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En estos tiempos inciertos en que las sociedades occidentales son testigo del declive del humanismo en sus términos más amplios, cuando una invasión vírica está poniendo entre la espada y la pared todas las ideas básicas que dieron origen a la Carta de Derechos Humanos, las humanidades deben enarbolar su proclama por el conocimiento y por los métodos cualitativos divorciados de la cuantificación científica y estadística. Está más que demostrado que el conocimiento no puede ser objetivo ni puede ser analizado por instrumentos matemáticos que solo producen resultados en términos fríos y rasantes, en los que cada individuo no es más que un ítem informático sin más. Como decía Donna Haraway el conocimiento no es tal si no está situado, dentro de un contexto y un histórico. Y es muy conmovedor cómo el colapso del sistema por la entrada en el escenario de un contagio inédito de un virus ha conseguido mantenernos aislados en nuestras casas rompiendo cualquier acción de alianzas emocionales o cualquier actividad colectiva que pueda siquiera combatir la soledad y la falta de comunicación social en la que estamos viviendo. 

En el marco de esa soledad se observa cómo al sistema educativo español se le anima a producir un sistema de enseñanza alternativo que se alimenta de las redes, los blogs, los correos electrónicos y las plataformas de teleformación para compensar la presencialidad de los ciudadanos en las aulas de aprendizaje. Las excelencias de este sistema solo dejan ver una tecnologización de un proceso, el aprendizaje, que solo puede compensar a duras penas la imposibilidad de poder aprender del docente en el aula. Finalmente esto alimenta una diferenciación entre dos tipos de aprendizaje, el que se sitúa en asimilar contenidos que pueden ser recibidos de cualquier manera, por videoconferencias enlatadas, por videos filmados en cada casa y luego subidos en la red, por presentaciones con comentarios que el estudiante consume como cualquier otro producto de la cultura que está en sus manos, o el aprendizaje que toma como punto de partida la creación de un ojo crítico, el que utiliza la presencialidad en las aulas para conformar el conocimiento, el que no privilegia contenidos por encima del pensamiento crítico; a final de cuentas, el aprendizaje que se basa en la guía por parte del docente que provee, no de contenidos adornados por la verdad, sino de herramientas para que el estudiante que tiene delante pueda, en cualquier momento de su vida, ser capaz de analizar, criticar y proponer vías nuevas para el entendimiento. 

Acosta post
Fotografía: Fran Delgado

No es difícil comprender que todas estas vías alternativas de aprendizaje son instrumentos de marginación para aquellos estudiantes que no puedan acceder por razones socioeconómicas al tan consagrado estado digital del ser, ese que marginaliza a los que no son ni pueden ser. De cualquier forma, es evidente que las humanidades sólo sirven para aquello último, es decir, para activar en el estudiante un espíritu que escudriñe la realidad, sea ésta cualquiera que pueda colocarse ante sus ojos, para analizarla, desmantelarla, y al final entender los mecanismos por las que se convierte en real. Las humanidades a diferencia de las disciplinas científicas no pueden tan fácilmente deshacerse de la agencia de los docentes en su responsabilidad como guías, y por eso, en materias humanísticas es tan difícil sustituir la figura del profesorado (los maestros) por dispositivos tecnológicos. La profesora, el profesor, es mucho más para este proceso que el mero portavoz de contenidos aprisionados en libros, es la que despierta la curiosidad, la que mete el gusanillo del ojo crítico en las personas que asisten, las que discuten sobre por qué, cómo y cuándo, la que produce un conocimiento colectivo que no será nunca el mismo en cada clase que imparta. 

Las ciencias humanas se caracterizan precisamente por esto, por el desarrollo de capacidades de interpretación y de respuesta ante los fenómenos sociales, históricos y culturales, de manera que son las que preparan para afrontar cualquier situación dramática como la que vivimos. Estaremos agradecidos de contar los muertos, de conocer las estadísticas por edad y por población, pero nunca tanto como si nos contaran las verdaderas causas socioeconómicas o culturales que producen tal o cual dato dentro de la estadística, porque no es lo mismo ser de un barrio o de otro, estar en situación de pobreza o no, tener o no tener seguridad social que nos atienda, ser hombre, mujer o niño, ser madre soltera o divorciada, tener un salario o buscarse la vida en las calles, o trabajar para una entidad pública o privada. Nada de esto es objeto de la ciencia, pero sí de las ciencias humanas, la única disciplina que puede dejarnos entender todo lo que nos está pasando. Y ojalá que lo que está pasando termine.

