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Toda buena Siesa que se precie sueña, incluso siente, emociones ajenas que, si bien no comprende porque carece de empatía, le generan una gran desazón interior que desemboca en graves trastornos intestinales. Trastornos graves no solo en cuanto la dimensión física de su manifestación, sino a la peculiaridad de las consecuencias durante el confinamiento. Esto le ocurría a menudo: sería el mayor silencio callejero, la luna llena rosa o los aplausos aparentes, a veces a destiempo, que configuraban la única figura de contacto ya familiar, donde la gente “hacía barrio” en cuarentena. Aquella mayor concentración mental la llevaba a buscar la soledad aún más dentro de sí misma, entrando en fase y viajando a la otra dimensión o encarnando al señor Don Gato en su azotea. Era ahí, en la zona común azoteil, y siempre altas horas de la madrugada, donde la Siesa hacía introspección conectando con lo más profundo de su sieso, en busca de señales, indicios, pistas que le ayudasen a desentrañar la enorme crisis que se avecinaba. 

Esa noche aún no habían dado las 11 cuando notó un llanto. Subió rápidamente y echó a las Erasmus que hacían Pilates diciéndoles que le retumbaba el piso y que habían elegido muy mal año para “pegársela” en Cádiz. 

Una vez sola adoptó la posición del loto y siguió el rastro de aquel llanto como de niño enfurruñado. Lo siguió a través de video-conferencias, redes 5G y millones de ideas de vídeos en YouTube, con mucho esfuerzo, pero lo encontró. Aisló la imagen sintonizando su CHI y vio nitidamente a un hombre con barba cuidada, llorando en calzoncillos, metido en una bañera vacía. En la pared, sobre su cabeza reinaba un Warhol.

-Cultura o barbarie– lamentaba –cultura o barbarie- y se sorbía los mocos.-Serás un buen ministro, Uribes. Te respalda el partido, Uribes. No importa que tú no sepas un carajo sobre el sector, Uribes… ¡Deudas y deudas! Dicen. ¡Qué se hubieran metido a fontaneros, no te jode!– y volvía a llorar.

Siesa post
Fotografía: Fran Delgado

Cuando aún nuestra Siesa estaba tratando de saber quién narices era aquel señor con barba, la imagen se perdió, sintiendo nuevamente el silencio y, sobre todo, la humedad de esa azotea. Bajó a por la bata y se puso calcetines gordos. Mientras pensaba en el sentido de aquella revelación hizo un pis y miró hacia la bañera. ¿Realmente era necesario haber visto a ese hombre en calzoncillos? Entonces escuchó un susurro a su espalda.

Nadie sabe lo que pasa en realidad– la Siesa pegó un respingo al darse la vuelta y descubrir a una mujer alta y delgada que la miraba con los ojos entrecerrados. –Este país no quiere a sus artistas– dijo además de muchas más cosas con un hilillo de voz apenas perceptible por los entrenados oídos de la Siesa, que estaba a punto de perder los nervios.-Han desconvocado el apagón cultural porque hemos hecho presión.– logró entender aquella mujer.

¿Quién eres tú y por qué hablas tan bajito?– le espetó la Siesa cansada de acercar tanto las orejas.

Soy Nawja Nimri. Me conocerás por mí papel en La casa de piedra Ostionera, y porque soy una artista polifacética a la que han cancelado toda la temporada de conciertos.– dijo atusándose el pelo.-Como te comentaba, nosotras, la industria cultural, empleamos a 700000 trabajadores y hemos puesto a la ministra de Hacienda contra las cuerdas. Hay que tomar medidas para proteger al sector. Somos frágiles y estamos sin cobertura.– decía Nawja Nimri abrazándose a sí misma. 

Pero habla más alto carajo. Por Dios qué intensidá.- se quejó la Siesa.-Pero si tú sales en la televisión. No tienes problemas para hacer cultura ni para ganar dinero. A mí me parece muy bien lo que demandas, pero yo pienso en la Chari que vive en la esquina y hace una ruta teatralizada sin contrato. O en cómo factura el Falu cuando trabaja para cualquier administración pública que le pide  cuarenta mil requisitos y él apenas puede pagarse la cuota de autónomos contando cuentos por los pueblos. Y la compañía de teatro que se gana la vida actuando de temporada en temporada, que vive al día, con un futuro siempre incierto, inventando y reinventando; ensayando sin cobrar, creando y produciendo con la certeza única de que no van a trabajar todos los días. Ellos no tienen respaldo del estado. Y hay precariedad, economía sumergida, cero cobertura social. Son como prostitutas, sin derechos ninguno.- dijo muy digna la Siesa. 

