A mano alzada (Libros de la Herida. Colección Poesía en resistencia, 2018) 61 páginas, ISBN: 978-84-948028-0-5, 12 euros.
Ocurre con frecuencia que, al entrar en la sala donde se exponen unos cuadros, dudamos del orden en que debemos empezar a apreciarlos, si iniciar el recorrido por nuestra derecha, si seguir la convención del movimiento de las manecillas del reloj, si ser disciplinados y detenernos en el orden dispuesto o si, en cambio, no sería mejor saltar de una punta a la otra de la exposición, siguiendo sólo el impulso de lo que nos llama para entender mejor lo que esos cuadros, finalmente, nos cuentan. Como también los libros de poemas construyen un relato, estamos predispuestos a leerlos como si fueran una narración lineal, en la cadencia en que aparecen. Creo que es mejor acercarse sin seguir ningún camino marcado a este A mano alzada, que Esther Garboni ha trazado tan visual, en tantos sentidos tan ilustrado, para leerlo desordenándolo, a impulsos, deteniéndose en el asombro de sus muchos detalles. Porque no es un libro históricamente lineal, no desemboca en un desenlace feliz o insuficiente; no acaba en un final que desentrañe y explique, sino que sigue escribiéndose –permanente- al mismo tiempo que se vive. Su abundante metapoesía cumple la función, aquí, de esos dibujos rápidos, a pulso, apuntes tomados de la realidad que le dan sentido. No es la reflexión autista de quien escribe sobre su propia habilidad para escribir, sino la revelación de quien conoce la capacidad de cicatrización de la poesía y la utiliza como parte de la vida misma.
A mano alzada trata, precisamente, de esas cicatrices –emocionales, educativas, sociales- que vamos acumulando y de cómo nos permanecen sus señales, aún sintiéndolas cerradas, pacificadas incluso. También las expresiones del dolor, y lo que nos permite anestesiarlo, tienen graduaciones. De ahí que la propia distribución del libro destaque la importancia de ese sentido de la proporción del daño y lo que lo sana, al agrupar los poemas en tres técnicas pictóricas diferentes que, de nuevo como la vida misma, marcan a profundidades distintas lo que las sostiene. El ácido del aguafuerte corroe lo sensible, el pincel seco impregna en su insistencia, el vino colorea pero solo permanece si el paño es apropiado. Es muy destacable el sutilísimo humor consigo misma con el que escribe los breves textos que, en clave de confidencia, explican esas tres técnicas de pintura. Son guiños que atemperan, con la especial complicidad que la poesía consigue a veces, la dureza con la que trata algunas de sus heridas.
El dolor, visto ya con la distancia de su huella, permite aislarlo en lo que también tiene siempre de injusto, de abuso, de arbitraria intromisión en una existencia que merecimos más pacífica. El dolor llega rompiendo empeños, vacía, deja seca la confianza: “Y borraron a golpes lo que fui”. Costará reponerse. El dolor llega con formas distintas: es violencia de género, es infancia rota, es destierro, es la jaula. Pero también A mano alzada habla de lo que cura; de lo que, capa a capa de determinación, sutura y cicatriza. Nos sugiere algunos remedios: “la palabra que azota y que perturba”, o “el don de la mirada sobre las cosas bellas”, o no olvidar que “no hay montaña sin riesgo”. Suele ser difícil, por supuesto.
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Hallar la casa,de Beatriz Viol (Endymion, 2018), II Premio Himilce de poesía escrita por mujeres, 68 páginas, ISBN: 978-84-7731-620-6, 15 euros
En el juego infantil del escondite, la casa es la pared, el poste o el árbol donde la niña o el niño que ha de encontrar a los que se han escondido, cuenta de espaldas –hasta diez, hasta cien-, con los ojos cerrados, antes de empezar a buscarlos. El que no se ha escondido tiempo ha tenido. Cuando alguien es descubierto en su escondrijo aún puede salvarse, si corre más que quien lo persigue y llega antes a tocar ese poste o ese árbol, convertidos en casa y refugio por las reglas del juego. En su lejanísimo origen el escondite, que los griegos llamaron jugar a la huida, servía como iniciación a la caza, es decir a la autonomía y a la supervivencia, en un tiempo en que aún éramos nómadas y la casa viajaba con nosotros, para perseguir lo que podía alimentarnos.