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La irrupción de los movimientos de ultraderecha en el ámbito político de Occidente parece estar ocupando un lugar preponderante en los últimos tiempos, dejando sin fundamentos básicos los pilares en los que se sustentaron los estados democráticos modernos. El fenómeno tiene claramente una conexión intrínseca con las oleadas de crisis económicas sufridas por Occidente desde el comienzo del siglo XXI cuyos efectos devastadores en la ciudadanía han ido socavando y destruyendo los ideales democráticos de participación, representación y progreso hacia el bien común. La austeridad económica impuesta desde cúpulas de control macroeconómico sobre los gobiernos nacionales para conseguir los estándares propios del mercado capitalista creó hace unos años una brecha, impensable en décadas anteriores, entre sectores de la población empobrecidos y abandonados por el estado de derecho y minorías enriquecidas rápidamente, en progresión geométrica, que ejercen la autoridad y controlan no solo el mercado sino también las instituciones tradicionalmente consideradas ajenas al poder macroeconómico.

La clase media, que había sido empoderada económica y socialmente en el siglo pasado, ha sido testigo en los últimos años de la descapitalización de su estatus y de la pérdida de condiciones laborales y derechos civiles, anteriormente dados por hecho como garantía del estado del bienestar. Estas democracias burguesas se han ido transformando en dispositivos para la regulación neoliberal de los estados cuyo objetivo principal es debilitar el control de la democracia representativa y colocar en su lugar una teoría del mercado que produce inmediatamente la separación entre la economía, nunca más en relación con los proyectos nacionales, y la política, dominada ahora por las rivalidades entre corporaciones supranacionales. En esta situación de desapego entre los diferentes sectores sociales y de divorcio entre la ciudadanía y la política, las directrices que se van instaurando se asientan en el pensamiento individualista que aborrece la colectividad y el sentimiento comunitario imprescindible para el bienestar social, de manera que se construye una idea de insolidaridad y desarraigo tan expandida que finalmente afecta a los idearios democráticos mencionados anteriormente.

En este estado de cosas, el ataque a las diferentes ideologías inclusivas de fases históricas previas a este debilitamiento democrático siempre gira en torno a la hegemonía supremacista que tiene conexiones claras con la masculinidad patriarcal, heroica y nacionalista que parece haber tomado la bandera de estos tiempos. Fenómenos como el antifeminismo, la LGTBIfobia, el racismo, el españolismo, o el nacionalcatolicismo, no solo generan un conflicto social interesado y polarizado sino que de alguna manera está asentando la idea del macho como especie que no debe extinguirse en esta sociedad que la izquierda ha transformado en caos. Si desde los 80 los sociólogos y antropólogos advertían sobre la masculinidad tóxica que negaba todo cruce con lo femenino, en estos momentos de la historia esta amenaza se ha personificado en los gobernantes, los representantes y los afines a regímenes ultraconservadores.

La descompasicion de las democracias occidentales y el retorno de la masculinidad hegemonica
Fotografía: Jesús Massó

La guerra, la competición, y el poder absoluto ha vuelto de nuevo a componer los discursos políticos que menosprecian a todos los que se quedan al margen (mujeres, lesbianas, gays, inmigrantes, pobres, discapacitados, alternativos), por su propia condición de caer en el otro lado de esta hegemonía.