Pero nosotras no hacemos simple cultura, pertenecemos a un ámbito más elitista. Nosotras hacemos ARTE y no todo el arte es cultura.– contestó con hastío y mano en la frente Nawja Nimri.

Perdona quilla, ¿ pero tú sabes lo que es el arte?- dijo la Siesa. 

¿Qué es el arte?– preguntó desafiante Nawja Nimri.

¡Morirte de frío!– y nuestra Siesa se rió a carcajadas.-El origen de todo está en la visión económica del asunto, y en las luchas que hay entre las reglas del capitalismo neoliberal, que tiene lo privado, y la visión keynesiana de la economía de la administración. Y que tu industria cultural no se puede mantener por sí misma.-la propia Siesa no daba crédito a lo que estaba diciendo. 

-¿Pero tú que has estudiado en Harvard?-contestó la Nawja ojplática.-Sí, en Harbolí y soy la elegida. Además de que no se me ocurre otra manera de hacerte llegar el mensaje. Y ahora vete.- sentenció la Siesa. Y la actriz de La casa de piedra Ostionera comenzó a desvanecerse languidamente, como era ella. Cuando solo quedaba un agujero de nariz de la Nimri, la Siesa enganchó el dedo índice aplazando la difuminación. -Una última cosita. He estado en la otra dimensión varias veces, me han avisado de lo que nos viene ahora en los próximos 3 años. Es importante que proclames la palabra: que la gente haga piña, pero piña sin intereses ni intervenciones políticas. Que ya sea rojo azul o morado, el que más y el que menos solo quiere atribuirse el mérito y seguir con el nepotismo, que de eso en Cádiz sabemos un montón. La voz de la ciudadanía que está implicada en la cultura, tiene que llegar a donde tiene que llegar, pero para lograrlo hay que pensar en el bien común, lo más importante. ¡Y vete coño!, que no me has dejado ni limpiarme el chichi, a ver si aprendéis los espíritus y las almas astrales que tiene que haber un mínimo de intimidad. Ya podía haber venido Assumpta Serna, seguro que proyecta mejor la voz.

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Las enfermedades infecciosas: el gran desafío de seguridad en el siglo XXI*. La Siesa estaba leyendo la app del Google académico mientras se tomaba una Cruzcampo fresquita.  Lo hacía en el portátil que se dejó la Erasmus china que había tenido alquilada. 

La cuarentena le había cogido con la casa limpia, así que, por mucho que limpiara, ya lo había hecho todo. También se había cansado de escuchar los mismo sonidos de siempre, nada nuevo, incluso los del polvo siestero habían dejado de innovar. Por  lo que se puso a leer monografías y estudios sesudos hasta que ya no pudo más. Estaba aburrida como una ostra, así que decidió ponerse en trance. 

Colocó  las piernas en la posición del loto, cerró los ojos y entró en la otra dimensión inmediatamente. A ella no le hacía falta ayahuasca ni hongos de ningún tipo, ella poseía esa habilidad de serie, que para eso era Siesa y la Elegida. En la otra dimensión había casas vacías, ruido de tormenta tras los cristales crepitantes, ulular de viento y ojos rojizos tras rendijas oscuras. Vamos, la otra dimensión era un lugar desapacible de pelillo erizado permanente. A lo largo del callejón las farolas se alternaban dando ráfagas de luces intermitentes, aprovechando para crear sombras siniestras en cualquier rincón. La otra dimensión era un viaje malo. 

Siesa post
Fotografía: Fran Delgado

Parada allí en mitad de una plaza, La Siesa se chupó el dedo índice y lo puso contra el viento para saber en qué dirección debía ir. –Calle abajo– se dijo en voz alta, y pareció que le respondía un gruñido en algún lugar.  Así que comenzó a correr, no fuera a ser que vinieran los hombres lobo, un Alien, el Demogorgon, o quien sabe, el mismísimo Antonio Burgos. A medida que avanzaba comenzó a escuchar un rumor como de  canción:

People are strange, when you’re a stranger

Faces look ugly when you’re alone

Por fin encontró una casa habitada. Se recompuso el cabello de su estirado moño y llamó al enorme aldabón de tetilla que sobresalía del portón. Este se abrió al instante invitándola a pasar. Una vez en su interior ya no había miedo, sino olor a puchero y a casa de la abuela. Sin dudarlo se dirigió a la cocina y allí estaban ellas, sonrientes, trajinando con cacerolas, masas y croché: El Consejo del Entreteto, consejo celestial de la otra dimensión, formado por las tres señoras, y al que sólo tenían acceso unas pocas elegidas. Nada más verla, las señoras esbozaron una amplia sonrisa, luego la cogieron y la sobaron, a besos, pellizcos, achuchones, la restregaron como si estuviera en un baño árabe y le hicieron sentarse en una silla de la cocina.  

