Ilustración: The Pilot Dog
Era el verano del 64. Yo estaba en la playa desde tempranito esperando a la pandilla. Era domingo y nadie tenía prisa, excepto yo por verla a ella.
Se llamaba Conchi (hace unos años volví a verla y ya no se llamaba así sino Inma) y no sé si era la que más me gustaba o la única que me hacía aflorar los colores del corazón.
Fueron llegando los amigos y empezamos a desperdigar por la arena nuestro repertorio de carajotadas; repertorio que fue creciendo y se volvió inverosímil cuando ellas dos aparecieron. Nosotros éramos cinco varones; así que tocábamos a dos y medio por cada una de ellas. Con esa relación matemática había que desdoblarse en atenciones y pamplinas para sacar una sonrisa o recibir una miradita cómplice; no era ese un trabajo fácil teniendo en cuenta que los cinco éramos amigos y la competición debía ser leal; de modo que estando los siete en el agua, me acerqué a ella y le dije: “Ponen en el Delicias Solo ante el peligro, de Gary Cooper, ¿Vamos a verla?” y me dijo que sí. Por un momento creí que estaba ‘escuchando visiones’ y me quise asegurar: “¿Sí, vas a venir al cine?” Y volví a escuchar el sí más importante que a esas edades se podría escuchar.
A partir de ahí todo se me hacía largo y pesaroso: el reloj no corría (bueno, ni andaba) y si no hubiera sido porque no me atrevía a irme dejándola allí, me hubiera ido para el cine a las tres de la tarde.
Todo lo hice con rapidez esa tarde; y cuanta más prisa me daba en arreglarme, más largo se me hacía el tiempo de espera.
A las 8 me fui para el cine (Habíamos quedado en la taquilla) y tuve que pasear un rato por la Avenida a esperar que abrieran las taquillas. Poco a poco fue tomando vida la esquina: abrieron las taquillas y creo que imaginaréis quien estaba el primero. Saqué dos entradas (invitarla era mi sorpresa), compré un cartucho grande de pipas, dos Chesterfiel (yo fumaba un poco) y dos chocolatinas Elgorriaga rellenas. Estaba muy feliz. Pero el tiempo pasaba y ella no llegaba…ni llegó. Terminado el No-Do entré, me senté donde pude y me puse a ver la peli.
Al principio apenas me concentraba: tenía un temblor extraño y de vez en cuando me daba una punzaíta la barriga; pero cuando cogí el hilo del argumento empecé a alegrarme de lo que le estaba pasando a Gary. Era un pobre consuelo el mío, porque la soledad del Sheriff, era infinitamente menor que la que yo sentía por las tuberías de mi cuerpo; pero consuelo era. Aunque cada vez que aparecía en la pantalla un reloj anunciando la cercanía de la muerte, yo veía más lejos ese precioso momento en que ella me dijo que sí.
La película avanzaba y mi contento crecía. Lo veía sufrir solo ante el peligro y no sentía por él la más raquítica de las preocupaciones puesto que yo estaba más solo que él. Al contrario; me gustaba que sufriera porque era la única manera de mitigar mi pena. Había regalado las pipas y las chocolatinas se estaban derritiendo en el bolsillo de los pantalones.
Al acabar la película fui a buscar a los amigos y tampoco los encontré.
Hoy cuento esto porque me gustaría disculparme con Gary. Como un ejercicio de arrepentimiento para que supiera que nunca volvería a hacerlo. Que cuando alguna vez he vuelto a ver esa peli ya no me he alegrado de su sufrimiento y para que entendiera que, al fin y al cabo, él salió victorioso de su soledad, mientras que lo mío…es un misterio.