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Acudir regularmente a un café de nombre francés y que se llama A-venir, he de admitirlo, me causa fascinación hasta hoy. Todøs nosotros, que vivimos en un remolino de recuerdos y deseos en el que el futuro, tantas veces, es la reconstrucción amable y molona de nuestro pasado, no podíamos imaginar que ahora nos viéramos, frente a frente, con el futuro en tiempo presente.

Algunos vendedores de ansiolíticos para súbditos insisten en que antes éramos felices y acabamos de dejar de serlo. Pero antes nos habían romantizado con los cafés llenos de aquel humo azul fascinante que nos devorada los pulmones calladamente, nos carcomía las cuerdas vocales y seguía por el esófago a quien le quedara de eso todavía. Antes vivíamos llenos de incertidumbres más allá, incluso, de las inquietantes miradas que furtivamente nos obsequiábamos, recíprocamente, buscando disfrutar un poco más de una belleza lejana, inasequible en aquel momento, y la sonrisa tranquila y hermosa que nos regalábamos nos dejaba el desasosiego de un beso aún no besado. Y al regresar de esas fantasías que si no son la vida, que yo lo creo, al menos son las grietas que nos dejan escapar de un alquiler excesivo, un contrato basura y un orden político que pa’ sus muertos. Esta es la alegría que antes disfrutábamos, el recuerdo que se iba gastando en la imagen de nuestra memoria de la cara que iluminaba la sonrisa que nos había sonreído a nosotrøs, y nos sentíamos, ya, sonreídos únicos del universo mundo.

Pablo mtnez calleja
Fotografía: Pablo Martínez Calleja

Pero el futuro ya habitaba en nuestro presente, al menos en nuestro café libre de humos, por muy azulados que quisieran pintar nuestro aire, lleno de flores y de libros, de conversaciones intempestivas, a veces inquietantes, y nada molestas, o sí, de largos palabreos quien los quisiera, en un revoltijo de personas, de sexos y edades tan dispares que quien nombre aquello distopía es solo porque la palabra se puso de moda. Algo así solo puede salir bien, por mucho que durante ese vivir no fueran a faltar decepciones y otros accidentes, que la vida no es ninguna batalla, sino un ir y venir de cuerpos dentro de sus almas y un compartirse, cuando del caso sea, en ese patio universal de la libertad libérrima, que algunøs cafres confunden con el capricho del hidalguillo muerto de hambre con ínfulas de príncipe.

No éramos felices y me atrevo a barruntar que es ahora, en medio de todo este lío, cuando, sin alcanzar a ser idiotas, empezamos a palpar lo que alguna vez hayamos intuido: la felicidad, que yo prefiero reputar de alegría, pudiera ser un ir y venir de almas que antes de decirse hola se preguntan cómo están, qué necesitan y si se puede hacer algo juntøs.

De pronto el futuro nos ha alcanzado y se ha convertido en un presente que asusta a los del pasado feliz, y han ordenado que nos hagan soldados a todos, que nos han enviado a una guerra a luchar por lo que ellos vuelvan a decir. Resulta que están los hornos para más bollos, pero de las recetas que compartimos, y que lo que hacen falta son más médicos y llevar la cuenta del gran desfalco que ellos llamaban libertad y con la que están llenando más tumbas de las que quizá se hubieran llenado nunca.

Mi café de los viernes, y de los sábados por la mañana, de mis charletas sobre el simulacro que gobierna las vidas, y el esperpento de la épica vieja que cuelga de las cortinas que luego se usan para ir a la ópera, hoy todavía, estaba siendo ya el futuro y no éramos felices porque no éramos idiotas, pero vivíamos alegres en la alegría de una república propia. Ya se sabe que la alegría es una paréntesis y la felicidad un letargil. Vivíamos, y cuando esta contingencia urgente pase y alcancemos la fase siguiente, cuando podamos volver a vernos, a charlar cerca, a besarnos si nos da la gana, yo no sé qué va a ser de nosotros, nos sentiremos más vivos que antes nunca. No lo sé. Quizá empecemos a besarnos todos con más tranquilidad y largura que nunca, quizá nos toquemos como nunca antes nos hayamos tocado, quizá dejemos de sernos ajenos. Al menos algunøs de nosotrøs, y disculpen ustedes, a mí me gustaría pertenecer al batallón de los besadores y a la cofradía de los tocadores. Y si creen que estoy pensando en los cuerpos no se equivocan, pero en realidad estaba hablando de nuestras almas todas.