Cuéntanos– dijeron al unísono. 

Pues nada que estamos en cuarentena y yo no sé cómo puedo ayudar a los demás. Tampoco sé si me apetece, porque empatía ya tengo poca, así que aquí estoy. ¿Ayudo o no ayudo?– preguntó La Siesa.

Mira Siesa– respondieron al unísono de nuevo –tú tienes que hacer lo que te salga de dentro. Y ahora vete.-

-¿Cómo?- preguntó.

-Ya te lo hemos dicho. Y ahora para tu casa que va a empezar el 1,2,3 – dijeron mientras se, desvanecían y La Siesa volvía a tomar conciencia de su cuerpo, en posición del loto, y del lugar en el que estaba, las baldosas hidráulicas del suelo del pasillo.

Justo cuando abrió los ojos empezó a escuchar la cacerolada de las 7. Salió al balcón. Toda la calle aplaudía agradeciendo. El del balcón de abajo pasaba consulta de psicoanálisis gratis a los balcones colindantes. El de arriba explicaba cómo se hacía un empalme en plan clase magistral porque era electricista. La viejecita del quinto tiraba paquetitos de torrijas envueltos en papel albal. Desde el balcón de la esquina, el carnicero autónomo echaba butifarra que se iba repartiendo ordenadamente de balcón en balcón. La que salía en una zambombá se puso a cantar. El que tenía un romacero inédito se puso a recitarlo haciendo blam blam con una aplicación del móvil. El vecino del tercero sintonizaba a distancia la televisión del  viejito de enfrente, que no encontraba Telejinco. Los adolescentes se mandaban whatsapp de amor y se hacían ojitos desde la ventana dedicándose canciones. El técnico de sonido del extremo izquierdo de la calle puso Hola Don Pepito, y el técnico de sonido del extremo derecho puso a Cannibal Corpse. El nutricionista explicaba sentado en una banqueta en la azotea, cosas básicas, como que tenían que comer una pieza de fruta al día y muchas legumbres, mientras sonaba el veo veo, tu cara cuando me peo de fondo por algún sitio. 

Todo el mundo ponía su granito de arena para paliar los efectos del aislamiento, excepto compartir papel higiénico, y a La Siesa le entraron muchas ganas de aportar también. Pero, ¿qué podía hacer ella? Escuchó como un susurro.

Lo que te salga de dentro… 

Y así lo hizo. La Siesa se aproximó a la barandilla de balcón, sacó el megáfono ese que le había mangado años atrás a Teresa Rodríguez, cuando esta era más piva e iba voceando en las manifestaciones. Le dió al On, liberó su garganta, boca abierta, posición, aire en abdomen y… … … 

(Eructo Enorme En Intensidad y Duración)

Luego silencio. 

-Os quiero- dijo La Siesa, y se metió para su casa. 

El resto de la cuarentena fue más tranquilo y duró el tiempo que duró, con la primavera extendiéndose a pesar de todo, ajena por completo a esa humanidad cada vez menos egocéntrica que estaba rehaciéndose desde los principios del cuidado al otro. La Siesa no podía hacer nada para solucionar lo de la pandemia porque entraba fuera de sus posibilidades de heroína. Así lo decía la cláusula nueva del siglo XXI, y ella había nacido en el siglo XX, imposible actuar contra el virus.  Aunque tranquilas, porque ya le había echado el ojo al meteorito de Junio y a la plaga de langostas de agosto.

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Toda buena Siesa que se precie tiene líneas morales que jamás debe cruzar. Líneas morales que abarcan los distintos sectores de la socialización humana, cuyo centro temático puede limitarse al ocio. El ocio puede a su vez dividirse en distintos ítems entre los que la prestigiosa doctora de ascendencia africana miss Tomisecwelatayatimen Smith dio relevancia de estudio a solo unas pocas: sexo, fiestas típicas, amistades, espionaje vecinal, crítica por diversión y alcohol. Siendo el ocio del alcohol uno de los más importantes por su carácter popular que hace que pueda pasar inadvertido y sea, por lo tanto, socialmente más aceptado.

−Everyone in in debt in Cádiz −comenta miss Smith mientras se toma la quinta caña en cualquier puesto de la plaza al caer la tarde, durante uno de sus habituales periodos de trabajo de campo siesil en la capital, y que viene a ser lo mismo que “En Cádiz bebe todo quisqui”.

Y fue precisamente en uno de esos periodos de estudio, mientras acompañaba a la Siesa en sus paseos nocturnos, cuando surgió tomarse algo en el Café de Levante.