El hermosísimo último libro de poemas de Beatriz Viol, Hallar la casa, comienza extranjera en otro país, rebuscando los frutos caídos de un castaño que, en lo que también tiene de familiar, es el árbol-casa que nos acoge y salva de un juego con normas que no siempre pudimos escoger. El poemario no ahondará tanto en el motivo de esa migración –en cualquier caso, una necesidad- como en sus consecuencias más personales. Con una naturalidad que consigue compartir, sin aspavientos, esa mezcla de sentimientos de nostalgia, asombro, dolor o humildes felicidades que tantas veces produce ser extraña en el lugar donde se vive. Para empezar hay que volver a renombrarlo todo. Esa inmersión en un lenguaje virgen, sin connotaciones aún, sin desgastes, permite mirar con sorpresa lo cotidiano, como si acabara de inventarse para su uso. Poner en duda la exactitud con la que los nombres señalan las cosas o las emociones, para empezar a acercárnoslas en su flamante descubrimiento. También para recontar las carencias, el denso espacio que ocupan. En su lugar, habitar un universo nuevo que se expande en el vacío. Escribe Beatriz Viol: “el vacío es libre. Se dispone a las posibilidades”.
Lejos de casa debemos procurarnos otra casa, ponerse a cubierto de la intemperie, que es el frío y los sentimientos que hielan -la soledad, la apatía, lo distante-, pero también los barrotes de “ignorar lo que una quiere”. Una jaula no es casa. Cuando asumimos que la ocupación de esas casas es temporal, otro tránsito más, no emprendemos grandes reformas, no las adaptamos a nuestro gusto o a nuestras exigencias, sino que aprovechamos lo que esa provisionalidad nos proporciona. Hay una simplificación exigente con lo que acumulamos, por lo que nos podría entorpecer en la siguiente mudanza. Nunca lleven consigo nada cuya pérdida les resulte irreparable, aconsejaba –muy aproximadamente- ese escritor de guías de viaje que, en su particular huida del abatimiento, protagonizaba El turista accidental. En uno de los más brillantes poemas de este Hallar la casa, se enumeran unos objetos que recuerdan situaciones y personas que permanecen en su importancia. Es un baúl de tesoros verdaderos sobre una mesita de noche. A veces, de alguien, lo que recordamos para siempre es una emocionante nimiedad, porque la vida se endulza de momentos minúsculos: una conversación nocturna sobre el origen de la cerveza, un desayuno antes de viajar de nuevo, unos zapatos descoloridos por la lluvia. La amistad o el amor son lo contrario a la intemperie. Así, compartiendo su cercanía, nos presenta a sus propias “personas que se vuelven casa”. Esas personas preciosas que encontramos en nuestras diversas mudanzas –físicas o emocionales- y nos acogen, refuerzan, sostienen y alientan con su compañía. Que nos cuidan. También son tiempos para que los afectos ocupen una geografía cada vez más grande: “hemos de llevar muy adentro las casas que fueron los que ahora viven lejos”. Hallar la casa plantea una reflexión sutil sobre el sentido actual de pertenencia a una comunidad basada sólo en el territorio, que no incluya las relaciones que entretejemos. Ya no somos sólo de un lugar, como no están en un único sitio nuestros apegos. También el viaje nos cambia, como el tiempo fuera altera el lugar del que salimos. Ya es otro por sus pérdidas, ya nos sabemos diferentes en lo que hemos encontrado nuevo. Al cabo, propone reconocer en el propio cuerpo nuestra casa más estable. Una casa por habitar, cálida, colorida, confortable que, ocupada, “invite a la celebración”.
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Áticos y Viento. José Rasero Balón. Ediciones Mayi. 2015. 239 p. ISBN: 978-84-940430-8-6. PVP: 17 euros
Es cierto que Áticos y viento, la última novela publicada del gaditano José Rasero Balón, cumple sobradamente con los rigores del género negro, tal como se reinventó tras la gran crisis económica del primer tercio del siglo XX. Es decir, un afilado estilete para hacer crónica social de supervivientes, casi un manual de bien entendida autodefensa. Con esos mismos mimbres el autor podía haberse alzado un manifiesto maniqueo, juguetear con la literatura puramente evasiva, abrir la espita y tirar por la calle de en medio o, como es el caso, darle un voto justito de confianza al rescate del muestrario de personajes molidos que presenta. Tiene Rasero, además, el enorme acierto de incorporar sin complejos la moral de resistencia y el humor de los antihéroes de la literatura picaresca, nuestro mejor género negro en el estricto sentido de sálvese quien pueda.
