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Aquí sigo aún, esperando ese día en que se afile el cuchillo que corte estas cuerdas que me atan. Las que oprimen mi cuerpo con retales de prejuicios ajenos y me sojuzgan sin remedio.

A veces quiero ser mi yo de antes, la niña libre que escribía sobre músicas prestadas sin pedir permiso, sin sentir vergüenza.

La ultima esclava
Imagen de Steve Norris en Pixabay

Comí y bebí de mi pasado más inocente, el intocable, el de las tardes de juegos eternas, el de la voces así como de lejos desde entre los brazos de mamá. Toqué la gloria, el bienestar en su estado más extremo, el de mamá y yo y el mundo se puede acabar aquí y ahora. Lo necesité y lo necesito cada día, cuando empiezo a escribir, lo necesito como una semilla necesita la humedad y el oxígeno para germinar. El tiempo pasará, pero lo que uno va guardando en la cajita de los recuerdos queda ahí, perenne, se vuelve maestro, algunas veces de cosas maravillosas y otras de comportamientos adquiridos que te convierten en una pura esclava.

Y a la esclavitud nos sometemos nosotras misma cuando miramos con desconfianza a otra mujer por el simple hecho de serlo, porque fueron muchas las veces que escuchamos, el típico ¡con esa no te quiero ver! Cuando pensamos que sacarse un pecho en la calle para dar de mamar está un poco feo, pero aseguramos abiertamente que es algo natural y maravilloso. Cuando vemos a niñas adolescentes por las redes sociales, afirmando, no soportar que su pareja hable, mire o respire cerca de otra chica.

Resulta, que realmente no somos las culpables de todo esto que sentimos, pero si el remedio. Somos la esperanza de un tiempo mejor. Abramos otro canal, un canal donde la marea suba arrastrando esos comportamientos obsoletos adquiridos y baje cuajadita de libertad y sabiduría. Donde nuestras tetas sean tan naturales como nuestro peso. Donde nos alegremos de los logros de las demás porque realmente son los de todas, son avances y puertas abiertas.

Llenemos la cajita de los recuerdos de nuestros pequeños, de la igualdad que anhelamos ahora. No hay mejor chaira para afilar ese cuchillo que cortará todas y cada una de las cuerdas que nos mantienen atadas y algún día, quizás, existirá la última esclava.

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Tengo la cuna vacía y la mente preñada de coplas, el parto que se resiste y yo, con el alma en la boca por todo lo que no te dije. Tengo las manos llenas de borrones de tinta desaprovechada, goteando cada mañana y manchando todo lo que toco, en una irrazonable intentona de llenar el vacío de las letras que ahora nada escriben.

Y con las manos amordazadas, comienza la eterna batalla que se desata por estas tierras en febrero. Se alzó la bandera blanca y tiene pinta de ondear por mucho tiempo. Y yo, que había sacado mis mejores pinturas para la próxima cruzada y ya tenía pensada las trenzas que iba a lucir, me tengo que conformar con recogerme la melena en un mustio roete que me desluce la cara.

La cuna vacia
Fotografía: Mabel Amber en Pixabay

No hay trenzas que hilar ni ovillos de palabras, no hay tambores de guerra esta vez. Y en este cortocircuito que nos habita y nos mantiene a punto de dar un salto del sofá, como cuando tu equipo va a marcar un gol pero falla en el último instante, con esas mismas ganas, aceptamos pulpo como animal de compañía, aceptamos esa bombillita que nos pone las largas de vez en cuando regalándonos un rayo de luz, que se cuela a través de las redes, en los ojos de las gentes que levantan la voz y con una copla, te devuelven las ganas, te reponen la esperanza, la nostalgia y un poquito de humor, que buena falta nos hace.

Pero aunque la bombillita alumbre, lo hace tenuemente, a esa bombilla le falta la lumbre de un buen ensayo de los que te vas para casa convencido y con ganas de más y también la de uno de esos en los que piensas ¡así no llegamos! Las tardes de choca esos cinco ¡somos los mejores! con su sonrisita nerviosa, de que poquito queda. Le falta un ensayo familiar, el mejor y más caluroso abrazo. Le falta la última quedada, la del disfraz y el corazón en un puño. Le falta la piña y la intimidad innegociable de grupo que se forma en los últimos momentos, el sudor frio de los minutos antes y el subidón de justo después. La sorpresa y el ego cebado.

