el alma del mundo cuya actualidad la brindaban el resto de sus familiares.

Desde Tony Mejías a Shus Terán o el artivista José Luis Tirado con su “Paralelo 36”, nos han brindado un largo retrato robot de treinta años de muertes en la fosa común de nuestro entorno. Lo han hecho con precisión y con ternura, mordiéndose los labios quizá para que sufrieran en cierta medida el mismo daño que sus ojos. Pero el primero en iniciar ese largo camino fue el profesor Ildefonso Sena, editor, escritor y fotógrafo. En noviembre de 1988, cuando oficiaba de corresponsal del Diario de Cádiz en Tarifa, logró capturar en su cámara el primer muerto arrojado por las aguas frente al cristal de nuestra indolencia. El estaba en la playa de Los Lances y siguió estando allí.

Aquella primera muerte sobrevino en la víspera del día de los difuntos. Todo un presagio. El periodista Ildefonso Sena llevaba media vida como corresponsal de la agencia Efe y del Diario de Cádiz en Tarifa. El 1 de noviembre de 1988, alguien le llamó para largarle que había un muerto en la playa. Llegó antes de que el juez levantase el cadáver. Tiró de cámara y lo retrató: bocarriba, con los brazos en cruz, camisa gris, pantalones vaqueros y alpargatas de esparto. Un bulto sin nombre. Sin historia.

Al rato, llegó un capitán de los picoletos, Manuel Prado, con cuatro marroquíes a los que habían detenido sin papeles y en la carretera. Uno de ellos reconoció al interfecto: «Il es mon ami».

El guardia civil no sabía francés. El periodista, si: «Él es mi amigo», le reconoció, todavía pingueando, como si acabara de renacer entre las olas. Y contaron atropelladamente lo que había ocurrido. Sena lo recuerda como si fuera ayer mismo. Que veintitrés hombres se habían hecho a la mar y sólo cinco sobrevivieron: un patrón sin demasiados rudimentos para navegar, el viento que roló a levante, con fuertes rachas en el carbón de la noche; el espejismo de las luces de la gasolinera a las afueras de Tarifa, que confundieron con las de la urbanización Las Cañas, mucho más lejana.

  • Tiraos al agua y avanzad hasta allí. Seguro que ya hacéis pie.

Inch Allah, la expresión más popular del Estrecho. Sin embargo, no hacían pie y no sabían nadar. Algunos se dieron la vuelta y provocaron que la barca volcase. El mar fue escupiendo cuerpos sin vida y sin sueños: once en los días siguientes.  No había depósitos donde meterles. Ni un lugar apropiado en el cementerio: “Los pescadores hablaban desde hacía mucho que veían cuerpos entre dos aguas, pero aquel fue el primero que llegó hasta las playas”, sigue evocando Ildefonso Sena, tanto tiempo después. Otros siguieron sus pasos con mayor o menor fortuna. Los únicos que siempre tuvieron mala suerte quedaban al otro lado del objetivo. Pero, al menos, nos han dejado esos testimonios gráficos de un viejo crimen en el que, como escribí hace mucho, le seguimos teniendo más miedo a las víctimas que a sus verdugos.

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Tellez
Fotografía: Jesús Massó

De un tiempo a esta parte, está cayendo a manojitos el telón del gran teatro de Cádiz, que es el del mundo. La pérdida de Jesús Morillo, el fundador de Carrusel, o la de José Luis Bocalandro, vinculado al Teatro del Mentidero, no hace más que llover sobre mojado respecto a otras muertes anteriores y más o menos reciente en la escena gaditana, desde José María Sánchez Casas a Juan Bellido, pasando por Ángel de Dueñas, Manuel Pérez Casaux, Alfredo Los o José Luis Muñoz.

Por fortuna, queda la leyenda de muchos de ellos, o de ellas, como May Vázquez. Y restan otros grandes del teatro gaditano afortunadamente vivos, desde Ramón Rivero a Miguel Ángel Butler, La Zaranda, Pedro Delgado, Andrés Alcántara, Montse Torrent, Juan García Larrondo, Manolo Morón o María Eugenia Ferrera de Castro, entre un largo etcétera contemporáneo que incluiría también a la escritora Ana Rossetti, enmascarada entonces entre las bambalinas.

Unos y otros forman parte de nuestra memoria. Histórica y democrática. A su manera, en el efímero momento de gloria de la escena, también contribuyeron a construir las libertades o a defenderlas. Recientemente, en la Diputación de Cádiz, ha podido contemplarse la excelente exposición “Días de viejo color”, comisariada por Fran G. Matute para el Centro de Estudios Andaluces. A partir de un título mítico de Pedro Olea, Matute recopila elementos iconográficos de lo que fue la búsqueda de la modernidad española a partir de 1954 y hasta mediados de los años 80. En ese combate estético, en el que militaron teatreros, músicos, escritores, artistas plásticos o cineastas, se forjaron buena parte de las utopías a las que aún hoy aspiramos.