La novela no sólo sucede en Cádiz, sino que la ciudad adquiere un protagonismo que para nada es gratuito. La acción arranca en el entrecielo gaditano de azoteas y tendederos, que muestra el paisaje más parecido a un campo abierto en una ciudad que necesitó acorazarse. Y en ese paisaje reincide cuando la acción se vuelve reflexión y urge ventilarse. Las antiguas torres miradores desde las que se atisbaba la riqueza que llegaba de ultramar, o los viejos lavaderos donde se criaban palomas y conejos para alimentarse, se han reconvertido en lugares donde vivir. En una engañosa apariencia de intimidad, ahora que la fortuna no tiene fecha de llegada y la supervivencia es ya otro nombre de la rebeldía. Cierto que en la novela también hay guiños a los escenarios oscuros y laberínticos de la novela negra más conocida, la norteamericana, como ese espléndido descenso a los infiernos buscando el bar Oratorio o los encuentros bajo el humo denso del Cambalache. Cierto también que algo trae de la fría sordidez violenta de la novela negra escandinava cuando, en ese peregrinar por la ciudad, llega a los pulcros chalets cristalinos de Bahía Blanca. Pero, incluso en esos parajes mundanos, la ciudad nunca deja de tener su retranca, ese aire peculiar de estar aún a medio hacer, quizás también a medio desguazar.
Es bien revelador que el robo que desencadena la trama de esta novela sea una sustracción tan importante para quien lo padece, más por su valor emocional que por el buen precio que el objeto tiene en el mercado. No le roban sólo un saxo soprano sino la historia de ese saxo, lo que su búsqueda le supuso, lo que incluye de reafirmación propia, lo que le procuraba de simbólica dignidad personal. A partir de aquí buscarlo se convierte en rastrear en su propia desorientación, en su particular y, a la vez, reivindicativa ruina personal. Pero, como buena novela social, no puede entenderse una degradación individual si no se amplia la mirada a los estragos colectivos. Rasero quiere que el protagonismo de esa búsqueda, que lo será sin contención posible, se comparta. La novela se ensancha así poblándose de semejantes. A veces tan iguales que pasarían por dobles. Plantea el que creo es el gran asunto de esta novela que, como ya en sus primeros párrafos se descubre, trata sobre la identidad. Si la suplantación de alguien suele presentarse como un peligro para identificarlo como un ser singular, Rasero consigue con brillantez lo contrario, convertirla en una estupenda oportunidad para que quienes están en esas pesquisas, que a ratos es trepidante acción y a ratos introspección necesaria, hallen resquicios y quizás se entiendan a sí mismos.
Coetánea a esta búsqueda sucede otra donde otros semejantes forman grupo común para destapar el robo colectivo de la última crisis. Es la creciente agitación de una protesta popular que a la vez se extiende por la misma ciudad, en una reclamación reparadora. Nadie de quienes protagonizan esta novela, al cabo la resolución de un robo dentro de otro robo absoluto, lo tiene fácil porque el poder de los ladrones de expectativas es omnívoro, depredador.
Áticos y viento, derrochando la amenidad y el ingenio que se espera del género negro, cruzará tanto ese enmarañado plano de la ciudad como el no menos revuelto pasado personal y social que los empuja. Paisajes azotados por el viento. Ese belicoso levante metafórico que trastorna conciencias, irrita el genio y agota hasta medir los límites pero que, también protagonista importante de esta novela, seca, purifica y fertiliza los escombros.
Editorial: Luces de Gálibo
Año de edición: 2017
Colección: Poesía
N° páginas : 104
ISBN: 978-84-15117-50-6
PVP: 12.00 €
David Eloy, cacereño y andaluz nacido en 1976, vuelve a sorprendernos. Autor de libros como, por citar algunos recientes, «Para nombrar una ciudad» (Renacimiento, 2010), «Miedo de ser escarcha» (Quásyeditorial, 2000 y Editora Regional de Extremadura, 2012), el libro-disco «Su mal espanta» (Libros de la Herida, 2013), «Desórdenes» (Amargord, 2014), «La poesía vista desde el espacio» (De la Luna libros, 2014) o el recién aparecido «Crónicas de la galaxia» (Ediciones El Transbordador, 2018)… nos propone ahora un viaje: “Adentramos en la mansión del ser, una mansión encantada”. Allí “todo es sorpresa, y todo ha de contarse tal y como se ha visto y sentido. Hay que encontrar un lenguaje para ello. El poeta, pues, como detective en misión especial”.
El mismo título del último libro del poeta David Eloy Rodríguez, undécima obra poética de una intensa trayectoria, ya incluye la primera paradoja, de las muchas que utilizará para mostrarnos cómo convivimos con continuas contradicciones, algunas aparentes y otras asumidas. Descender hacia arriba es un ejercicio contrario a la gravedad, a las leyes de la física pero conforme, quizás, con la lógica distinta de las emociones, de los compromisos o de las dudas. Porque el asunto de este libro es tan visitado como el sentido de la vida, si lo tiene. A lo largo de toda la literatura se ha reincidido en unas pocas metáforas de la vida como un tránsito. Así la vida se ha comparado con un camino, con un árbol, con un río (nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar), con una escalera. Pero esas metáforas del río que nos lleva, o del árbol que crece según su naturaleza, o la del camino trazado incurren en un determinismo, pesimista por tanto, donde todo está predeterminado, donde nuestros actos no son libres. La escalera, en cambio, exige esfuerzo, entereza, decisión; y nos reconoce cierta capacidad para elegir el ritmo de subida o de bajada, o para decidir las paradas, los descansos. Si bien no puede hablarse de dejar de vivir (“Escalera en la que no hay descansillo”, escribe David Eloy) la existencia sí permite momentos para sosegarse: “Mirar vivir. A veces es bastante”).