Y en este estado de cosas, la ciudadanía, la que no tiene poder económico ni político y que en cualquier momento puede ser despreciada por el régimen ultra como presunto objeto de conflicto, se encuentra sola y desarbolada ante la clase política, que no lo mira ni lo atiende, impotente ante las instituciones que antes ofrecían una sensación de protección y ahora la maltrata y la empobrecen. No es difícil entender que, obrando en consecuencia, esta ciudadanía desconcertada y pobre desconfíe del estado en general, y de la democracia en particular. Dicen algunos expertos (John Weeks, Economía del 1%: Cómo la economía dominante sirve a los ricos, oscurece la realidad y distorsiona la política, 2014, Anthem Press) que la actual marea autoritaria en Europa y Estados Unidos viene de los excesos generados por la competencia capitalista, desatada y justificada no por el fascismo sino por el neoliberalismo, que tiene visos de sentido democrático por la idea del ‘libre mercado’ que tendría forzosamente que formar a ciudadanos/as libres. Sin embargo, la libertad en este discurso ha perdido todo sentido relacionado con el bien común de las sociedades y, tal como demuestra en el ensayo, el capital, como gobernador absolutista totalmente divorciado de los gobiernos nacionales, ha alimentado las dictaduras políticas abiertamente autoritarias, sin disfrazarse de adornos democráticos y simbolizadas por la heroicidad guerrera, cruel y demoledora de la masculinidad tóxica de la que ya muchos líderes políticos ni se avergüenzan sino que la cacarean mientras miles de pobres los enaltecen. Un mundo distópico con todas sus letras.

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Loeonor
Fotografía: Jesús Machuca

En los últimos meses se está desarrollando un debate a veces agresivo e intolerante acerca de catalogar o no la actividad de la prostitución como trabajo sexual. En el debate se aúnan voces mal informadas o demasiado dogmáticas acerca de este fenómeno con un sesgo claro que hace de las prostitutas un sector de la población femenina vilipendiado y victimizado sistemáticamente. Como contra, ha habido muchas voces de mujeres que ejercen la prostitución y que disienten radicalmente, rechazando de pleno esa idea victimista que para ellas es una forma de reforzar las bases maniqueas del sistema patriarcal por el que se las toma como objeto del discurso, nunca como sujetos con voz propia.

Parte del problema radica en la facilidad con las que se expresan opiniones desinformadas y sin una base real de pensamiento lógico y racional que se detenga en qué se dice, para qué se dice y por qué se dice tal o cual cosa. Desentrañar las ideas detrás de la palabra es una buena manera de empezar a encontrar vías de entendimiento para evitar la desinformación y el dogmatismo que se registran cada vez más asiduamente en nuestro mundo mediático; y para los medios y las redes sociales todo empezó con la propuesta de legalización de un sindicato de prostitutas, denominado OTRAS (Organización de Trabajadoras Sexuales). La salida del armario de este sector marginado por el discurso feminista tradicional ha provocado un  conflicto entre  la postura abolicionista y las/los que se posicionaban a favor del sindicato a nivel nacional, y, por tanto, a favor de la prostitución regulada. El abolicionismo propugna de forma contundente que la prostitución, cualquier forma de prostitución, es un ataque a la integridad de las mujeres y, consecuentemente, una violación de sus cuerpos por dinero. El posicionamiento de los/as que promueven el ideario del sindicato OTRAS proclama la necesidad de regulación del trabajo sexual de las mujeres (también hombres y trans) que se dedican voluntariamente a la transacción económica por sexo.

Atendiendo a la propia denominación del sindicato de prostitutas, en la elección de la palabra que las representa como grupo ya se percibe una postura política e ideológica por la que las componentes se nombran en un sentido de alternancia con respecto a las ‘unas’, que serían las mujeres identificadas como “modelos de mujer” por no pertenecer a los grupos marginales que habitan las prostitutas. El término también apunta a un sentido evidente de empoderamiento en la alternancia, de visibilización de lo que queda en el lado oscuro de las feminidades. Y, como grupo sindicalista, lo que solicitan no es solo un reconocimiento ciudadano como personas con derechos laborales, sino también la concienciación social de su existencia y su reafirmación política.

