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Kajsa la roja la fascinante historia de la primera sueca que lucho por la segunda republica
Portada del primer número de «Solidaritet»

Kajsa en realidad se llamaba Karin, y aunque en sus últimos días cambió su apellido por “de Rosas”, se apellidaba Rothman. Kajsa nació en la ciudad de Karlstad, a mitad de camino entre la capital sueca y la de la vecina Noruega, en 1903. Hija de un reputado periodista, desde muy niña sintió atracción por la profesión de su padre, pero a este le pareció mejor que Karin se dedicara a la enfermería.

Karin se matriculó en la prestigiosa universidad de Uppsala y comenzó a estudiar enfermería y fisioterapia. Aún no lo sabía, pero aquello que inicialmente había hecho para contentar a su padre, logró reportarle los momentos de mayor satisfacción humana que viviría a lo largo de su fascinante existencia.

Sin embargo, lo que uno hace por contentar a otros, no suele ser motivo suficiente para atarnos a una realidad profesional, sentimental o geográfica. Y cuando alguien se sabe tan libre como Karin, es capaz hasta de encontrar un nuevo nombre y una nueva vida.

Kajsa dejó Suecia sin terminar sus estudios y se marchó a Francia para trabajar durante un tiempo como aupair. Tenía un gran talento para los idiomas y al final de su vida llegó a hablar con fluidez inglés, español, francés, italiano, alemán, armenio, rumano y árabe, además de su sueco nativo.

Kajsa estaba sedienta de aventuras, y aprovechó su vocación de periodista para trabajar como reportera en distintos países, pero cuando el trabajo no aparecía, lograba hacer malabarismos para seguir descubriendo mundo. Y esto de los malabarismos lo decimos en un sentido casi literal, ya que anduvo de gira con un circo durante algún tiempo. Aunque de todas las vidas y trabajos de Kajsa Rothman, el más pintoresco es, sin duda, el tiempo que se dedicó a ser bailarina de maratón. Sí, de esos bailarines de competición que bailan solos o en pareja durante días hasta que el cansancio va dejando atrás participantes. Con su metro ochenta y estructura atlética, Kajsa viajó por toda Europa con sus maratones de baile, llegando en una ocasión a bailar durante sesenta y tres jornadas consecutivas.

Finalizada su etapa de bailarina, volvió al sur de Francia y posteriormente a Rumanía donde compatibilizó distintos trabajos con la labor de gobernanta en casas de familias pudientes.

Kajsa tenía treinta y tres años cuando llegó a la joven Segunda República de España. Tras probar suerte en el periodismo, usó sus ahorros, su imparable personalidad y su habilidad con los idiomas para establecerse en Barcelona y abrir su propia agencia de viajes.

Es en Barcelona cuando le sorprende la noticia de la sublevación militar contra el gobierno democrático, y es entonces cuando toma la última decisión que apuntalará su olvidada leyenda. Inmediatamente se alista al frente con la intención de luchar por la República en el modo que sea, y su voluntad es recogida por la Cruz Roja que la envía como enfermera con la misión principal de cuidar y transportar heridos. Al contrario que muchos de sus compatriotas que marcharán como brigadistas a España, Kajsa estaba movida más por el interés humanitario y democrático que por ansias revolucionarias.

Podemos decir que antes de que se crearan las Brigadas Internacionales, donde casi seiscientos suecos se alistaron como voluntarios, fue Kajsa la primera mujer sueca en luchar por la defensa de la República.

La historia de Kajsa Rothman empieza a ser conocida en su propia ciudad de Karlstad y en el resto del país a partir de una campaña que organizara para repatriar y operar al joven Bruno Franzén, un brigadista sueco de sólo veintidós años que había perdido las manos y quedado con el rostro desfigurado en el frente de Guadalajara. A partir del éxito de su campaña “Nuevas manos para Bruno” comenzó a escribir para la revista “Solidaritet” y a transmitir desde la “Radio Sueca de Madrid”. En 1938 regresa a su ciudad natal por unas semanas para recaudar fondos para orfanatos y el envío de leche en polvo a la sitiada República Española. En esta ocasión es recibida por más de cinco mil personas. Poco antes lanzaba su libro “Los niños españoles dibujan la guerra”, cuyos beneficios se destinaron a proteger a los más vulnerables del conflicto.

Por desgracia, sería demasiado bonito pensar que, tanto las acciones de Kajsa, como la solidaridad mostrada por muchos de sus conciudadanos era la tónica general en Suecia. Al contrario, para descontento de gran parte de la izquierda sueca, el gobierno socialdemócrata de Estocolmo promovió desde el primer momento la neutralidad del país escandinavo y fue uno de los actores más decisivos en la firma del “Convenio de Oslo” por el cual se garantizaba la no intervención en la Guerra Civil Española y la creación de una zona comercial segura en el Norte de Europa.