La buena siesa y el alcohol
Fotografía: Rainn Leong

Para aquel entonces, la Siesa ya había aflojado el fuelle de maldad, mostrando cierta apertura emocional y un discurso de abierta crítica a la endogamia gaditana. Pidieron una cerveza e inmediatamente otra, puesto que era noche de levante en calma, y la primera casi no le había dado tiempo ni a posarse sobre la mesa. La Doctora no dudó en pedirse una tercera, y una cuarta y una quinta, tarareando en inglés un estribillo que decía:

Look girl, separated, liberated,
I am happily divorced.
I have a rented flat that is close from here.
Let,s go, let,s go, come on let, go.

La directora del Good Siesin Study estaba dispuesta a darlo todo en una noche calurosa, de un verano atípico de colcha gordita a los pies la cama.

−Have a beer, I am paying! −le dijo a la Siesa mostrando su perfecta hilera de dientes blancos.

−¿Qué dices? Que parece que me vas a morder. A mi háblame normal que no te entiendo −espetó la Siesa

−Sorry, quiero decir que te invito a otra caña −pronunció la doctora miss Tomisecwelatayatimen Smith en un perfecto castellano demostrando sus cinco masters y el porqué del prestigio internacional.

−No puedo. No debo. No me tientes −dijo la Siesa cambiando el semblante. Y es que ahí estaba uno de sus límites. Una de las líneas morales que no había de cruzar: nunca más de dos cervezas. Por supuesto que la doctora preguntó varias veces la razón, a lo que la Siesa se limitaba a responder con un escueto “No quieras saber carapán”.

A las 11 de la noche el calor era el mismo. Los culturetas de distintos sectores gaditanos comenzaban a llenar las terrazas de la calle Rosario. Por aquí y por allí se escuchaban disertaciones de todo tipo: Ayto. vendido, Ayto. cambiado, Ayto. del carajo, le como la puntita al Kichi, gentrificación, Callejón Vivo, Noches de arte dramático, El Albatro, Con la hernia, autopista bici, yo los voté desde el principio, yo primero que tú, mentira, puñetazo en el ojo. Y la Siesa sabía todo.
Sabía que este había firmado eso con aquel, que aquella había vendido el alma para aparecer, que fulanita y menganito eran primos pero se odiaban, que el otro se acostaba con la de atrás pero que en realidad estaba perdidamente enamorado del asesor del alcalde. Su mente estaba al borde del colapso informativo. Los ojos le lloraban y la doctora no paraba de hablar dándole golpecitos en el hombro.

No pudo más.

Se pidió una caña.

Desde la ventana, el perro profeta, a modo de Casandra, ladró advirtiendo, pero ya era tarde y, además, nadie le iba a hacer caso. La Siesa entró en modo fiesta y comenzó a ir de odio en oído contado verdades sin quitarse el sudor del bigote. La gente no la vio venir, no pudo apartarse. Cuando se daban cuenta, ella ya había cogido con fuerza el brazo ajeno y soltaba palabras certeras con mensajes telegráficos de enorme potencia en verdades. Contó todo, absolutamente todo, incluso sus encuentros sexuales con cierto político de aspecto pedante. Le dijo, a quien tenía que decirle, que el director ese de teatro abusaba de su posición en clase con las alumnas, que la concesión aquella se había prorrogado a pesar de las críticas, que el dueño del bar moderno explotaba y extorsionaba como mafia. Contó lo suyo y lo de su prima. Contó tanto que la doctora no pudo anotar las revelaciones más importantes porque ya no le quedaba hueco en su diario de campo. Tanto que la base escalonada de la farola de San Agustín volvió a resurgir de pronto.

Delató a los corre pasillos con cargo, a los contratados por chuparla, a los de los armarios llenos de chaquetas de colores, a los propagandistas artistas que se colocaban en los lugares adecuados.
Les gritó sin pudor a las gentes de las asambleas que eran puro decorado. Les gritó porque ya no podía hablarles al oído. Les habló a gritos porque estaban lejos, huyendo despavoridas y mirándose con desconfianza las unas a las otras.

Ladró el perro de nuevo: Guau guau guau, que en lenguaje perro significa “Os lo dije humanos”.

−Te lo dije −comentó a su vez la Siesa mirando a su compañera de cervezas–, y ahora acompáñame a casa que tengo que llamar a Juan.

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Toda buena siesa que se precie guarda en la recámara más de un recuerdo trágico, no en vano el siesismo se alimenta de heridas. Golpes en dedos chicos del pié emocional, brechas curadas con puntos en el corazón prepúber, cuchilladas de palabras en la espalda y más de una guantada de mano injusta marcada para siempre en mitad de la cara. Todos dolores físicos, transmutados en coraza siesil de sobrenatural dureza, que aumenta a medida que pasan los años mientras se suman los golpes.