La prostitución, en sí, no es un concepto monolítico, y no debe ser identificado como producto del poder agresivo masculino sobre la mujer que es víctima del mismo, dado que el intercambio de sexo, en todas sus infinitas dimensiones, por dinero podría ser la fuente de también infinitas transacciones que nunca caen en consideraciones parecidas. Al fin y al cabo, como ya dijeron algunas feministas del siglo pasado, la propia institución matrimonial podría ser considerada como tal, mucho más cuando el miembro femenino de la pareja no tiene ingreso económico alguno y debe, por ende, firmar un contrato en el que su cuerpo llega a pertenecer exclusivamente al hombre que firma con ella. El cuerpo, pensado de esta manera,  se convierte dentro  del matrimonio legal en un objeto de transacción de cuyos encuentros se engendran nuevos cuerpos que a su vez pasan a ser propiedad de los que lo engendran.

Visto así, el sentido de la prostitución gana en aristas variadas para la interpretación, a las que hay que añadir otra vía de entendimiento que muchas veces se olvida en los grandes eslóganes mediáticos, y que tiene que ver con la voluntariedad o la coacción en el momento de acceder a la actividad. En este sentido, la posición abolicionista se queda solo con una parte de la baraja, obviando precisamente a grupos de mujeres que eligen ser putas por voluntad propia y con una conciencia clara sobre el trabajo que desempeñan. Desde esta postura a la prostitución derivada de la trata de personas hay un abismo insondable, muy alejado del conflicto entre abolicionistas y pro-regularización, dado que el fenómeno de la trata cae de lleno en la violación de derechos humanos y lleva consigo una serie de elementos de criminalidad y delincuencia ausente en la actividad de la que hablamos. En un mundo mercantilista como el que vivimos es conveniente pensar en la trata como una forma de negocio que va mucho más allá de la prostitución, ya que conforma todo un entramado de intercambio de cuerpos (o partes de cuerpos) por dinero: las mafias que venden el pasaje a los inmigrantes, o las que venden órganos humanos para trasplantes, serían ejemplos evidentes de un comercio de pingües beneficios en el que los seres humanos se convierten en objetos cosificados en la venta, abandonados a la suerte del mercado y perdiendo así su condición de persona.

De esta manera, la prostitución bajo el signo de la trata de mujeres no debe ser considerada como modelo del fenómeno, y no puede representar su imagen: en esta actividad las intersecciones con otras consideraciones que no tienen nada que ver con el trabajo sexual imposibilitan la mirada con un solo sentido. Las mujeres que se encuentran bajo la actividad mafiosa de la trata, no están solo estigmatizadas por ser prostitutas, sino que son pasto de la xenofobia (son la mayor parte de las veces extranjeras), del chantaje (viven amenazadas por sus ‘dueños’ con la muerte propia o la de sus familias), o del miedo existencial proveniente de los dogmas religiosos (tienen creencias tan fuertes que les hacen pensar en la condena del dios que les toque si dejan de realizar sus obligaciones). Este tipo de prostitución atenta claramente contra los derechos humanos básicos y es, por tanto, objeto de actuaciones policiales que deben fundamentalmente evitar la criminalización de estas mujeres en manos de las mafias, para que las instituciones del Estado las acoja sin provocar en ellas otro tipo de violencia machista, la de los jueces, los psicólogos, los juristas, los cuerpos de seguridad, los legisladores, y demás grupos de poder, que pueden continuar en sus redes de poder con la marginación de estas mujeres.

En el otro extremo, los postulados fundamentales que se derivan de las manifestaciones de los colectivos de prostitutas por su visibilización y regularización están encuadrados en términos que son mucho más idóneos para el debate en el que estamos todos y todas situados. El ideario de estos colectivos ha alzado la voz indignada contra la hipocresía y la falta de empatía del abolicionismo con respecto a las prostitutas, y retoman la memoria histórica de los feminismos del siglo pasado, apuntando a actuaciones que consolidaron el discurso a favor de nombrar a las prostitutas como trabajadoras sexuales como un gesto para dignificar la profesión. En los años del movimiento de liberación de la mujer, la prostitución se convirtió en uno de los centros neurálgicos del discurso liberacionista y de este debate surgieron, como hoy en día, posturas completamente divorciadas que fueron absorbidas por grupos políticos de derecha y de izquierda para sus propias campañas. El movimiento antipornográfico estadounidense (liderado por Angela Dworkin y Catherine McKinnon desde 1980), que proclamaba la prohibición de toda representación del acto sexual por entenderla como violación machista, es un modelo arquetípico de esta politización del feminismo: en EEUU las feministas antipornográficas fueron clave para la conformación de un discurso político ultraderechista que consiguió ilegalizar ‘cualquier representación del acto sexual en medios de comunicación’, lo que originó una contundente actuación policial contra toda la industria pornográfica, llevando a cientos de mujeres a la cárcel, con el aplauso de los seguidores del gobierno republicano, entonces liderado por Ronald Reagan.

