“Un bocaíllo jamón pa ca uno y a dormí nana”.
Aquella Nochebuena fue noche, pero no tan buena. O quizás sí. El jamón era del bueno. Al menos eso me lo parecía a mí. Enrollado en un papel de estraza, se iba desmigajando poco a poco en mi paladar recordando que ni todas las noches eran fiesta, ni todos los días se comía jamón. Mi casa era humilde, de esas de las que llamaban eufemísticamente clase media. Tenía todo lo necesario que se podía tener para ser feliz. Para qué más. Aunque esa noche, parecía que no teníamos nada. Un bocadillo en enrollado en papel de estraza y una honda tristeza en el alma. Se acababa el siglo XX y con él se había ido la del pelo cano.
En mi casa, como en muchas casas de nuestra tierra andaluza, las Navidades de los 90 eran una fiesta de rencuentros, de hermanos, de tíos, de primos y tíos que venían de muy lejos –ay, esa emigración que nos desheredó de tantos momentos-, de juegos, de bailes, de risas. Navidades de petardos, no recuerdo el frío, quizás humedad, pero sí calor familiar. Navidades de Martes y 13, de Juncal Rivero y un Rey al que todavía se le escuchaba aunque fuera de fondo en un televisor Telefunken o el recién estrenado Grunding, más asequible para la mayoría con su mando a distancia.
Sonaban villancicos de las cintas de caset que, de pronto, tornaban en una chirigota grabada desde la radio o cualquier intento de programa radiofónico de una voz tan imberbe como infantil. “Ya el niño ha grabao encima otra vez”.
Esa musicalidad que recorre mis recuerdos, se apagó de pronto en aquel invierno. No era más que la naturalidad de la vida, unos vienen, otros se van. Pero para mí, en pleno estallido de la adolescencia fue un mazazo complicado de digerir. Y quizás no me diera cuenta en ese momento, pero para remitirme a las pruebas, solo debo preguntarme cómo es que todavía me acuerdo.
La pérdida de un ser querido es una sombra que necesita luz para curarse. Aquellas Navidades fueron fugaces. O al menos aquella Nochebuena, porque mi madre tuvo claro que con una noche de luto ya era suficiente. Esa pena la pasó cosiendo toda la noche, como no queriendo dormirse para no dejar de velar y zurcir las heridas que una pérdida tan grande provoca. El bocaíllo duró poco y no recuerdo ni lo que echaron en la tele. Galas enlatadas y los últimos coletazos del ‘Toma Moreno’, supongo.
Aunque se cenó, no se preparó la mesa. Aunque había sonidos, no había música. Y así se pasó aquella Navidad en solitario, sin más compaña que mis padres y mi perrilla acurrucada junto a mí en el sofá. La del pelo cano, la del delantal y la mano puesta en la frente, mientras esperaba para quitarle la espuma al puchero, ya no estaba.
Aquella Navidad, tan distinta, tan diferente no es nada comparada a las navidades que otros han tenido que pasar. No quisiera yo amasar un falso compadecimiento, sino todo lo contrario, ponerlo como ejemplo de lo superfluo que resulta todo este tiempo. Estas Navidades serán distintas. Seguro que faltarán platos en la mesa, huecos vacíos y manteles sin poner. Este maldito tiempo que nos ha tocado en la lotería, no deja de ser una oportunidad para demostrarnos a nosotros mismos que la vida no es más que una para del tren.
Y aunque somos muy de celebrar, de cantar, de montar guardia hasta en los balcones, hoy toca responsabilidad. Por más que queramos que nuestros hijos corran tirando petardos, quizás para tapar cómo sus padres se beben hasta los charcos, hoy toca responsabilidad. Toca menos comensales. Toca pantallas frente a abrazos. Y toca pensar que ya vendrán tiempos mejores. Todo ello, desde la tranquila mirada del que tiene un sitio donde dormir y una mesa donde comer. No le pidamos responsabilidad al que no la tiene o al que nada tiene.
Cumplamos con nuestra parte del trato, que no es poco. Seamos menos en la mesa. Que no todos tenemos que cumplir ante una absurda, en ocasiones, e interesada reunión de familiares, ni todos tenemos que desplazarnos a una segunda o tercera vivienda. Que si algo nos ha enseñado el verano, es que somos animales de tropezar con miles de piedras.
Y ojalá tenga el que no ha podido despedir a su ser querido un mantel que poner. El que ha tenido que echar la baranda temporal o definitivamente un bocata que llevarse a la boca. Los que permanecerán junto a las batas blancas, algo de alivio en unas noches tan señaladas.
Somos frágiles. Somos pequeños cristalitos de nieve que se van secando al relente. No nos echemos a la hoguera, que mañana volverá a salir el sol y no nos daremos ni cuenta. Y brindemos, con la radio puesta y apagado el televisor. Feliz fragilidad y, este año las navidades “como sarga, sargó”.