Los recuerdos trágicos se mantienen dormidos, se van olvidando en el presente, van saltando de vez en cuando como un reflejo sordo de algo que está escondido en alguna parte de la memoria. Solo queda un sentimiento de coraje grande que la mayoría de las veces nuestra Siesa compensa escatológicamente y sin pudor, con gases gordos soltados en reuniones y ascensores de los que escapa sin ser vista y con una mano en la nariz.

La prestigiosa antropóloga Marcela Lagarto escribió al respecto que “lo que no mata te hace peerte muy fuerte, por lo tanto podemos decir que la Siesa lo único que hace es sobrevivir”.

Pocas veces el recuerdo horrible emerge al presente y cuando lo hace es como un maremoto que remueve desde atrás todo lo vivido, por eso la Siesa intenta evitarlo con todas sus fuerzas, rezando retahílas de Avesmarías, intentando declinar el pretérito perfecto simple de los verbos irregulares o comprándose un pollo asado en la Freiduría Europa, esto último borra cualquier malsabor de boca.

La buena siesa y los recuerdos tragicos
Fotografía: Pedripol

Sin embargo, un día no pudo parar la mente ni todo lo que ésta traía.

Nuestra Siesa había entrado a comprar un choco en la pescadería de la Calle Cervantes. Había poca gente. Un par de mujeres de mediana edad, un muchacho y un hombre mayor. Pidió la vez y esperó quejándose un poco del carnaval y buscando desagrado en los ojos de alrededor, quejarse del carnaval siempre funcionaba. Y en esa búsqueda se encontró con los ojos del hombre mayor y sintió que el suelo se abría.

Allí estaba él, transformado en un híbrido actoral a medio camino entre Charles Bronson y Lee Marvín, con su mirada aparentemente impasible. Esa mirada del que parece no estar atento a nada y, sin embargo, observa minucioso cada detalle de la escena, cada movimiento, registrando quién sabe qué datos en qué extraño catálogo mental. Nuestra Siesa descubrió de pronto quién era y al hacerlo, él, que esperaba paciente a que ella recordase, se sonrió para sí y conservó esa sonrisa todo el resto del tiempo. Unas líneas de expresión seguían surcando sus comisuras, en lo único que había cambiado era en el color del pelo, que se había tornado completamente blanco. La edad lo había transformado en un actor más elegante, y pasó de ser Charles Bronson y protagonizar películas de acción, a mirar con la madurez de un Lee Marvin marinero. Él también la había reconocido, por eso se sonrió y por eso la observaba escaneando.
La Siesa entonces volvió a ser niña corriendo con el chándal del colegio y ese cuaderno pequeño en el que dibujaba todas las caricaturas que le permitían hacer sus amigos, la familia, los extraños…Eso era él, sí, un extraño conocido que la miraba incitando, como queriendo contarle algo. Quizás pensó que ella no lo recordaba y se regodeó para sí mismo, contento de saberse a salvo a pesar del crimen, espía que nunca es descubierto y sigue espiando.

La Siesa se dejó escurrir por ese boquete abierto bajo el suelo, Viajó muy lejos hacía atrás en el tiempo. Tenía 8 años, quizás 9. Se disponía a leer sus cómics de Superlópez, amparada por la calidez metálica de las tuberías gigantes que antaño gobernaban el colegio del Campo del Sur. Una época despreocupada en la que se descolgaba sonriente por las paredes de los bloques (no habría sonreído tanto si se hubiera roto los dientes, ¡ah! bendita inconsciencia) La niñita inocente que era entonces fue perturbada por la maniobra de acercamiento de un hombre peculiar de acento indefinible e incomprensible y un parecido monstruoso con Charles Bronson. Era amable y ella le dejó leer sus cómics, le hizo un dibujo trazando perfecta esa cara de héroe de acción, le contó sus sueños de dibujar y escribir historias que hicieran felices a la gente. El parecía entender y sonreía, pero en realidad no entendía, y su sonrisa se debía a una mano gorda de marinero que comenzó a deslizar por dentro de los pantalones de chándal de la niña-siesa el siempre elástico chándal-uniforme del colegio San Martín. Y ahí estaba ella, sobada hasta la medula confundiendo la amabilidad y la atención. Trascurrió un tiempo incontable hasta que se libró, se liberó de esas garras pedófilas de hombre acostumbrado a coger armas de fuego y a salvar heroínas y niñas en pelis cutres que solo gustan a los padres. Justo cuando empezaba a pensar que algo andaba mal, él sacó sus dedos gordos de dentro de la niña-Siesa, miró alrededor y le dijo que esperase, que ahora volvía. Cuando lo vio cruzar la carretera, la Siesa corrió, corrió y corrió como corren las niñas delante de los lobos, corrió con una vergüenza nueva amarrada en la ingle, corrió con una semilla de culpa alojada en el pecho. Llegó a su casa jadeante, guardó la ropa, sus cuadernos, los dibujos y el secreto. Lo enterró como el primero de muchos en un lugar indeterminado de su cuerpo de mujer y no volvió a pensarlo nunca jamás. Hasta ese momento, en aquella pescadería de la calle Cervantes.