En la provincia de Cádiz, entre los acuerdos con los Estados Unidos que propiciaron la construcción de la base de Rota –indispensable documental Rota´n Roll—o la incorporación a Naciones Unidas que aventó la reivindicación de Gibraltar –nunca llovía al sur de California, viejo Albert Hammond de Gibraltar, y nos costó montar en bicicleta, Rocking Boys de La Línea-, estalló la cultura pop que, entre nosotros, nunca logró dinamitar las raíces por más que Camarón o Paco de Lucía convivieran con las jambás de Manolo Perfumo padre e hijo, el rock de Cai que se volvió jazz, el viento de Simun reconvertido en chiste guitarrero de Antonio Reguera o el canto mestizo de Javier Ruibal, que en su canción “Cine Macario” evoca las sesiones dobles que precedieron a las de cine-club y por cuya pantalla grande “pasaron aviones y barcos y vikingos/Tarzán de los monos, guerras mundiales/se abrían las puertas a un triste domingo/que aguaba la fiesta de los escolares./Murió la censura y en un santiamén/ perdieron pa’ siempre mi alma los curas./Contigo en secreto mi cuerpo le daba/un corte de manga a la dictadura”.

Mientras John Lennon y Yoko Ono, Ana Belén y Victor Manuel, contraían nupcias en un Peñón cerrado, nuestros primeros djs nacieron en guateques casposos donde hizo raya la entrañable figura del pagafantas. Rutilantes discotecas con olor a zotal, garajes donde se oían guitarras eléctricas con Felipe Benítez Reyes punteando blues. Más allá de los coros parroquiales y del Cortijo Los Rosales, Rafael de Cózar traía en su Harley Davidson aerolitos de Carlos Edmundo de Ory mientras la tertulia de Marejada elevaba a los altares a la beat generation más allá de las sombras antípodas y gaditanas de José María Pemán y de Rafael Alberti. Desde el territorio del exilio, gaditanos como Jesús Ynfante, también recientemente fallecido, desenmascaraban al Opus Dei como la Santa Mafia, o Andrés Vázquez de Sola caricaturizaba la corrida franquista desde su escaparate semanal en las páginas de Le Canard Enchainé. Cuando la poeta Julia Uceda escapaba desde las aulas del Instituto Columela hacia el exilio, el carnaval era un ejercicio de supervivencia entre las máscaras prohibidas bajo el antifaz de las Fiestas Típicas Gaditanas.

Ese Cádiz de las Costus a veces olvida, sin embargo, nombres como el de Fernando Meléndez, un artista al que su prematura muerte embadurnó los pinceles, que alcanzaron una luz prodigiosa en las manos de Guillermo Pérez Villalta o Chema Cobo, antes, durante y después de la movida.

Mientras Juan Luis Galiardo ejercía de galán de la tercera vía o le disputaba su primer voto al señor Cayo, un nuevo cine se transfiguraba en Alcances o veía la luz en la moviola de Julio Diamante, de Gabriel Delgado o de Carlos Fernández.

Tantas esperanzas y muchas otras, las de revistas como Jaramago y Cucarrete, Libre Expresión, Quillo o Mc Clure, deberían tener un cierto espacio en el recuerdo colectivo de esta provincia, que suele ser olvidadizo para con sus cumbres y desprecia sus aledaños. El polvo de los años impide ver lo que supuso el Centro de Cultura Popular Andaluza, el Aula Abierta del Colegio de Arquitectos, el colegio mayor Chaminade y sus conciertos rodeados por la policía. Qué decir de las almas transeúntes de Chicho Sánchez Ferlosio, Serafín Martínez o Javier Krahe, de la de Joaquín Sabina mucho antes de avecindarse en Rota, de la de Luis Eduardo Aute descubriendo el litoral de Zahara donde anidaría pronto un mar de celebridades alternativo a la Costa del Sol y entre cuyos militantes figuraron desde Aitana Sánchez Gijón a María Barranco.

La transición se libró en las calles del tardofranquismo, en los tajos obreros y en las asambleas de estudiantes, frecuentemente represaliados o maltratados por quienes teóricamente debían protegerles. Pero también le echó un pulso a la censura que ejercía el Gobierno Civil o el ministerio de Información y Turismo: en el archivo provincial de la calle Cristobal Colón, en Cádiz, se apurgaran los expedientes que declaraban aceptados o denegados los textos que se presentaban ante su lupa. Constituyen, a poco que se abran sus páginas pulcramente conservadas, un material de primera para investigar esa luchar sorda y ya a veces muda, esos otros días de viejo color que convendría restaurar para que sepamos de donde venimos y para saber defender mejor lo que se nos venga encima.