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golf completa

He vivido un año en Palestina. He vivido en diferentes lugares de Cisjordania y he visitado Jerusalén y otros territorios colonizados por Israel. Mis ojos han visto con demasiada frecuencia cómo se violaban (cómo se violan, hoy) sistemáticamente los derechos de los palestinos. Sin pudor. A los ojos del mundo. El problema no son solo aquellas transgresiones evidentes que, de una manera o de otra, son denunciadas y visibilizadas por organizaciones y colectivos de toda nacionalidad e índole. La cuestión a tratar tiene que ver con aquellas intervenciones alegales, sutiles; ésas que pasan desapercibidas si nuestra visión occidental no presta la debida atención. Dos de ellas, no sabría decir si de las que más me duelen, son el expolio y éxodo cultural de un lado y la usurpación de la identidad y la historia palestina por otro.

No quiero detenerme demasiado en explicaciones. Hay muchísima documentación que lo hace. Solo les diré que durante la Nakba, en 1948, los palestinos tuvieron que huir en masa para evitar la muerte abandonando en sus hogares y en las instituciones públicas cientos, miles de producciones culturales que dejaron de estar en sus manos. Muchas de ellas fueron eliminadas, destrozadas o tiradas a su suerte por parte de los israelíes. Otras, como colecciones de libros de inconmensurable valor, fueron escondidas y no catalogadas en bibliotecas israelíes y aún a día de hoy se siguen reclamando. Solo les explicaré también cómo la historia lejana y reciente del pueblo palestino está desapareciendo de los libros de texto que estudian los niños que viven en Jerusalén o en la Palestina del 48. O cómo elementos identificativos de este pueblo tales como las  naranjas, por ejemplo, han pasado a componer la identidad de Israel. La colonización y la usurpación no han sido ni son solo geográficas sino también culturales.

Es por eso que me resulta muy complicado entender cualquier tipo de favorecimiento en este sentido a Israel. Un Estado que pretende construir su identidad pisando la de otro pueblo al que oprime e invisibiliza con todo tipo de actuaciones. Me resulta muy difícil comprender cómo cualquier país, institución o empresa pueden querer contribuir, de una manera directa o indirecta, a expandir sus expresiones culturales; entiendo que es alimentar una maquinaria de marketing, de limpieza de imagen constante y renovada, que lleva teniendo éxito decenas de años. Supone ayudar a esconder sus incumplimientos de la legalidad internacional, con una pátina de expresiones artísticas instrumentalizadas.

Hay que ser firmes con este asunto. No podemos dejar que se filtre ni una gota de sus intenciones de mostrarnos una normalidad ficticia. No podemos respaldar la actuación de artistas israelíes que vienen amparados por un Estado que perpetúa día tras día todo un catálogo de violaciones de derechos a hombres, mujeres y niños. Hacerlo es, de una forma indirecta, colaborar con su objetivo de poder seguir actuando con impunidad. Los artistas israelíes, precisamente por su nacionalidad, deben tener una postura clara respecto a este asunto y rechazar las actuaciones absolutamente indignantes de su país. Para ello, en ningún caso deben consentir prestar su imagen a la causa de Israel. Por todo esto, no me gusta nada que una promotora gaditana haya contratado a un músico israelí, en cuyo silencio se esconde su posicionamiento, y que vaya a actuar en el Festival de Jazz que se celebra este fin de semana en Vejer. Lo lamento pero no lo puedo entender.

Fotografía: José Montero

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Llueve sobre mojado. En estos días es así. Cae agua y más agua en un suelo ya empapado que la expulsa a borbotones, la rechaza por innecesaria, por sobrante. No es que esté describiendo la climatología gaditana. No es eso. Más bien quiero reflejar mi punto de vista sobre la repetición de los comicios nacionales. E imagino que el de muchos. Del hartazgo a la decepción pasando por el cabreo visceral y el hastío más absoluto.