Y allí estaba de nuevo. Aquel hombre se limitó a mirarla descarado y sonreír de frente, con las manos en los bolsillos, viejo ya, sin hablar, como si no pudiera expresarse con palabras. La Siesa recordó que era extranjero, un Lee-Charles de algún país nórdico, con la piel curtida y los ojos un poco achinados. Imaginó que en otro tiempo fue un guerrero mongol sangriento, que descuartizaba a las madres y destrozaba a las niñas sin soltar ni una sola palabra, ni un sólo quejido, sin sudar, sin dudar.
 Sí, en esta vida presente también se había dedicado a destrozar pero de otra manera, sin sangre física. Y así era cómo las niñas dejaban de ser princesas para convertirse en presas de cazadores de humanas.

Nuestra Siesa tomó aire, juntó las manos frotandolas y se acercó a él sin apartar los ojos de los suyos. Cuando estaba a un centímetro de su cara el hombre pareció enmudecer y quiso escapar, pero ella lo atrapó con las palmas de las manos. Lo apretó, lo amasó con agua del mar y arena de orilla, lo hizo pequeño mientras la pescadería permanecía ajena por completo a lo que estaba ocurriendo. Cuando terminó con él sacó la bolsa de la compra y lo metió dentro, luego salió sin despedirse, por la sombra, silenciosa como la cucaracha que era.

Ese medio día cocinó un choco extranjero, con muchos cachelos, las mejores papas con chocos de su vida. #metoo

Tiempo de lectura ⏰ 4 minutitos de náXiomara post

Por todas es de sobra conocido que aquella buena siesa que se precie es de carácter agrio, arisco, seco, duro, garbanzo antes de remojar. No en vano se denomina siesa a la persona antipática de trato desagradable. Pero no es este trato en concreto lo que define a nuestra Siesa, sino más bien la ausencia de humor común, de ese humor común que provoca sonrisas espontáneas al ver a una niña pequeña cantando un villancico, o a unos gatitos blancos bostezando. La Siesa es seca hasta en la sonrisa y, si bien alguna vez rodó por su mejilla alguna lágrima furtiva, de todas es bien sabido que jamás soltó una carcajada y mucho menos en público.

Se cuenta de boca a boca, de oído a oreja, que la carcajada siesil remueve la tierra, quiebra los huesos desde dentro y provoca el ocaso antes de tiempo, alterando el orden establecido y todo lo que, por ritmo, es conocido como cotidiano. Por lo tanto, podemos decir que la carcajada siesil es peligrosa.

La última vez que una siesa rio a carcajadas se alargó el verano hasta casi final de año.

Una vez explicado esto, podemos contar lo que ocurrió la noche del pasado viernes 14 de diciembre. Nuestra Siesa se encontraba subida al poyete más alto de la azotea, oteando el horizonte. Una profesora había desaparecido un par de días atrás y la Siesa sentía la sangre como si pudiera olerse desde lejos. En la soledad de la azotea la vecina coprolálica se cagaba en los muertos de todo hasta que le hiciera efecto el diazepam, las niñas se dormían con cuentos de final feliz y las amantes pelaban la pava por encima de la ropa en la intimidad de las casapuertas. No faltaba el que lloraba por la escasez del alumbrado navideño, ni el que llevaba horas dando vueltas para aparcar. Infinidad de murmullos varios que se extendían por el cielo nocturno gaditano.

Pero la Siesa no podía concentrarse en ninguno de esos estímulos, el olor a sangre era tal que bloqueaba sus antenas siesiles provocando un repunte de su hernia de hiato. Entonces la vio.

Apareció por detrás de una antena como si esta fuera un muro en lugar de un palo fino. La Siesa siquiera se asustó porque, de alguna manera, la estaba esperando. Mientras el espectro se acercaba a ella, desde una TV cercana se escuchaba “Creo que mi padre es un elfo”, hasta la Siesa se percató del surrealismo.

-Estoy muerta.– le dijo.

-No jodas.– respondió la Siesa.

No es momento para sarcasmos. En un par de días el mundo sabrá lo que todas ya sospechan. Es tiempo de cambio, Urano va a entrar en tauro y el… –la Siesa tocó las palmas interrumpiendo.