Este momento histórico se parece demasiado a lo que estamos viviendo hoy con respecto a las dos posturas enfrentadas y en conflicto encendido. Y, finalmente, en el fragor de la batalla las opiniones cada vez menos elaboradas y más propagandísticas dejan de ser los términos propios de un debate serio y dialogante. Desde mi punto de vista, lo que nunca pueden perseguir los movimientos feministas es sesgar y segregar a grupos de mujeres utilizando un discurso miope que no visibilice con propiedad los derechos fundamentales de las mismas, incluyendo, porque no puede ser de otra manera,  a las que realicen una actividad incomprendida que perturba el propio discurso que se atreve a hablar de ellas. Y en este punto me adhiero y comparto el punto de partida de los colectivos de prostitutas que han empezado a formar su propia campaña política, al entender que son ellas las que deben salir a la arena política y no esperar que las demás hablen por ellas.

Aunque el salto a los medios lo dio el sindicato OTRAS, existe en España (y en muchos otros países, también) un número relevante de colectivos y asociaciones que comparten sus fundamentos, que cuentan también con redes de difusión en todos los ámbitos (a nivel local, regional, nacional). Ellas llevan tiempo diseñando su ideario y conformando sus bases, apropiándose de la concienciación política para su propio empoderamiento. Entre ellas, es destacable la labor realizada por el Colectivo Hetaria que desde 1995 trabaja por los derechos de las personas que ejercen la prostitución de manera voluntaria, tal como proclama su página web. Este colectivo que comparte su postura con el resto de asociaciones, plataformas, organizaciones, y colectivos, lleva años exigiendo los derechos de las prostitutas como único resultado posible de un feminismo que solo entiende la solidaridad entre mujeres, para que las voces femeninas (todas) se reconozcan evitando cualquier matiz moral o sentimiento de superioridad burguesa, que pudieran reforzar la imagen de las putas como ‘mujeres malas’.

De hecho el peligro de segregación y criminalización de este sector de mujeres está presente en el día a día, y los dispositivos institucionales que pretenden representar la ayuda y el apoyo a las prostitutas terminan siendo parte del sistema patriarcal que las discrimina y las victimiza. Es el caso de las reacciones gubernamentales al reto de la sindicalización de este sector de la población, y es que, tal como comentan las activistas Mamen Briz / Cristina Garaizabal: “El problema del Gobierno es que la mera existencia de las prostitutas autoorganizadas (y de activistas feministas y activistas pro derechos humanos que las apoyan) pone en jaque todas sus ideas retrógradas en materia de prostitución. Su discurso hace aguas frente a la presencia de mujeres empoderadas que desde hace años pelean por sus derechos y con quienes jamás ha contado para mantener un mínimo diálogo y conocer de primera mano cuáles son sus necesidades. El feminismo hegemónico, representado por las feministas que llegaron al poder, pretende tener la ‘verdad absoluta’, pero la realidad es la que es. Muchas personas, mujeres (cis y trans) y hombres se prostituyen por decisión propia en nuestro país y ninguna ley va a terminar nunca con ello. ¿No sería más sensato, más acorde con una sociedad del siglo XXI, que lo hagan bajo un paraguas de derechos?” (“Hablemos de derechos, no de goles”, septiembre, 2018)

