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Nieves Vázquez nos habla sobre la novela Aguaviento (Algaida, 2019) del autor gaditano Miguel Ángel García Argüez.

Resena aguaviento
Miguel Ángel García Argüez, Aguaviento. XVIII Premio «Carolina Coronado» de novela Ciudad de Almendralejo.

En qué formato de realidad caben las penurias de una familia de tres mujeres azotadas por la crisis en el Cádiz profundo. Eso es lo que se ha planteado Miguel Ángel García Argüez en esta estupenda novela. La sociedad postindustrial en la que vivimos, generadora de enormes desigualdades, parece ir produciendo y demandando nuevas formas de realismo que se relacionan con el decimonónico, hijo de la burguesía, del positivismo y la industrialización, pero que no puede ser el mismo. Doña Charito, Charo y Lachari (abuela, madre e hija) viven en una casa medio en ruinas, amenazadas por el dueño, que quiere echarlas para poder especular con el terreno; Lachari trabaja precariamente en un supermercado DIA, Charo limpia por horas en una copistería, la abuela da de comer a los gatos. Las rodean otros personajes. Un ex convicto, que se enfrenta a la dura vida fuera de la cárcel, incapaz de librarse del todo de lo que le llevó a ella; los sin techo, que se las apañan conformando una sociedad paralela, con sus propios conflictos, y que, no obstante, se cruza con la otra, la supuestamente normalizada; el propietario de la casa y su socio, un promotor de viviendas. Y detrás está el fantasma de la droga, de la reconversión industrial que todavía sigue ahogando la ciudad, de la turistificación; y está el recuerdo del movimiento «Varcárcel Recuperado», en la esfera del 15M. Aguaviento utiliza esta urdimbre temática para tejer un tapiz costumbrista-realista a la par que onírico, pues el realismo a veces es sucio y a veces, mágico. Se diría, de hecho, que es el componente poético el que sirve de verdadera argamasa de la historia, y que doña Charito, con su don para hablar con los muertos y con las palomas, es la verdadera protagonista. En el agujero del techo de la casa malherida amenaza el demonio que, sin embargo, tiene un rostro de carne y hueso. Esta dualidad, realidad-fantasía, se continúa con otras, como la variedad lingüística que mezcla la depuración poética con el lenguaje soez, el binomio ternura–violencia, o el de naturaleza-ciudad. Las palomas, los gatos, las ratas, las gaviotas, el pasado rural de la abuela, imponen una verdad sobre el duro asfalto. La lluvia o su amenaza es el telón de fondo, una lluvia que cambia de tintes pero que lo impregna todo («¡Tiempo de perros sobre la ciudad!»); el mismo título explica el movimiento azaroso de los personajes que se verán abocados a la confrontación: «es bien sabido que las gotas de la lluvia se encuentran, se reúnen, se separan, se mezclan, cruzan sus trayectos, se apartan para siempre y acaban trazando entre ellas extrañas conexiones cuyos designios y razones no podemos comprender». La voz de un narrador que conoce el futuro de los personajes contribuye a dar la sensación de que todos somos pequeñas criaturas insignificantes al albur del aguaviento, que todos somos también mezcla y contradicción. El libro tiene verdad, refleja un oído muy fino, con vívidos diálogos; suma peripecia y acción, atrapando al lector en un suspense que tendrá su necesario final. Es un logro la estructura en cuatro capítulos, perfectamente concebidos, la coda que cierra cada uno de los tres primeros, completando la información desde otro ángulo, las resoluciones con frases cortas, poéticas, la narración por fragmentos que son como gotas de lluvia. Impresiona la pequeña niña muerta paseándose en bañador. En la misma veta literaria del mejor Galdós, el de Misericordia (una novela también sobre la indigencia y la exclusión), que ya intuía cómo el realismo debía abarcar lo visible y lo invisible, aparece este Aguaviento, merecido Premio «Carolina Coronado» de novela. Qué posibilidades hay de salvación, de justicia para «la caravana lenta y nublada de los desheredados, el circo del infortunio y de la marginalidad». García Argüez propone, al menos, una justicia poética.