-Creo en fantasmas pero no en Esperanza Gracia. Ve al grano que aquí hace mucha humedad -aclaró nuestra Siesa.

-Qué malaje eres,-protestó el espectro- pero tienes razón. Iré al grano. Cuando el mundo sepa de mi muerte se desencadenará la pena que ya estaba acumulada, la rabia campará a sus anchas, se crearán bandos con claridad de enemigos y esto no es bueno para la humanidad. Tienes que buscar un remedio. Eres la elegida.

-Puta mierda de elegida, cagoendiez. Yo tenía que haber sido contable, hostia. –protestó la Siesa.

-Es lo que hay –dijo el espectro, y desapareció dejando un destello rojo que permaneció unos segundos.

La Siesa sintió que en ese instante le embargaba el sentimiento. Notó que la emoción se acumulaba en la garganta y tuvo ganas de soltar todos los gritos que el espectro llevaba arrastrando detrás suya. Una lágrima hizo POP, como una palomita de maíz y rodó por su mejilla llevando consigo mil penas acumuladas. Así lloran las siesas.

Cuando la lágrima se secó, y ya la pena estaba aparcada, nuestra protagonista se escabulló por la ciudad, saltando de azotea en azotea hasta llegar al Anfiteatro Romano. Allí se coló por encima de la reja y caminó furtiva hasta perderse en los túneles secretos de las Cuevas de María Moco. Caminó por la red de túneles dejándose llevar por su instinto hasta que comenzó a escuchar un rumor como de risas y aplausos numerosos. Encontró la salida  y una carpa de circo que albergaba un escenario, donde multitud de personas esperaban un espectáculo. La Siesa se hizo hueco entre la gente pisando alguna mano con maldad, no en vano era siesa, y sentándose delante por toda la cara, que para eso era la elegida.

El espectáculo comenzó. Llegó una mujer con corbata saludando a todas, todos y todes, y comenzó a hablar del coño, del universo femenino, de la diversidad, rompiendo esquemas y fue entonces cuando ocurrió. La Siesa empezó a reír a carcajadas. Alicia Murillo teorizaba sobre un coño de quita y pon mientras el suelo temblaba. Después Pamela Palenciano luchaba contra las etiquetas, colocándose en la piel de estereotipos masculinos y femeninos, explicando que todo es una cuestión de privilegios y poder. Silvia Albert recordaba que esos privilegios hacen que algunas mujeres estén doblemente invisibilizadas, y cantaba, y hacía soñar jugando con las luces y su propio cuerpo, en un alegato antirracista porque las que nacieron aquí son extrañas, porque No es país para negras.

La Siesa reía y el suelo seguía temblando, resquebrajándose en pequeñas grietas por todo el recinto. Cuando Las XL cantaban sobre el fin del amor romántico, la Siesa levantaba los dedos pulgar, índice y corazón formando un clítoris, totalmente desencajada de la risa, hasta que sonó el último acorde y las pequeñas grietas se hicieron una. Rugió el cielo. Las mujeres y los hombres y el binarismo, levantaron las manos gritando al unísono Ni una menos. El suelo se abrió tragándose a la Siesa que aún tenía el puño levantado. Y solo hubo oscuridad y silencio.

En la negrura la Siesa no tuvo miedo. Caminó palpando las paredes en pos de una salida. Tenía claro que todo estaba cambiando, que la incomodidad había anidado en los corazones de la gente y que eso era bueno. Pero sobre todo, estaba convencida de que el feminismo era el único camino para liberar al mundo y que sus formas de lucha tenían que ser distintas a las establecidas por los hombres. Mientras atisbaba la luz al final de aquel túnel, en aquella cueva mágica de María Moco, supo con total seguridad cuál era el remedio a todo aquello que le había contado el espectro: era tiempo de reivindicar el DERECHO A LA ALEGRÍA.

 

DEP Laura Luelmo, estoy segura de que también hubieras disfrutado infinito el COÑUMOR

NI UNA MENOS

 

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Xio
Fotografía: Jesús Massó

Toda buena Siesa que se precie padece de fobia social, aunque esto no impide que se relacione de manera superficial con las vecinas o desconocidas. Nadie ha convivido con ella, excepto en aquella ocasión en la que, ahogada por una derrama de la comunidad, no tuvo más remedio que hospedar a la entonces joven estudiante Miss Tomisecwelatayatimen Smith,  lo que dio origen a los estudios de siesismo en la universidad Presbiteriana de Massachusetts.

