Antes de poder adivinar cómo sería la vida sin carnaval, habría sido fundamental haber contemplado, al menos esa opción como una posibilidad. Pero en Cádiz, eso es imposible. Pandemia aparte. Lo es, porque hasta el viento a veces, parece darte el paso a una copla. El pito característico que precede al pasodoble. Ese nervio incombustible que cada año, sin llegar a irse, vuelve para despertar todos los rincones de la ciudad con la luz más bonita del mundo.
El carnaval es inherente a Cádiz, porque está en el latido de su gente, en la manera de caminar, guitarra al hombro, cualquier tarde de cualquier día, de cualquier estación del año. Está en su piedra ostionera, incluso después de habernos nutrido de los manjares de su tierra y su mar.
Que no hay carnaval, dice la gente. El carnaval siempre está. Vive en el recuerdo que los tangos que nuestros mayores nos cantan con la garganta desgastada por la vida, pero con la alegría característica de aquel tiempo, porque en su canto transmiten la libertad, el origen, la oportunidad que la fiesta les proporcionaba una vez al año, para poder remover conciencias, quejarse por la gestión de la ciudad o reírse de la censura. El divertimento justo y necesario, los merecidos papelillos de colores, a pesar del gris de aquel tiempo. Y en la mirada reinando ese pensamiento herido de nostalgia, aquel que nos revela que cualquier tiempo pasado fue mejor.
El ingenio siempre me pareció la bandera de Cádiz. La capacidad de darle la vuelta a las cosas, izada en el mástil de su risa constante. La agudeza de afrontar con más o menos fatiga, cualquier adversidad, y hacerla compañera de camino, en lugar de convertirla en rival. La inteligencia lingüística que aborda los conceptos desde una perspectiva profunda y coherente. La rapidez en la respuesta, mordaz y cantarina.
Agradable al paladar, con tintes profundos en el regusto cuando la copla ha pasado y ya ha calado el mensaje. Porque eso también es el carnaval.
Y siempre está. Siempre aparece en algún recuerdo en el puchero y en la memoria, en un banco de la Alameda cualquier noche de verano, entre amigos, alrededor de una mesa, nudillos mediante, entre el café y la despedida. La copla cómplice, la descarada, la de la indignación o el reclamo. La que te lleva a lugares o personas. La que te eriza la piel.
Y siempre estará, aunque ahora no se vista del mismo modo. Aunque al antifaz o la careta hayamos tenido que añadirle la mascarilla y la distancia, aunque nos echemos de menos, y los abrazos y los encuentros, no puedan ser o no ser del mismo modo. Porque el carnaval, no es un momento del año. No es sólo febrerillo el loco.
El carnaval es la energía necesaria en muchos momentos, el carnaval cambia la vida. La mejora, es una manera de expresar, de afrontar, de compartir, de creer en uno mismo. Una manera particular de ser parte del todo. Y es ese todo es el que te devuelve a Cádiz. Da igual donde estés.
Porque como algunos olores son capaces de llevarte a la infancia, a un patio o un callejón, o a cualquier momento especial de la vida, una copla de carnaval, te traslada igualmente a esas sensaciones grabadas a fuego. Al que quema al Momo, para dejar paso a la espera del siguiente carnaval, para que sigamos cumpliendo, cada año, la cita más bonita de todos los que hacemos, vivimos o creemos en el carnaval de Cádiz.
Como el agua que de un modo irrefrenable, se escapa por una grieta. Así. Sin poder impedir su recorrido. Así el carnaval busca su camino. Sin buscarlo, sólo siendo. Sólo sintiendo. Y sobre todas las cosas, haciéndonos sentir.