Y lo más importante, por mucho que la bombilla alumbre, faltará la gran batalla final, esa en la que bajas del altillo la maleta de los disfraces y te pones el de libre y el de rico. Esa batalla, la de dormir dos horas y no saber si vienes o vas, la del vaso colgado al cuello y la pintura incrustada al cachete. La del codo con codo de coplas al por mayor y de saldo en todas las esquinas. La del martillo chirriador y el plumero de colores. La de los papelillos sudados por todo el cuerpo.

Esta vez los papelillos serán de los que aparecen en el canapé de un año para otro, serán de esos que vienen en un sorbo de vino y se te atragantan, ustedes me entienden. La gran batalla de la calle no nos la devuelve nadie.

Cádiz, cuna del cuplé enchampelao, de la canción sin medidas, tú que presumes de ironía, cuantas manos te mecieran y tú con la cuna vacía.

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Patriciaandres
Fotografía: autoría desconocida

Recuerdo la primera vez que escuché esa frase: el carnaval de las promesas.

Aquel hombre hacía referencia al carnaval del que disfrutan los niños en Uruguay, donde dedican unos días a los más pequeños, pintándolos de manera maravillosa. Nos encantó ese nombre para titular una de nuestras comparsas. Le dimos una forma especial dedicándolo a las comparsas antiguas

infantiles de la Peña Nuestra Andalucía, enfocándola como un pequeño homenaje a aquellos estupendos años en los que la cantera brillaba y en los que tantas promesas del carnaval se nutrieron de los mejores maestros y acabaron recalando en muchas de las agrupaciones adultas que ocupan la élite del COAC actual.

De todo eso prácticamente no queda nada más que promesas rotas y sueños que no van más allá de un concurso de poco más de diez agrupaciones por categoría. Un concurso que se resquebraja por sus cimientos, un carnaval del que durante los meses de ensayo nadie se acuerda, un carnaval donde muy poco de los grandes autores se dignan a colaborar más que para colgar algún estado en las redes como «yo fui cantera«.

Esta cantera no carece de talento, pero sí del interés que merecen estos

pequeños que juegan a ser carnavaleros desde la cuna porque es uno de los acontecimientos más destacados de la cultura de su ciudad. Lo viven en casa, lo sienten y en algunos casos lo traen, de alguna manera, en los genes.

Estos jóvenes merecen que se les facilite un local de ensayos, una de las mayores dificultades que se encuentran, algunos instrumentos e incluso un simple taller para una formación inicial. En definitiva, merecen que se apueste por ellos. Más allá de sus padres y madres y de los pocos que, de buena fé, forman la Asociación de la cantera, quienes este año no han podido evitar que se vuelva a cancelar la gala de lo mejó de lo mejón, ni que se ponga en duda si a los infantiles se les debe premiar económicamente, sin pararse a pensar en que ellos, para su puesta a punto, pagan sus disfraces y puestas en escena del bolsillo de cada casa, al igual que todos.

Además se cuenta con la absoluta discriminación de la prensa; la misma que se beneficiaría en el caso de que algunas de estas agrupaciones vieran sorprendentemente la luz en su etapa adulta es la que ahora apaga los focos y esconde la tinta cuando la cantera aparece en escena.

Tal vez sea absurdo escribir que todo jardín necesita ser regado para florecer y que es más fácil dejar el agua para aquellas flores que adornan y acaparan la atención de todos y no malgastarla en esas que a duras penas comienzan a germinar y, por lo tanto, necesitan más tiempo y dedicación. Pero por suerte, aun quedamos unos pocos jardineros dispuestos a hacer de ese jardín de la ilusión y la inocencia un divertido lugar en el que seguir creciendo. Y lo hacemos a cambio de muchos momentos maravillosos, a cambio de sentir cómo quince corazoncitos laten de emoción, a cambio tan solo de ver cómo les brillan los ojos a los que algún día serán sin duda alguna «El Gran Show» de nuestra fiesta.

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Laura
Imagen: Pedripol

Muchas son las veces que oí decir que no hay nada peor que una mala mujer.