Una sensación que solo ha conseguido mitigar en parte la recién creada confluencia de fuerzas de izquierda, que al menos hará que haya una mínima varianza en los equipos de este metafórico campeonato de fútbol, aunque uno un poco frustrante y repetitivo como una liguilla de ascenso del Cádiz CF cuando el equipo amarillo no asciende, claro está. Esperemos que en esta ocasión no sea ese el caso.

Este estado mental me sobreviene, al menos en parte, por ser víctima de mi propia incredulidad o no sé si llamarla esperanza, vana por supuesto, alimentada por una serie danesa que disfruté recientemente, Borgen. En ella, ilusa de mí, me hicieron creer que es posible el entendimiento a favor de un acuerdo común, que el sacrificio de lo particular tiene un sentido si se produce a cambio una mejora colectiva. Ya sé, me dirán ustedes; es solo ficción. Pero qué bonita ficción ésa de esperar que los políticos, obedientes ante el resultado de unas elecciones que les han demandado diálogo, hicieran caso. Sería, como diría un amigo mío, el epítome de la democracia, ironías aparte.

En un esfuerzo de empatía con la clase política intento imaginar que no debe ser fácil entrelazar determinadas políticas económicas y sociales, pero la realidad es que parece que han sido otros asuntos, que no me atrevo a calificar, los que deshicieron toda posibilidad de ahorrarnos este calvario y, de paso, otros tantos millones de euros que yo no sé a otros pero a mí me escuecen bastante con la que sigue cayendo. Insisto, no creo que sea sencillo; nadie dijo que lo fuera a ser. Lo que el votante, a mi juicio, depositó en las urnas el pasado mes de diciembre, fue un voto a la madurez y a la confianza de los que iban a representarle. Y ya ven ustedes el resultado.

Mientras tanto, en la ciudad de Cádiz, la quinta localidad con más parados de España (un 36,1% según el Instituto Nacional de Estadística), nos merendamos cada día casos de corrupción de diferente alcance en los que se sigue embarrando el dinero público, que es de todos, pero que solo sirve para que se lucren los que tienen de vergüenza lo mismo que de honestidad. Y será bastante complicado que a los gaditanos, a los que estamos aquí y a los que están fuera, nos interese más que lo justo informarnos de los contenidos de cada uno de los mítines, de enterarnos de las propuestas (mucho más volubles de lo que quisiéramos) y tragarnos los sapos de tantas promesas electorales como días tiene un lustro.

Estos días de precampaña y campaña serán, ya lo anunciaba antes, como una liguilla de ascenso del Cádiz CF que, acordarán conmigo, es mucho menos sufrida si uno no ve ni un solo partido y solo se entera de que el equipo de sus amores ha ascendido. Pues eso, a ver si ascendemos de una vez. Que ya va tocando.

Fotografía: Jesús Massó

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Quizá sea muy simple la idea que quiero plantearles en este artículo, no lo sé, pero lo cierto es que se trata de un pensamiento recurrente en mi cabeza, como espectadora y participante de la realidad local en la que vivo: Lo público es de todos. Así, a simple vista, es una frase corta, de tan solo cinco palabras. Pero encierra, creo yo, varios grandes mensajes. Empecemos.

Para diseccionar el primero de ellos me gustaría detenerme en el verbo, que es ser, como sinónimo de provenir y de pertenecer. Es decir, lo público proviene de todos nosotros, parte de nuestro esfuerzo, pero también (y por tanto) nos pertenece a todos. Eso como mínimo. Que hay quién no puede aportar tanto como debe recibir. Y hay quien puede aportar más de lo que necesita recibir. Creo yo que en estos parámetros se basa el concepto de equidad.

El segundo es el de público. Público no significa gratuito. Gratuito sería si otro alguien que no somos nosotros nos pagara la actividad, el material o el servicio al que accedemos o que disfrutamos. Pero lo público lo estamos pagando todos. Yo diría más, es en gran medida nuestro. Pero nuestro en el sentido colectivo del término, no en el individual. Lo público como generador de beneficio común. Y el beneficio común, siempre, es mejor que el individual.

