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Cuando me siento a escribir este texto hace cinco semanas que me hallo confinada. Como ustedes, vamos. Que una no es especialita, pero quería contarles algo que me pasó al principio de toda esta historia. No quiero engañarles. Yo no vivo sola. Ahora les explico.

Entre la exaltación colectiva, las convocatorias de balcón, los grupos de Whatsapp, las videollamadas en masa que invitaban a la embriaguez, las tareas infantiles que nos encargaban –¿es necesario que una criatura de cuatro años esté haciendo fichas tres horas al día para que le evalúen? ¿En serio hace falta evaluarla con esa edad?–, la casa, el estudio, el trabajo… Mis días pasaban rapidísimo. Tanto que las primeras tres semanas se sucedieron sin que apenas me diera cuenta.

Pero en esa vorágine inicial de actividades que les contaba –y en las que no he querido meter el yoga online, el paseo virtual por el Museo del Prado, los directos de Javier Ruibal o de El Drogas, las clases de cocina en Instagram o las funciones de El Circo del Sol– se me pasó por la cabeza que había gente sola en su casa que lo estaba pasando mal. Me dio por pensar que vivir sin compañía en estos tiempos sería duro y difícil y que debía hacer algo.

Así que yo, que tengo ese enfermizo complejo de gallina y busco polluelos que amparar bajo mis alas, me dije “Coronada, tienes que hacer algo por esa gente”. Los años en las Esclavas y ese concepto del amor como algo sacrificado y doloroso que muchas padecemos –y nos empeñamos en desaprender, que nuestro dinerito en terapia nos ha costado– tienen bastante responsabilidad en todo esto, no voy a negarlo.

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Fotografía: Fani Escoriza

Pero centrémonos en mi papel mesiánico: que me puse a llamar por teléfono como una loca, vamos. Agenda del móvil en mano, fui haciendo una lista con mis objetivos: Ale, Ana B, Angelita, Antonio… Cada día una persona. Cada día, una preocupación. ¿Por qué? Pues porque soy gilipollas, está claro. Ahí que estaba yo a diario, a eso de la hora del vermú, hablando con gente que lleva años conviviendo con la soledad, personas que habitan con ellas mismas, y se conocen, y se quieren, y se ofrecen autocuidados porque lo llevan haciendo muy bien desde hace bastante tiempo…

Me dieron un poco de envidia, la verdad. Y me sentí carajota. Bueno, carajota, no. Carajota profunda. ¿Por qué asociamos la soledad a la tristeza? ¿Por qué es sinónimo de pena, de oscuridad, de negrura amarga? Es evidente que no me refiero a esa soledad que ha sido forzada y que padecen muchas personas –algunas, además, con limitaciones de salud, como es el caso de las mayores, pero que no es el tema del que les hablo–.

Yo he sido muy feliz viviendo sola. De hecho, me atrevería a decir que la mejor época de mi vida, con lo bueno y también con lo malo –que eso te hace aprender mucho–, transcurrió en un partidito de menos de 30 metros que estaba en la Resolana, en Sevilla. Qué tiempos más claros y más luminosos… pero no voy a decir eso: el establishment supone que, si has parido, el día más bonito es ese en el que le ves la cara por primera vez a tu criatura.

¡Y un mojón como la manga de una beata! El día más feliz de mi vida no se me olvidará nunca: fue cuando empezaron mis primeras vacaciones pagadas y, por entonces, yo vivía en mi partidito. Feliz y sola.

Que esto que está pasando no son unas vacaciones pagadas, lo sé. Que a veces se está idealizando este confinamiento que de ideal tiene poco y de control mucho, también. Pero que la soledad libre y elegida, con cuidados y amor propio es un concepto que debemos revisar, de eso no me cabe duda.