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Las calles, el espacio público en general es un lugar común. Un lugar donde el comportamiento está regulado por las costumbres, las normas sociales, las ordenanzas municipales y las Leyes. Aunque no solo, los comportamientos individuales también quedan regulados por las costumbres o normas de pertenencia a las clases sociales.

El uso del espacio público está regulado de un modo fundamentalmente restrictivo, seguramente en atención a que es un espacio común donde lo que ocurra tiene que perturbar o molestar lo menos posible a la mayoría de sus usuarios. Pongamos por caso la regulación sobre el ruido o las terrazas para que no molesten al vecindario.

El uso del espacio publico
Fotografía: Pablo Martinez Calleja

Tuvimos este verano una nueva regulación, de la noche a la mañana, que limitaba las terrazas hasta las veintidós horas, incluidos viernes y sábados. Cualquiera pensará que en Alemania esto es lo que se espera, aunque los propios alemanes esperarían una norma menos restrictiva y así hubo protestas que no se articularon en reclamaciones ni manifestaciones, sino en comentarios despectivos, jocosos y desobediencia absoluta de la ordenanza municipal. Se opinaba en el mercado que la ordenanza, para viernes y sábados, hubiera debido haber permitido el asueto hasta la media noche al menos.

Con esta norma quedó de manifiesto el conflicto entre usuarios del espacio público y de estos con sus reguladores, que pasaban por alto el daño a la hostelería (no olvidemos que pagan impuestos que fluyen a las arcas municipales) y a la diversión de no pocos vecinos; mucho menos a los turistas. Un elemento interesante quedó también de manifiesto: hasta dónde llega el derecho de los vecinos que viven sobre las terrazas, o cerca, a limitar no solo a los hosteleros sino a los vecinos que desean divertirse. Vivir en el centro de una ciudad implica ruido, a diferencia de vivir en el campo. Este argumento no es la defensa ni el elogio del ruido, pero conviene constatar que las ordenanzas no deberían perseguir convertir el centro de una ciudad en campos o bosques, sino en una ciudad habitable, como espacio urbano, para todøs.

Son muchos los aspectos, sin embargo, que se pueden observar en nuestro uso del espacio público y, sobre todo, del modo de apropiación en el uso del espacio público como conducta. Empecemos con mi observación de cómo una estudiante llegó a clase el otro día con su alargador de cable y su enchufe múltiple, que extendió hasta donde se sentaba para conectar su ordenador portátil y su móvil. Los enchufes no están cerrados ni conozco limitación alguna hacia mis estudiantes para su uso. Por cierto, al enchufe múltiple pudo acudir quien quiso. Cuando esto escribo me doy cuenta, además, de que la energía eléctrica de nuestra universidad sale del sol.

Hace unas semanas, era domingo y suelo ir a mi café de los domingos donde lo mismo conecto mi móvil que mi Notebook a los enchufes o al wifi, y escribo o chateo. De camino, por el puente más pintoresco y lleno de turistas, el antiguo puerto de la sal de la mayor salina europea en una época, una joven había tomado posesión del suelo, donde se había sentado y extendido sus cosas como si se encontrara en el salón mismo de su casa. La fotografié, por detrás, y envié la foto a varias de mis amigas en las Españas. Todas tuvieron la sospecha de que la tal persona sería alguien sin un techo que echarse por lo arto. Pero no. Era un día fresco y soleado y la joven quería disfrutar de uno de los lugares urbanos más bellos de nuestra ciudad. Sacó su libro y se puso a leer. De cuando en cuando alzaba su mirada y luego volvía a la vida que leía, que era otra vida y no la suya, pero en la que habitaba.