Los  gestores de lo público, a saber, la administración y sus líderes políticos, no son más propietarios ni menos que cada uno de los ciudadanos de un país, una comunidad, una ciudad. La única diferencia entre ellos y nosotros es que ellos han sido designados (podríamos discutir los procedimientos, pero en este texto no nos ocupa) para hacer un buen uso de ese dinero. Entiéndase que ese buen uso debe ser sinónimo, en mi opinión, del bien común.

El último concepto es el de todos. Todos tenemos una responsabilidad en el uso de lo público, en el uso y no el abuso, porque lo público también es finito. Porque lo que uno gasta de más se lo quita a otro que puede que necesite más que tú. Todos somos todos, aunque pueda parecer una redundancia. Es el ciudadano de a pie, es el empresario privado, es el gestor que hemos mencionado. Cada uno de ellos debe ser responsable cuando lo que tiene entre manos es dinero público o de lo que se está beneficiando tiene un origen público.

Debe existir por tanto una preocupación común por la buena gestión del dinero común. Y esto significa cuidarnos de que el dinero de todos beneficie a todos de la manera más directa posible. Que el dinero público caiga en manos privadas siempre y cuando estas manos privadas tengan claro ese concepto. Y que los gestores tengan claro también que debe haber un proceso de participación y de decisión común sobre ese dinero. Simplemente porque el dinero no es suyo, la decisión no es exclusivamente suya.

No vale la excusa del olvido, de no entender los términos, no nos podemos esconder en el egoísmo social. Nunca fue el tiempo de eso. Pero menos lo es ahora. Durante muchos años nos hemos lavado unas manos pervertidas del mal uso, el despilfarro, la apropiación, el lucro. Ahora, hagámoslo distinto, ¿no?

Fotografía: Jesús Massó

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chica sentada sobre barandilla con ciudad de fondo

Duele. Inevitablemente. Aunque no esté dedicada a mí personalmente, aunque a mí no se refiera, aunque ni siquiera me dé por aludida. Pero duele. Porque la profesión duele. Soy periodista. Y estoy cansada de que me cuestionen. Como yo, muchas compañeras, y lo diré en femenino porque la mayoría son mujeres, también lo están.

Déjenme que les explique el origen de este cansancio. Nosotras, se lo aseguro, estudiamos periodismo por vocación, por pasión, por creencia. Nosotras, nos sentábamos delante de los libros convencidas, no de que cambiáramos el mundo (tan tontas no éramos), pero sí de que defenderíamos el interés general a la hora de informar, de que seríamos veraces y le pondríamos voz a aquellos colectivos silenciados por su vulnerabilidad. Nosotras empezamos a hacer prácticas en los medios de comunicación de Cádiz y nos dejábamos las pestañas echando horas y aprendiendo de los mejores, de nuestros maestros, y también de nosotras mismas. Y trabajábamos duro, muy duro, por ser respetadas y ser respetuosas, por ser profesionales.

Por eso, por favor les pido, háganme caso cuando les digo que es a nosotras a quién más nos humilla la parcialidad y la poca ética profesional que sí, reconozcámoslo, ofrecen en ocasiones algunos de esos medios de comunicación y que responden a intereses económicos y de poder que no hace falta que les explique. Háganme caso cuando les digo que somos nosotras las que damos la cara ante nuestros superiores (casi todos hombres, para no engañarles) y nos jugamos el puesto de trabajo tratando de defender la honorabilidad del oficio, enarbolando conceptos cuasi-utópicos como la libertad de expresión, como el deber de informar, como el derecho de estar informado.

Hacemos todo lo que podemos por dignificar nuestro trabajo. No nos gusta tener que tragarnos nuestros principios ni disfrutamos con los contenidos a veces tendenciosos que difunden aquéllos que sí han caído en las manos del mejor postor. Sabemos my bien de lo que hablan cuando nos critican, porque somos las primeras en hacerlo. E incluso entendemos las razones que les llevan a demandar un periodismo más justo e independiente. Eso es lo que nosotras queremos. ¿Qué se creen? Queremos más rigor en la prensa, lo mismo que quieren ustedes. Sabemos que no es fácil. Sentémonos a hablar.

Fotografía: Kaique Rocha (Creative Commons Zero license)