El libro va edificando, nunca mejor dicho, esta escalera en siete tramos, desde esos niños que, predispuestos bajo su hueco, oyen los pasos vivos de los adultos que suben o bajan, hasta ese momento, después de morir, donde podría comenzar el olvido. Es significativo que la vida, para el poeta, acaba cuando llega ese olvido, no al fallecer. La metáfora de la escalera es también la arquitectura que sostiene, y que argumenta el libro. Asume, en esa elección, el sentido simbólico y espiritual que la escalera tiene en nuestro acervo cultural. El mismo recorrido dibujado por el poeta Ramón Lluch en su Scalae intelecto, una Escalera de la Creación donde el intelecto llega al Palacio construido por la Sabiduría. Según el Diccionario de los Símbolos, de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant: “La escalera es el símbolo de la progresión hacia el saber”. Y añaden: “Si se eleva hacia el cielo, se trata del conocimiento del mundo aparente o divino, solar; si entra en la tierra, se trata del saber oculto y de las profundidades del inconsciente”. La escalera de este libro desciende y asciende a la vez, acumulando conocimientos, tanto de lo consciente como de lo onírico. Desde el mismo título, realiza un ejercicio de ilusionismo óptico, de perspectivas novedosas que buscan cuestionar la certeza de la realidad. No en vano este es el libro de David Eloy Rodríguez con más interrogantes expresos, más dudas, más acertijos por descifrar. Porque el espacio donde se crece, y a la vez se envejece y flaquea, no está limitado a las dos alturas de arriba/abajo, ni a las tres dimensiones observables a simple vista, ni a los cuatro puntos cardinales, ni a las coordenadas geográficas que nos sitúan -exactamente- en el mundo. Es la Escalera de los matemáticos Lionel y Roger Penrose, que transmite la sensación de escalones que suben o bajan a la vez, en cualquiera de las direcciones, y que llevara a sus dibujos el pintor holandés Escher. Ese bosquejo se expresa aquí a través de unos poemas de enorme impacto visual, a veces con alegorías tomadas de la imaginería surrealista, fogonazos que ilustran este espléndido poemario gráfico.
La figura de la escalera se ha utilizado también con una interpretación religiosa. Ha servido como representación de un puente hacia alguna forma de vida después de la muerte en el discurso de la mayoría de las religiones. Es una imagen recurrente: la bíblica Escalera de Jacob, la Escala por la que asciende Mahoma a los cielos, la escalera de siete metales diferentes del mitraísmo, el sendero budista que asciende al cielo convertido en escalera y luego en árbol, la pirámide escalonada de los sacrificios mayas, la diminuta escalera dogón que conecta con los antepasados. Por supuesto, la escalera de este libro es profana, más espiritual que dogmática, porque la relación con nuestra trascendencia es, aquí, personal y privada. Aunque esté impregnada del patrimonio cultural compartido que utiliza como lenguaje para entendernos: ángeles de la guarda, tablas de la ley, esqueletos que actualizan -con ironía- el motivo del cráneo sobre el libro (aquí unas “hojas amarillas de papel reciclado”) que, en las pinturas barrocas de vanitas, simbolizaba la insignificancia de la creación humana. No hay más allá, sólo lo que ocurre: “Este bien / se extinguirá con el uso. / Yo solo puedo hablaros de esta eternidad”. Frente a una ideología conformista, que propone sobrevivir aplazándolo todo a una recompensa “en otra vida”, esta escalera plantea como motor vital algo tan poderoso, tan activo, como el instinto: “uso mi miedo a la desaparición / para seguir aquí”. Frente a la pasividad, la acción, el movimiento. Escribió Hölderlin, el poeta esquizofrénico y tremendamente religioso que, con otra cita, inicia este libro: “Allí donde crece el peligro crece también la salvación”. En esta escalera sin descansillos hay, sin embargo, barandillas y pasamanos. También las escaleras implican vecindad. No son espacios de uso solitario. En estos escalones que descienden hacia arriba hemos encontrado el alivio de los otros, estremecimientos, fogosidad, viveza, ese vivir en diminutivo, creíble. Dirá David Eloy Rodríguez: “Lo vulnerable, lo precario, lo frágil, / en ocasiones sabe ser invencible”.
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