En ese mismo puente, una noche de sábado que regresaba a casa desde ese mismo café que es el mío de los domingos, pero había parado allí porque venía de ver la fiesta de la calle de una calle de nuestra ciudad, y son varias las que tienen su fiesta, que me recuerdan mi barrio de Lavapiés cuando viví en él. En ese puente, llovía suavemente, bajo un paraguas se protegía una pareja que permanecía sentada en el suelo, a ratos se besaban como comiendo moras, a ratos bebían de su quinto de cerveza, e incluso me atendieron y dejaron que les retratara. Tenían su casa, jóvenes pero no jovencitos, personas de profesión y seguro que bien pagadas, se sentaban y se querían sobre un puente bajo la lluvia porque les daba la gana.

Toda la primavera y el verano, ese puente es un jubileo provechoso de jóvenes y jóvenas que se sientan con su té o su cerveza a mirar el horizonte, donde hay un molino que movía la represa de la parte de nuestro río canalizado, a charlar sentados en el suelo, a jugar juegos de mesa. Y se besan, y sus besos se ven bonitos y gustosos. Y todo parece un sindiós porque es un sindiós, pero sin una palabra más alta que la otra.

Esa noche supe de otra fiesta callejera de una calle, que la organizan los vecinos, que van ya por los once años, y que la organizan porque tienen ganas de juerga, de jarana y de juntarse. Y se ha hecho tan famosa que ya tiene una web y aquello parece Santiago en la Edad Media. Levantan txosnas y un tablao, y la gente lo mismo se sienta en el puro suelo que en los peldaños de las escaleras que sobre los contenedores del cristal que sacan su sofá a la calle. Allí les dan las mil, y dos semanas antes fue lo mismo en la calle paralela. En el centro mismo de Hamburgo, bueno, un poquito al lado, pero no en un arrabal. En tranvía, a cinco minutos del ayuntamiento.

No es solo que las personas se apropian del espacio público como extensión de su propia casa, de su salón y su cocina, sino que respetan como propio ese espacio público porque lo sienten propio, y lo usan como suyo. Y lo dejan limpio y ordenado como lo encontraron, como lo mantienen. Mi café de los viernes ha plantado una planta que da flores muy bonitas, y que son comestibles, en la acera de enfrente. Una esquinita, entre ladrillos rojos, de tierra abandonada de todos que pedía alguna vida para participar en la existencia de todos nosotros. Así, los del café, además de tostar uno que traen en barco velero para no dañar al clima y lo dan todo ecológico y regalan sonrisas y buen humor y son estudiantes o lo fueron, personas de una amabilidad y una finura apabullantes, plantaron las plantas, las riegan, las atienden y les hablan.

La otra noche, cuando ya creía que todo estaba documentado para hablar de esto en Cadi, en EusCadi y donde nos lean, me llegó la foto de portada. Pasaban las diez de la noche y habría cinco grados centígrados que parecían fahrenheit. Dejo hablar a la imagen. Solo añadir una cosa. A mi pregunta de qué celebraban la respuesta fue que querían estar juntos. Son vecinos de la misma escalera, se sentaban frente a su portal, pero decidieron apropiarse de la calle, del clima, de la oscuridad. Y simplemente lo hicieron.

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Ha muerto Juan Carlos Aragón. Un hombre joven, 51 años, esposo, padre, vecino y amigo. La bandera de Cadi cuelga a media asta del balcón del ayuntamiento, después que la corporación declarara día de luto; y su capilla ardiente ocupa el vestíbulo principal del Gran Teatro Falla.

La ciudad entera canturrea sus pasodobles y lloran las almas en el recuerdo de todos esos pasodobles que cantaron de chicos en las calles y plazas de sus barrios, en las casapuertas, en el patio del recreo, en las excursiones, en las barbacoas, en las jaranas nocturnas y en tantas otras reuniones. Cadi llora a uno de sus mejores prohombres de la matria.

Las ruinas romanas, que en mi irreverencia asociaré a La vida de Brian, especialmente en la presentación, incluía un remedo del poema de Mario Benedetti, En el norte los del norte.

Los yesterday fueron su primer premio en el Concurso del Gran Teatro Falla, su letra y su música, y ese mismo año había hecho la música de Los tiburones.