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Nieves
Fotografía: Jesús Machuca

Detrás de la estatua hubo un hombre, detrás del hombre hubo un escritor (o muchos escritores), y en el fondo, hubo una Ciudad y muchas ciudades. Acercarse a Fernando Quiñones es decidir qué elegir entre lo múltiple, si es que hay que elegir. La escultura del llorado Luis Quintero en la misma entrada de La Caleta nos ofrece una figura estática de alguien movedizo y poliédrico. Pero si me tengo que atener a su obra, a la relevancia de su obra, habrá que empezar diciendo que Quiñones es uno de los escritores más singulares de la generación del medio siglo, de esa generación de niños de la guerra, como él precisa en Crónicas de España (1966), la antología que preparó para Jorge Álvarez, el editor bonaerense que llevó la modernidad literaria y la edición alternativa a la Argentina de los 60, en la que él mismo se incluye. Quiñones fue singular por periférico y por poco acomodaticio, pero destacó en todos los géneros, en especial la poesía y la narrativa. Su carrera literaria había arrancado hacia 1948, cuando fundó con otros jóvenes la revista El Parnaso, que daría origen después a Platero. De 1957 son sus primeros libros de poesía, pero es con la serie de las Crónicas, iniciada en 1968 con Las crónicas de mar y tierra –la que él llamaría su segunda época-, con la que encontraría un sello personalísimo, marcado por el deseo «de ser desde otros, / con otros», en una suerte de solidaridad con lo humano. Una poesía narrativa, pero sobre todo poesía, que pretendía abandonar el intimismo (ese «lamerse por dentro» como él diría) para abrazar al otro, a la multiplicidad de seres concretos, con sus pequeñas y grandes vidas, inmersos también en el Tiempo y en la Historia.

Su carrera narrativa, en especial como escritor de relatos (nunca cuentos para él), quedó ligada al premio que obtuvo en 1960 en el concurso convocado por el diario La Nación de Buenos Aires en cuyo jurado estaba Borges, autor de referencia desde su juventud junto a «papá Hemingway», y cuya amistad le ayudó, pero también le granjeó envidias y críticas. En la más de una decena de libros de relatos que publica desde La gran temporada (1960) a El coro a dos voces (1997), Quiñones demostró ser un maestro del género, que cultivó uniendo al realismo inicial que retrataba las penurias de la España de posguerra (donde asomaban el vino y los toros) la veta fantástica, que está en él muy desde el comienzo. Su obra es una inmensa galería de personajes variopintos que tienen en común, creo, el fracaso. Quiñones apuesta por los perdedores, retratando las voces humildes de las gentes del Sur, a las que se sumará, inevitablemente, la voz del escritor culto que era. Pero son esos monodiálogos de «El testigo» o de su emblemática «Legionaria» los que nos ofrecen quizá su aporte más personal en la narrativa breve, también relacionada con esa emergencia del andalucismo de los setenta. Nacida de «Legionaria» llegaría su primera novela, Las mil noches de Hortensia Romero (finalista del Premio Planeta en 1979), que, junto a La canción del pirata (finalista del mismo premio en 1983), significarían el espaldarazo del narrador Quiñones. Luego seguiría escribiendo otras novelas hasta llegar a La visita, su última entrega, en 1998. Hay en toda su obra un mirar atrás, a un ayer, que en el caso de la ciudad de Cádiz no carece de nostalgia hacia un pasado que en el sentir de Quiñones parece flamante en comparación con el hoy.

Si del teatro se ocupó menos –destacamos Andalucía en pie (1980) y El grito (1983)-, también cosechó un notable éxito, sobre todo con las adaptaciones que se hicieron de sus obras, así ocurrió con Legionaria (1979) y con El testigo (1986).

Pero además Quiñones fue articulista, antólogo, prologuista, ensayista, activista cívico y cultural (en 1968 creó el festival de cine y cultura Alcances con el lema «para todos los gaditanos»). Experto flamencólogo, aportó obras como De Cádiz y sus cantes, «un libro imprescindible en el estudio del arte flamenco», según Félix Grande, y que supo divulgar desde la televisión con programas como Flamenco (1974-1977) o Ayer y hoy del flamenco (1980-1981). Viajero incansable desde que en 1952 se marchara a Madrid, sin abandonar del todo Cádiz, se convierte en un especial embajador en Hispanoamérica, donde todavía, como dice José Ramón Ripoll, se le recuerda, como se recuerda su casa –la de Madrid y la de Cádiz-, lugar de acogida para todo el que llamara a su puerta.

«Desde muy chico –dijo-, las palabras me sabían en la boca a caramelos o boquerones, a tierra o a incienso o a sudor…Y no eran un medio de expresar las cosas, sino las cosas mismas y aún más; todo un sonoro mundo independiente cuya armonía y música habían de respetarse y amarse […] tuve la suerte de darme cuenta pronto […] de que estaba en el mundo para servir a las palabras y a cuanto pudieran encerrar». Ese servicio a la palabra lo respetó hasta el final. Pero también su servicio a las gentes, su estar en la calle, le hizo cultivar un abundante anecdotario que le sigue acompañando y que no pueden hacer ocultar al gran escritor que fue y que se esconde detrás de su figura. Cada cual puede elegir al Quiñones que prefiera, cada lector su nivel de lectura, pues la estatua de Quiñones no es fija, aunque lo parezca; se mueve, pero en su movimiento, no lo olvidemos, dibuja un magnífico y complejo escritor.