Fotografía: José Montero
¿Qué es este chirrido musical que me viola y enturbia mi íntimo atardecer frente al mar? ¿Ni siquiera en la playa puede uno aislarse del entorno para seguir obligado a escuchar un hilo musical que no desea?
Ineludibles “Sunset melodies” en Cádiz. Obligatorios crepúsculos con Luz Casal. Bellísimos soles refulgentes que declinan sobre el horizonte al son forzoso de una banda sonora amplificada por toda la playa en inmisericordes altavoces. Música por imperativo municipal. Los oídos no tienen párpados, escribe Pascal Quignard en un libro con un título inquietante para un melómano: “El odio a la música”. Lo recuerdo escuchando estas megafonías por bemoles.
Desde que en las playas de Ibiza, la progresía grunge consagró el “sunset” como una nueva liturgia colectiva rematada con sus aplausos escolares cuando la bola roja menguaba hasta extinguirse, los crepúsculos, que antes, y sin tanta alharaca, contemplábamos con la rutina natural de los sucesos inherentes a los últimos estertores de la tarde, se convirtieron en un evento sobrenatural que había que adornar –y comercializar- a toda costa. Como si no fueran suficientemente espectaculares por sí solos. Y ¿cómo los adornamos? Pues poniéndoles música –es decir, ruido- que es lo que solemos hacer con los momentos felices reventándolos, esta vez, con el bobo “lounge” de Café del Mar.
Detesto la música oída por decreto. Una vez llegué a almorzar con un director de orquesta a una taberna de Sevilla. Nos sentamos. Sonaban sevillanas en el comedor. El de la batuta llamó al camarero. “Por favor, ¿puede quitar la música?”. “Ah, al señor no le gusta la música?”, contraatacó el otro, con una indisimulada ironía chulesca y displicente. Recibió una réplica fulminante: “De hecho, me gusta, la respeto y me dedico tanto a ella, que solo la escucho cuando me place”. Todavía recuerdo el careto del camarero, palideciendo.
Música en los autobuses. Música en el supermercado. Música en todas las partes. Se trata de boicotear, de impedir el silencio: puede ser revolucionario, el silencio. Pero las orejas no tienen párpados. Desde que Ulises debió encadenarse al mástil obligando a su tripulación a untarse los oídos con cera para no ser arrastrados a la muerte por el canto seductor de las sirenas, la música ha sido usada como un método de inducción –o tortura y reeducación: desde Beethoven en “La naranja mecánica” hasta los tres días seguidos de heavy-metal con los que Bush bombardeó hasta rendir finalmente a Noriega en Panamá- de consecuencias, según los casos, triviales o terribles.
“En el lager, la música arrastraba hacia el fondo”, escribió Primo Levy porque en Auschwitz la música –orquestinas de judíos interpretando incesantemente desde música ligera a Wagner- actuaba de narcótico y calmante, enmascaraba el horror, funcionaba como una hipnótica tortura desmoralizadora. “Volvemos del trabajo. La orquesta del campo de Birkenau interpreta foxtrots de moda. La orquesta hace hervir nuestra sangre. ¡Cómo odiamos esa música!”, anotó la prisionera Romana Duraczova. “Hay que oír esto temblando: los cuerpos desnudos ingresaban en las cámaras de gas inmersos en música”, nos recuerda Quignard, temblando.
Ya. La Caleta no es Auschwitz. Yo también me he dado cuenta. Lo que aquí veo en la playa es solo una liturgia banal que no mata a nadie pero que podría haber sido perfectamente prescindible: alguna hilera de bañadores combinando, en una, varias desgracias contemporáneas: mientras escuchan obligadamente un pop trivial, todos fusilan compulsivamente el sunset con sus móviles o agotan las SD de sus cámaras. Hay una sensación de evento global. Hoy, un sunset no es más que otra excusa digital para inflar de likes tu Instagram. Pero ponle una banda sonora. Porque ya no es completa la experiencia que transcurre así, desnuda, sorda y silenciosamente, sin música.
El Ayuntamiento de Cádiz empaqueta sus atardeceres vendidos en alianza con el sector hostelero como un supuesto atractivo turístico –dudo que lo haya sido- porque ahora los crepúsculos incorporan en Cádiz el “plus” de traer puesta una banda sonora. Que, para ver un atardecer, es justo lo que a mi me sobra, salvo que en mis auriculares Lucia Popp cante “Im Abendrot”. Sorprendentes estrategias comerciales que arrastran, creo, un efecto indeseado: convertir la playa en otro espacio de consumo público.
Me parece una anacronía: llenar de música un espacio prácticamente silente justo cuando en un país paraíso de elevadas agresiones sonoras, las nuevas políticas públicas tratan de frenar la contaminación acústica creando islas separadas del bullicio urbano. Precisamente cuando lo revolucionario sería reivindicar la ecología sonora –sí, también hay una ecología sonora- y cuando aquí teníamos para disfrutarla un espacio kilométrico, gratis y a mano, el Ayuntamiento adquiere forma de discjockey, convierte la íntima naturalidad del crepúsculo en un Evento y, como en los bautizos, nos pone música.
El esquema es culturalmente obtuso: creer que un paisaje visualmente hermoso por sí mismo, queda como minusválido si no incorpora un hilo musical que todos podamos compartir fraternalmente unidos frente al instante definitivo del ocaso tarareando un tristísimo revival de Luz Casal. Me recuerda a los tostones de “powerpoints” aquellos que a la gente le dio por enviar masivamente hace unos años bajo la indicación autoritaria del “No dejes de verlo”: cascadas de atardeceres ilustrando cansinamente la Sexta Sinfonía “Pastoral” de Ludwig van Beethoven en un intento sinestésico de preescolar. Pues en Cádiz, ahora es la naturaleza la que imita al powerpoint.
Jolín, ya puestos, podían haber elegido un himno más positivista. Venga, vamos todos a la playa y cantemos al unísono y felices cogidos de la mano festejando el melancólico esplendor del ocaso del mundo muriendo bajo el trimilenario horizonte gaditano: “We are the world, we are the children…” Y mientras cantan, eleven los palitos, háganse un selfie y súbanlo a sus redes sociales con el hastag #Cadizsunset. Quizá vendamos una plaza hotelera. Porque ustedes ya no estarán viendo un atardecer: estarán participando en un Evento municipal.
Eso sí, con tanto trajín, olvídense de ver el rayo verde.