Juan carlos aragon in memoriam
Fotografía: Pablo Martínez-Calleja

Juan Carlos Aragón comprendió pronto que el Carnaval sigue siendo el ritual contra lo obscuro, contra los malajes que se esconden en las sombras y desde las sombras manejan, o intentan hacerlo, la vida de las personas y se burló del himno escribiendo otro en el que corregía, irreverente, a Blas Infante. No en contra de Blas Infante sino del ácido lisérgico en que a veces se convierte la política institucionalizada. Carnaval como acto político, claro, que brota a borbotones entre risas y sonrisas, siempre burlón. En realidad una fusta contra la indolencia, como la sátira de Dieter Hildebrandt, cabaretista sin igual, también del Sur, del suyo, cuya muerte ocupó cinco columnas de los diarios alemanes más importantes.

“Si yo tuviera el mundo en mis manos…, cambiaría el cartel de los cuarteles de instrucciones, por dios, por la patria y el rey: ¡ponerse condones!”

En Los condenaos toma otro de los elementos centrales del Carnaval, la crítica de las costumbres, para expresar su decepción hacia una nombrada amistad no practicada.

Llegará su primer premio de comparsa con Los ángeles caídos, donde el filósofo Aragón hace un elogio de la locura, asociando al Carnaval, y al de Cadi, uno de los elementos importantes de la fiesta de la palabra: las fiestas de locos medievales. Me han dicho que la locura.

La banda del capitán Veneno, y su pasodoble Caminito del Falla fue uno de sus pecados carnavaleros que todos los carnavaleros del Gran Teatro Falla cometen, aunque quizá con una diferencia: el lirismo y su acento un poco burlón con el que describe cómo vive un carnavalero su llegada al teatro y su espera a que se alce el telón de su catedral.

Las comparsas no han sido, nunca, el objeto de mi dedicación al Carnaval de Cádiz, por razones que precisamente ahora no vienen al caso, y sin embargo es Juan Carlos Aragón, un chirigotero metido a comparsista, el que me congracia con un género de Carnaval demasiadas veces demasiado dulzón, pero al que Aragón le puso su sal y su pimienta, y lo dotó de conciencia crítica política de un modo muy especial e intenso.

Su repertorio es prolijo, amplio y variado, y quien quiera profundizar en él estará bien aconsejado si lee el artículo de Tamara García y Virginia León en el Diario de Cádiz.

Hoy Cadi esta de luto, y en su duelo colectivo muestra que el Carnaval es un elemento fundamental de cohesión social, de integración, de solidaridad. Desde hoy mismo el Carnaval de Cadi ya es mejor de lo que fuera nunca antes gracias al legado rompedor con el que deberemos saber continuar.

Juan Carlos Aragón aportó poesía al Carnaval, pero no la poesía romanticona que tan de costumbre era, y es, sino una contemporánea en la que cabían los palabros de la calle, de l@s chavales, de la vida diaria, y la alta cultura, tan reacia al Carnaval.

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Calleja post
Fotografía: Pablo Martínez-Calleja

Se han revuelto los fantasmas, tantos. Todos estaban colgados en sus perchas de sus armarios y se han revuelto. Herbert Grönemeyer lo ha visto y lo ha identificado inmediatamente, de ahí su disco “Tumult”, naturalmente “Tumulto”, palabra que en estos días significa en España lo innombrable. Pero en la España con menos Ilustración lo innombrable son muchas cosas, muchísimas; demasiadas. El disco de Grönemeyer es un compendio, un prontuario, de gritos y actos contra la barbarie de la extrema derecha, y de la uniformidad y de la incomprensión y del dominio del otr@, que se resume en sus versos: “kein Millimeter nach Rechts (ni un milímetro hacia la derecha)”.

Tendemos a vivir en una suerte de cuento infantil donde todo resultaría maravilloso y cuando no lo hace, que son muchísimas veces, miramos en rededor para encontrar a alguien más débil que pague porque nosotros quedemos sostenidos. “El malestar en la cultura” sigue siendo el gran problema evitado. Y evitado porque ser conscientes de nuestro malestar nos llevaría a abandonar el sofá, los chatos y las series de televisión.