En su diario de campo Miss Smith escribe una historia que la Siesa le contó en cierta ocasión de exceso verbal, tras haber mezclado cerveza y vermut. A continuación reproducimos una parte de dicho texto traducido del inglés gracias a Google:

Te voy a contar la historia de mi gato. Yo tuve un gato, ¿sabes?. Y eso que no me gustan los gatos, es más odio los gatos, me dan coraje grande los gatos, pero ese gato se coló en mi vida. Creo que fue la primera vez que abrí una rendija del corazoncito. Me lo encontré en una de esas ventanas que hay en la pared de la catedral, era del tamaño de mi mano. Lo vi y pase de largo, pero me maulló en gaditano, me dijo  «Cógeme, estoy solito»  y mira, se me encogió el alma. Era blanco y tenía un mechón naranja en lo alto de la frente. Lo cogí con mucho asco y lo lleve a mi casa, por el camino me maullaba en gaditano canciones de La Caleta y poemas de Rafael Alberti. Se ve que era un gato culto y eso que no debía tener más de una semana. Antes de irme entré en la iglesia de Santiago y lo bañé en agua bendita. No veas si maullaba el gato, pero lo tenía que bautizar -y también quería fastidiar al cura, para que te voy a engañar. En mi casa el gato tuvo su comida, su collar antiparasitario, su arena de shit, incluso su cartilla de vacunación. Dormía donde quería y me tenía frita con los pelos blancos por todos lados; con lo que me gusta a mí el negro, imagínate. Entonces empezó a pedirme libros. Yo le ofrecí Momo, La historia interminable, Tolkien. -De eso nada- me dijo  -yo quiero La metamorfosis de Kafka-. Más adelante se hizo con un carnet de la biblioteca pública y ya se cogía sus propios libros. Todo el día leyendo y charlándome, me tenía la cabeza saturada con tanta información: que si el trienio liberal, que si el cierre patronal, que si la función constitucional de los sindicatos, que si contratos de contingencia. Luego empezó a venirse conmigo a la calle. Yo no le eché cuenta, me pedía una coca y él se sentaba ahí, a mi lado, a ver pasar a la gente, incluso ponía la oreja en las conversaciones de alrededor. Igualito que yo. Orgullosa me sentía, hasta el día en que comenzó a intervenir en esas conversaciones. Daba igual de lo que fuera: la pareja que hablaba de adoptar a un hijo, pues el gato les decía cómo funcionaba el acogimiento familiar; los chavales que iban a coger el bus, el gato les informaba de los horarios; la mujer que se iba a dejar el pelo blanco, el gato le daba la marca del mejor champú para tener el color lunar ideal de la muerte; hasta indicaciones para comprar grifa daba, de todo sabía el puñetero gato. Y corregía, corregía constantemente a todo el mundo, incluso se hizo socio de Mensa. Yo lo mandaba a hacer recados para que me dejara tranquila, pero fue peor, porque empezó a hacer proselitismo, y un día me vi la casa llena de gente haciendo pancartas y el gato dando instrucciones a diestro y siniestro mientras un chico con barba y camisa cuadros cogía notas. De la noche a la mañana mi gato se hizo líder sindical y movilizó a los gatos y gatas del Campo del Sur, a las palomas, incluso a los loros de la plaza mina, que eran los más reacios a participar en cualquier colectivo. Y se llevaba todo el día con un megáfono encaramado a la espalda. Yo sentía entre orgullo y miedo, porque ya habían llegado un par de cartas anónimas en las que lo amenazaban de muerte, de esas con las letras recortadas de las revistas como en las películas de psicópatas, muy macabro todo. Pero tenía carisma el gato de las narices, la gente empezó a teñirse de naranja un mechón en la frente y hasta hablaban con acento de maullido, imitándole. Entonces empezaron a llamar muchachas y él siempre me decía que no se podía poner. Luego se asoció con una protectora de animales y firmó para esterilizar a todos los gatos y gatas del Campo del Sur, esos mismos que lo habían encumbrado en su carrera política. Después vi que, de pronto, tenía un Rolex, que ponía a un Picasso en su cuarto y que si Whiskas en vez de pienso del Carrefour. El día en que se votaban las primarias llamaron a la puerta de mi casa.  Cuando abrí vi a lo menos diez gatas preñadas, que reclamaban la paternidad del gato. Luego me enteré que no dejaba entrar en Cádiz a los animales que no hubieran nacido aquí. Ese día fue el fin, la gota que colmó el vaso, no pude aguantar más, así que me puse como el Lee Harvey Oswald de Kennedy y, cuando el gato llego a casa, lo lleve directo al veterinario para castrarlo. No me mires así, ese gato iba camino de desencadenar un holocausto. Y una cosa que te voy a advertir como una enseñanza para tu vida: nunca le pongas nombres de nazis a los animales, les afecta. ¿Que cómo se llamaba? Trump, le puse de nombre Trump.