Tanto la población general como la prensa no mostraba un especial interés en el conflicto que se había instalado en la Península Ibérica, y era frecuente que el retrato periodístico que se hacía de las mujeres como Kajsa fuera el de unas libertinas ateas, a las cuales además se acusaba de “secuestrar niños españoles para venderlos en Francia”.

No podemos olvidar que ese mismo gobierno socialdemócrata fue el que posteriormente, y declarada la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, dejó pasar a las tropas nazis para invadir a sus vecinos noruegos y daneses.

Acabado el conflicto, con la derrota de la República, Kajsa emprende el camino del exilio rumbo a Francia como otros tantos republicanos. Luego de haber trabajado en los campos de refugiados, embarca hacia México junto a miles de exiliados españoles.

Se establece en el pueblo de Tequisquiapan, donde continúa con su vocación humanitaria abriendo escuelas para niños indígenas mientras regenta un bar y posteriormente organiza visitas para turistas europeos a las ruinas mayas.

Es en ese pueblo donde muere en 1967 a los sesenta y seis años. Para entonces, España es en Suecia el destino turístico de moda, y las suecas de España llevan a cabo otro tipo de revolución con el bikini por bandera. No hay grandes homenajes para quien posiblemente fue la primera mujer de Suecia que luchó por la República perdida.

En 1977, ya muerto el dictador, se erige en Estocolmo un monumento para conmemorar la hazaña de los brigadistas suecos. Para honrar la memoria de Kajsa, sin embargo, hay que viajar hasta su nativa ciudad de Karlstad y entrar en el museo de historia donde la recuerdan algunas fotografías.

En estos tiempos más que nunca hay que mirar en los entresijos de la historia para no dejarnos convencer con eslóganes vacíos ni heroicidades prefabricadas. Los héroes y las heroínas de verdad, como Kajsa, suelen actuar al margen de lo que dictan sus gobiernos que primero los usan para ser vilipendiados y luego se atribuyen su lucha como si fuera el reflejo de un falso espíritu nacional. Vaya nuestra memoria para ella y permítanme dedicar esta historia a los valientes que han tenido que abandonar la democratísima Suecia por el acoso al que se han visto sometidos al denunciar la estrategia sanitario-nacionalista que ha causado ya más de trece mil víctimas mortales sin que resuene el más mínimo atisbo de remordimiento. Kajsa estaría orgullosa de vosotras y vosotros.

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Tanto la línea roja como la línea verde paran en Slussen. La esclusa que conecta el inmenso lago Mälaren con el mar Báltico es también la estación que une las dos caras más visibles de Estocolmo. Al sur, el barrio de Södermalm con sus pubs, tiendas independientes y todo el postureo hipster que tu barba pueda aguantar. Al norte, la ciudad vieja de Gamla Stan con sus calles llenas de tiendas de suvenires y sus casas de ventanas antiguas que dejan entrar poca luz y salir pocas sonrisas.

Tanto al sur como al norte de esta estación de Slussen, hay una fauna sueca particular. Slussen divide el archipiélago central de la capital de un modo más allá de lo físico. Al sur queda la bohemia, y al norte, el señorío. Más que un ojo experto, se necesita un oído acostumbrado a esta lengua escandinava para darte cuenta de que la barrera psicológica la han construido ellos mismos a base de abundar en sus propios tópicos. Pijos de un lado u otro de la esclusa se enorgullecen y aborrecen de la bici del uno, el barco del otro, la casa de campo que compraron en Lidingö, o el año que pasaron en Latinoamérica para descubrirse a sí mismos.

Gelato de arenque
Fotografía: Afishera

Hasta esta estación de Slussen llegó Miguel una nublada mañana de agosto cuando el termómetro marcaba unos veraniegos 17 grados. Llegó solo porque a Joaquín le había surgido un imprevisto y no podía hacerle de cicerone. “No pasa nada”, se dijo a sí mismo el bueno de Miguel.
Su amigo, que llevaba años ya viviendo en la capital sueca, le había explicado perfectamente cómo llegar en metro desde el barrio donde vivía. Un barrio sin bicis caras, barcos baratos o casas de campo. Un barrio donde la gente había llegado para encontrar pan, porque para encontrarse a sí mismos ya tenían un espejo.