En realidad intentamos averiguar qué nos ocurre y por qué, pero no nos enseñaron a pesar, a ordenar pensamientos, a diferenciar. Cuando intuimos que tendríamos que hacer algo nos da pereza y lo dejamos con una de esas frases-lugar-común: “es lo que hay”.

Menos aún, no nos enseñaron a aceptar que descubrir la verdad nos pone en peligro de ser identificados como díscolos, ajenos al catecismo mayoritario: fuera del punto de normalidad, de la línea de normalidad, de la región de normalidad, ¡bendito Gauss…! ¿Quién es el guapo que quiere ser situado en las colas de la marginalidad? Así que la consigna es uniformizarse, hacerse mimétic@, pasar inadvertido: no ser desafecto al régimen cultural franquista todavía demasiado presente.

Los chistes son uno de esos instrumentos dobles. Por un lado ofrecen la sensación de Poder al que los cuenta, que en el momento en que los cuenta le hacen sentir en el punto mismo de la normalidad y rescatarse de su falta de normalidad con su declaración de pertenencia al grupo normal. Desde el chiste nos encumbramos a esa posición que anhelamos en la sociedad de príncipes, de todo pelaje, a la que aspiramos no dejar de pertenecer. Y en eso va y aparece Campofrío, con una propuesta más que tentadora, al menos en esta sociedad de urgencias y graves carencias en la comprensión lectora, donde cada uno se agarra a la parte del discurso que le dé la razón sin escucharlo completo.

La frase final, precisamente, es la que nos da la clave de lo dicho hasta ahora: “Que nada ni nadie nos quite nuestra manera de disfrutar la vida”. Una frase que lo mismo vale para un roto que para un descosido. Pero que apela a valores peligrosos de uniformidad/normalidad vs. pluralidad/diversidad/democracia.

“Nuestra manera” apela al concepto de cultura nacional, atomizadora, en la que todos los que lo escucháramos nos sintiéramos identificados. ¿Tenemos una manera, todos los españoles, ahora sin pertenecías estatales o regionales? No, no la tenemos. Por suerte en los últimos años, el franquismo como elemento de cultura nacional, y aglutinador, se ha ido resquebrajando, y ha surgido una diversidad silvestre, discreta, minoritaria, pero que avanza como un magma y veremos hasta dónde llega.

No, Campofrío, los chistes feministas no salen más caros que los de contra la monarquía. A diferencia del Carnavá de Cadi, los chistes, elementos de todo Carnaval, sí van por precios, eso es cierto. Pero hay que decir, además, que los chistes son un elemento demasiado elemental, primario, tosco; en parte primitivo, precisamente primitivo porque el chiste sigue asentado, mayoritariamente, en su ser un instrumento contra la diferencia, reírse a su costa y denigrar al débil. Y sin embargo, yo que me he educado en el Humor nada menos que en Cadi, digo y hago lo que los gaditanos: “Vamos a escuchar”. Y si lo que escucho no me gusta, me doy media vuelta, me cojo el montante y me largo. Y ahí se queda, sin mí como público, el que diga lo que yo no quiera escuchar.

No creo en la censura y en absoluto la propongo. Propongo, simplemente, una reflexión sobre lo que hacemos y cómo lo hacemos. Nuestra manera de disfrutar la vida ha venido cambiando, constantemente, desde hace tiempo. Se le atribuye a Bernard Show una frase interesante: “La tradición es una linterna: el estúpido se aferra a ella, el inteligente alumbra el camino [para seguir adelante]”.

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Martinez
Fotografía: Jesús Machuca

Una ligera mirada al panorama de museos sobre Carnaval en Europa nos ofrece la idea de la gran oportunidad que tiene Cádiz con su museo todavía no construido y en fase de anteproyecto. Cádiz, los gaditanos, deberían abrazar el proyecto de este museo como una oportunidad múltiple y de gran prestigio para la ciudad. En primer lugar la materialización de un antiguo deseo de ver su Carnaval en un templo museístico y que empoderaría a la ciudad y a todos sus vecin@s.