Al fin y al cabo de lo que estamos hablando es del derecho de gestionar nuestros propios cuerpos con autonomía e independencia, lo que nos lleva a repensar el debate y centrarlo en la sacralización del sexo de la que participa el discurso abolicionista. Está claro, por otra parte, que el cuerpo de las mujeres ha sido objeto de intervenciones políticas y religiosas que han querido mantener sobre ellos un sistema normativo de prohibiciones y regulaciones constantes, de ahí el aborto elevado a fundamento de la ley. Es el sexo una práctica que ha compuesto de una manera u otra las reglamentaciones básicas de los Estados, y desde las propias instituciones se han marcado las pautas para normalizar esta práctica. El cuerpo de las mujeres, por tanto, no es precisamente de las mujeres, porque no parece que sea la propiedad privada de las que lo poseen sino de las normativas que definen y naturalizan su gestión. Este es el meollo de la cuestión: si cada una nacemos con un cuerpo que, desde cualquier otra perspectiva, nos pertenece, ¿cómo aceptar que discursos institucionales, como lo es ahora el feminismo abolicionista, lo constriñan a objeto de la norma general?

Dice Silvia Federici (activista feminista de corte marxista) que hay muchas mujeres, estudiantes, también amas de casa, que se dedican al trabajo sexual como complemento de los trabajos en los que no ganan lo suficiente, o para pagar su educación. Con la emergencia del trabajo sexual electrónico, el sexo interactivo puede realizarse desde el entorno privado de cada dormitorio, transformando esta actividad en una rutina habitual en la vida de muchas mujeres con necesidades económicas. Y esto sucede porque el trabajo sexual en el marco de la sociedad mercantilizada en la que vivimos, es más rentable que muchos de los trabajos a los que pueden acceder algunas mujeres: como dicen algunas prostitutas en las redes: “no quiero ser tu criada, prefiero ser puta”.

En palabras de Federici: “hay un problema fundamental en el movimiento feminista, que se encuentra dividido radicalmente en lo que respecta al trabajo sexual, y proviene de las que piensan que el sólo hablar de trabajo sexual es validar una actividad contraria a los derechos de las mujeres, que es contraria básicamente a la imagen transformadora de las mujeres” (6º Festival Subversivo, Zagreb, Croacia, 2013). Por el contrario, las seguidoras de estas proclamas por la dignificación de la prostitución consideran el trabajo sexual como un tipo de transacción legítima entre las opciones de las que disponen las mujeres, con o sin recursos. Posicionarse en contra supone, desde esta perspectiva, una posición moralista para la que el cuerpo, y concretamente los genitales, deben ser observados por agentes de normalización sexual de manera que deja de ser su propiedad para pasar a ser materia social, política y religiosa. Sin embargo, ninguno de estos dispositivos aleja de esos cuerpos la violencia ejercida sobre ellos, sino que más bien los marginaliza, los separa del sujeto de los discursos, victimizándolos para la causa patriarcal.

Siguiendo esta línea de argumentación, las prostitutas ejercen su trabajo en el marco del patriarcado para ser finalmente vilipendiadas por el mismo sistema que las sustenta. Tal como expone Virginie Despentes: “Resulta difícil no pensar que lo que no dicen las mujeres respetables, cuando se preocupan del destino de las putas, es que en el fondo tienen miedo de la competencia: desleal, demasiado oportuna y directa. Si la prostituta ejerce su negocio en condiciones decentes, similares a la esteticien o a la psiquiatra, si libera su actividad de todas las presiones legales que se ejercen actualmente sobre ella, entonces la posición de la mujer casada se vuelve de repente menos interesante. Porque si se banaliza el contrato de la prostitución, el contrato matrimonial aparece de modo más claro como lo que es: un intercambio en el que la mujer se compromete a efectuar un cierto número de tareas ingratas asegurando así el confort del hombre una tarifa sin competencia alguna. Especialmente las tareas sexuales.» (Teoría King-Kong, 2006)

Si es así, cualquier organización, sindicato o asociación que pida derechos para las putas, será sin duda rechazado por los grupos de mujeres que se alinean a favor del sistema patriarcal, solicitando para siempre la estigmatización y la criminalización de estas mujeres que desestabilizan el orden (machista y patriarcal). Y no hacen ningún favor al feminismo, que, como fundamento básico, propone la liberación de las mujeres y la abolición del sistema que las maltrata, las victimiza y les quita poder de acción. Las putas merecen algo mejor.