Sin el ojo experto y el aguzado oído de su amigo, Miguel se encontraba ahora en el leve estado de sordoceguera en el que todos los turistas nos hemos encontrado alguna vez. Tanto había confiado en la guía de su amigo, que ahora se lamentaba de no haber pasado del top 5 en aquella web de viajes. “No pasa nada”, se volvió a repetir.
Según le habían dicho, desde esta estación podía llegar fácilmente a algunas de las mayores atracciones de la ciudad: El museo Vasa, con su barco hundido y enclaustrado; el parque de Skansen, donde podía ver la Suecia que ya no existía, y Gamla Stan, por cuyas calles dicen los negacionistas del GPS que deberías perderte.

Incapaz de tomar una decisión, Miguel optó por buscar un punto de información turística. Subió y bajó la calle de Götgatan varias veces mientras reunía valor para desempolvar su inglés y preguntar a algún viandante por la oficina de información. Reunido el coraje, preguntó hasta a tres personas, pero todos eran turistas. “No pasa nada”, musitó una vez más. Tomado ya el impulso, decidió entrar en una tienda de ropa para preguntar.

Al dependiente le bastaron diez titubeantes segundos del inglés de Miguel para comprender que era español. Ante la confirmación de este, el dependiente le contestó en perfecto chileno y le explicó que por allí no había ningún centro de información. Entre otras cosas porque el turismo, decía, se ejerce de forma activa en este país. “Los suecos no se preocupan de recibir turistas porque están demasiado ocupados preparando sus vacaciones, ¿cachai po?”, le dijo el dependiente. “Tenei que ir pa Gamla Stan que son tres cuadras de acá cruzando el puente chiquito y ya te dai tu paseo y te comei una korva bien sueca, po. De chill no más.”
Miguel salió de la tienda dando las gracias y pensando que de toda esa conversación lo único que le había quedado claro era que tenía que pasear por Gamla Stan y comer esa cosa llamada “korva”. Ya habría tiempo de averiguar que era un cachai y de visitar las cuadras otro día.

Una vez cruzado el puente, Miguel se adentró por una calle adoquinada en el corazón de la ciudad vieja. A su alrededor contemplaba a tantos y tantos turistas como él y trataba de averiguar de dónde eran. Rusos, italianos, chinos… Al menos por lo que podía reconocer de los idiomas, esas debían ser las nacionalidades. Los “gorgoritos” con los que identificaba el idioma sueco eran casi imperceptibles en aquel lugar. Entonces comenzó a comprender las palabras del dependiente. Efectivamente, Suecia se vaciaba de sus habitantes durante el verano. El clima que tenían que soportar los suecos durante los meses previos hacía que tomarse unas vacaciones se convirtiera en primera necesidad. Así que llegando el verano escapaban de su ciudad sin preocuparse mucho de quién pudiera entrar en su ausencia.

En los escaparates de las tiendas se repetían los cascos vikingos, los caballitos rojos y las camisetas amarillas y azules. Esta monótona policromía, sumada a la confusa sinfonía de idiomas, no hacía más que agudizar la sensación de sordoceguera turística de Miguel. Aún le quedaban tres sentidos en plenas facultades, así que, desechado el tacto por razones de pudor, siguió caminando en base al olfato y al gusto.

Decidido a probar la “korva” preguntó en varios restaurantes y cafeterías, hasta que descubrió decepcionado que un “korv” era un perrito caliente. “No pasa nada”, se repitió ya impaciente.

Los olores de la calle eran una mezcla de azúcar, pizza y patatas fritas. Un mapa de aromas familiares que no lo llevaban a ningún lugar.

Las cafeterías anunciaban auténtico “gelato italiano”, gofres con nutella y café. Los restaurantes ofrecían pizza, pasta y hamburguesas. Lo más exótico y sueco de la carta eran las albóndigas que tantas veces había comido en aquella tienda de muebles desmontados.

Dándose por vencido, Miguel se compró un helado de pistacho y puso rumbo de vuelta a Slussen mientras añoraba el sabor de aquel que había probado años atrás en su viaje a Sicilia. La leve lluvia que comenzaba a caer le hizo acelerar el paso. Aún con medio helado intacto llegó a la plaza donde estaba la estación del metro. Entonces lo vio: ¡Un puesto ambulante que vendía arenques!

Sin pensarlo dos veces, pidió el platillo más local: una típica tostada de pan duro con arenque, cebolla y eneldo. Le dio un mordisco y, sin llegar a degustar el sabor del plato, pudo saborear la victoria. En la mano izquierda, una pegajosa sensación en los dedos advertía de que el helado de pistachos comenzaba a derretirse, así que Miguel le dio un lametón y continuó con un nuevo mordisco al arenque.

Uno tras otro alternó los bocados de la tostada con el helado, inmerso en su particular éxtasis, hasta que por un momento las palabras de un rubio transeúnte lo sacaron de su trance: “Fy… Jävla turist”.

Miguel lo miró de reojo. “No pasa nada”, se dijo, y continuó comiendo bajo la lluvia.