El Carnaval de Cádiz es una perla de la cultura universal con una enorme diversidad intrínseca y con intensas y fundamentales conexiones directas con la Península Ibérica, Europa, América y África. El Museo, como el Carnaval, debe serlo para todo Cádiz en primer lugar, y Cádiz es quien es gracias al ir y venir de las gentes con sus costumbres a vueltas: Italia, África, América.

En mis visitas a diversos museos de Carnaval he sacado siempre la misma conclusión: ¡Cádiz! Hay museos-almacén de tipos y disfraces, donde las agrupaciones luchan por tener más y mejor representación, porque se consideran más importantes. Hay museos donde el capítulo previo etnográfico es impresionante y el de su Carnaval resulta anecdótico y desesperante. Hay museos integrados en museos de etnografía cuya colección de Carnaval es buena aunque mejorable. Hay museos que incluyen las marionetas. Hay alguno que niega su Carnaval.

Cádiz tiene un inmenso patrimonio cultural de Carnaval en sus calles y en su COAC. Tiene el teatro de la Tía Norica y un Museo del Títere que naturalmente deberían formar parte del proyecto de Museo de Carnaval, y que están precisando su propio espacio en internet. Cádiz debería dejar la parte arcaica de su Carnaval a otros museos ya en funcionamiento, como el Museu Ibérico da Máscara e do Traje, para potenciar así su relación con todo el ámbito ibérico. Como interesante sería el acercamiento al Centro Internacional del Títere, de Tolosa.

A Cádiz le quedaría espacio para ofrecer el gran museo europeo de Carnaval, conectado con Basilea, su Carnaval hermano; conectado con su Carnaval hijo: Montevideo. Sus abuelas estarían en Bragança y Binche. Sus madres en Italia. El Museo de Cádiz debería conectar Génova y Venecia; los ritmos africanos y los habaneros; no olvidarse de lo que robó al flamenco. Los Romanceros medievales.

La pregunta es cómo

Desde luego con dinero, pero la financiación no será el problema. Al dinero de la Junta de Andalucía hay que sumarle el millón y medio cultural, además de los dos millones que asegura el ayuntamiento. Sería importante ocupar a los técnicos municipales en posibles fondos europeos. Más el mecenazgo privado y de empresas y fundaciones: no solo por la cantidad grande de dinero que se puede recaudar sino por el carácter transversal e integrador que adquiriría el museo, algo importante también para el posible proyecto de candidatura ante la UNESCO. Mecenazgos a la medida de la cantidad de dinero de los mecenas. Plaquetas a cuatro precios: 9, 18, 45 y 100 euros, de diferentes metales, que diseñarían y producirían artesanos de Cadi cada año. Las butacas del teatro del museo llevarían en su respaldo el nombre de quien las financiara. Cada sala llevaría el nombre de quien la sufragara.

Con un proyecto museístico para el que quizá fuera importante considerar miradas con perspectiva. El Carnaval de Cadi es música y es copla. Convendría también observar el Museu do Fado, de Lisboa, por ejemplo, cuya dinámica museística parece de lo más interesante en algunos aspectos. El espacio virtual debería convertirse en un espacio museístico más. Otros espacios de la ciudad podrían cubrir ciertas necesidades para no centralizarlo todo, innecesariamente, en el edificio del Museo del Carnaval. Un concepto de museo diverso y no expositivo solamente. Dinámico y cambiante, como el propio Carnaval.

Con el nombramiento de una dirección para el museo. El Museo del Carnaval tiene que verse desligado, cuanto antes, de la autoridad municipal o de cualquier otra y ser dirigido por un personal competente para ello. Es necesario nombrar cuanto antes a una persona que dirija el museo desde su concepción misma. Una persona del Carnaval, que no del COAC, gaditana y que hable gaditano, que se maneje en dos idiomas europeos, que conozca el Carnaval desde sus entretelas y haga Carnaval. Una persona que sepa qué es la divulgación del patrimonio inmaterial. Una persona con un contrato renovable de cinco años. Una persona que quiera y sepa divulgar el Carnaval, porque el Museo del Carnaval no puede ser un vano remedo del Carnaval.