Ilustración: pedripol
Soy profesora de Instituto jubilada y llevo ya tres años enseñando español a extranjeros -ellos prefieren que se les llame así, porque piensan que es un término menos peyorativo- en CEAIN, el Centro de Acogida al Inmigrante, en Jerez.
Tengo que decir que, a pesar de mis 38 años de docencia anterior, se trata de una experiencia totalmente nueva para mí y, en bastantes aspectos, más gratificante. He tenido y tengo alumnos de muchas nacionalidades, como por ejemplo, marroquíes, saharauis, argelinos, senegaleses, cameruneses, haitianos, rumanos, lituanos, ucranianos, turcos, etc., aunque es cierto que la mayor parte provienen del Magreb y del Africa subsahariana, por razones obvias: vienen huyendo del paro, la miseria, la hambruna, y para ellos nuestro país es la tabla de salvación más cercana.
Al principio empiezan el curso con mucha seriedad y timidez, como es lógico cuando se está ante alguien desconocido que no sabes cómo se va a comportar o cómo va a reaccionar, que les habla en un idioma extraño y desde otro estilo de vida. Es verdad que no pocos de ellos, pese a nuestros prejuicios, traen en su mochila una formación universitaria o, en cualquier caso, son muy inteligentes y lo captan todo al vuelo. Por lo tanto, me parece que el dirigirse a ellos desde la superioridad o el paternalismo está totalmente fuera de lugar.
Poco a poco van tomando confianza, a medida que van aprendiendo la lengua y que ven que los tratas como a cualquier otra persona, como a seres humanos, y que lo que quieres es ayudarles. Esto les lleva a abrirse, y entonces te cuentan lo difícil que les ha resultado llegar hasta aquí -no podemos, muchas veces, imaginar hasta qué punto-, los problemas que han vivido en su país, su ilusión por encontrar un trabajo en España y mejorar sus condiciones de vida y la de los suyos. También te das cuenta, sobre todo en los más jóvenes, de su nostalgia por la tierra, los padres y los hermanos que han dejado atrás. Algunos han venido huyendo de palizas y persecuciones por ser homosexuales. Hay incluso quien acusa un estado depresivo o tiene trastornos psiquiátricos debido a las experiencias traumáticas por las que ha tenido que pasar.
Yo intento no sólo que aprendan el idioma, sino también que se integren en la sociedad española, andaluza y jerezana, y cuando a los más tristes logro arrancarles una sonrisa, me siento tremendamente feliz. No sólo yo les aporto a ellos, son ellos los que más me aportan a mí, los que me enriquecen cuando me hablan de otras comidas, otros paisajes, otras costumbres, otra manera de ver el mundo. Y sus progresos con el español son para mí la mejor remuneración. Me sorprende cuando me dan repetidas veces las gracias por darles clase, e incluso, dentro de sus limitados medios económicos, me traen unos cacahuetes de su país, una tableta de chocolate o una cajita de miel como muestra de agradecimiento. Jamás me había pasado eso en mis casi 40 años de docencia, con demasiados alumnos que se creen con derecho a todo, que no valoran lo que tienen, a quienes no les interesa aprender. No saben lo que significa simplemente ser tratado como un ser humano o no pasar hambre.
Intento siempre ser muy respetuosa con sus creencias religiosas, y suelo decirles que Dios tiene muchos nombres, que todos somos hermanos, que no hay que discriminar a nadie por ninguna razón. Una chica haitiana muy dicharachera que tengo este año, me cuenta que en Jerez hay racismo, que a las personas de raza negra no las miran igual, que cuando ella entra en una piscina, todo el mundo se va a la otra punta y que no entiende por qué. Le encanta darme besos y abrazos en público para que la gente vea que no pasa nada, lo mismo que a una señora camerunesa de mi misma edad, y creo que es algo que hay que normalizar todavía en nuestra ciudad. Tanto la una como la otra tienen muchas ganas de hablar, de que alguien las escuche, así que nos entretenemos un ratito al final de la clase charlando de esto y lo otro – aunque sea recurriendo a otro idioma-, las acompaño a algún lugar o les relleno unos papeles que no entienden.
Otras veces los pongo en contacto con gente que puede ayudarles con los problemas escolares de sus hijos, o con otro tipo de cuestiones domésticas, de manera que puedan ir tejiendo una red social, algo fundamental para no sentirse aislado. También procuro organizar alguna comida con ellos o alguna visita “turística” para que conozcan algo más del sitio donde viven.
Por supuesto, CEAIN como asociación tiene previstas muchas de estas necesidades, pero siempre aprecian muchísimo que un “local” -como dirían los ingleses- les eche personalmente una mano y anude con ellos, más allá de las relaciones profesor-alumno, vínculos auténticos de amistad.