La mala mujer se pinta los labios con un buen sorbo de vino tinto, se quita la chupa, se acomoda el escote y se pide otra copa sin sentirse observada. No se parar a pensar que en la mesa de enfrente hay otra mujer que la está juzgando.

Esta segunda mujer se encuentra rodeada por sus hijos y mientras pide a unos que

se comporte en la mesa se saca un pecho para dar de comer a otro, sin pararse a pensar que desde la otra esquina del local hay una tercera mujer que la señala incomoda, porque le parece obsceno enseñar las tetas  y así nos encontramos día tras día, minuto tras minuto en un círculo burlesco para con nosotras mismas y por nosotras mismas.

Y es que la mala mujer no es más que aquella que se nos escapa a nuestra manera de entender la compostura. Los valores con los que crecimos sean los que sean, adecuados o no, están por encima de lo que la actualidad nos ofrece y dejamos a un lado la libertad que en realidad envidiamos y por la que otras llevan tanto tiempo luchando.

Nos gusta la idea de poder ser quienes en verdad queremos ser pero nuestra cultura nos lo impide y así, nos colocamos nosotras mismas la soga más dura, la que nos reprime y nos mantiene sumisas, la que nos prohíbe disfrutar de nuestra autonomía en todos y cada uno de sus vértices.

Es la misma soga la que nos impide unirnos la mayoría de las veces, ya que si no tuviésemos las manos ocupadas intentando librarnos de ella podríamos

unirlas para alzarlas contra lo que nos está intentando anular. Si la soga no nos mutilará nuestra voz podríamos gritar al unísono y mucho más fuerte: ¡Basta ya!

Basta ya de tener que demostrar a cada paso que sabemos caminar, basta ya de tener que luchar todos los días por el valor de cada cosa que conseguimos, basta ya de tener que recordar lo vale una vida.

Y al llegar cansada del trabajo… te espera la casa,
te esperan los niños, el médico de uno y la profesor de la otra,
los baños, el perro, la lista de la compra,
la ropa, el puchero, los cientos de facturas, la calculadora,
las noches de llantos, los miles de quebrantos,
la luz que te cortan, te inventas un cuento y ellos ni lo notan.
Y a veces tan sola que ahora a quien cuento lo que aprieta esta soga,
La mala mujer eres tú, somos todas.

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P andres
Fotografía: Jesús Massó

Me encanta ser mujer en un mundo donde el hombre se creé mejor.

El corazón a mil, los sueños siempre floreciendo y yo mujer.

Mujer por casualidad pero gracias a la vida, con el miedo en una mano y con toda mi fuerza en la otra, levantándola con coraje hacia el infinito y gritando ¡¡yo amo, yo vivo, yo siento, yo sueño, yo puedo!!

Tuve una infancia llena de tú no juegas porqué eres niña, tú al equipo de las niñas, has ganado porque yo te dejé ganar, eres una machorra todo el día entre los niños e infinidad de coletillas de ese tipo.

El tiempo me regaló un par de alas y alcé un vuelo libre, para que no se me durmiera la voz, para que no se me secaran los sueños y no se me amargaran los momentos. Aprendí a respirar, a tomar del aire la libertad que a él le sobra, del sol tomé el calor para mis noches a solas, del mar el frío para que no me tiemble el pulso cada vez que me toque defenderme, cada vez que nos toque defendernos.

La ansiosa maternidad me llamó temprano y di vida a otras mujeres a las que ahora llevo de la mano por esta vida confusa, las enseño a caminar descalzas por este mundo que arde contra nosotras, van pasito a pasito detrás de mí mientras yo, cual safir, intento queden asombradas y observen a la vez que todo el poder está en confiar en una misma para no quemarse en el intento. Las enseño a correr en contra de un minutero soldado al reloj de la desigualdad, aquel que permanece siempre atrasado, ese al que le chirrían las agujas. No quiero que tengan que quedarse sin querer quedarse, no quiero que beban sin sed ni que sean lo que otros quieran ver. Lucho para que puedan decidir qué quieren ser y qué serán. Que puedan ser la complicidad de una hermana, el cobijo de una amiga, los consejos de una tía, que puedan ser los susurros de una pareja o, si así lo deciden, el amor incondicional de una madre; que puedan ser tierra -la mujer y la tierra están unidas por el hermoso hilo de la vida- que puedan ser siempre auténticas, de las que huelen a playa y suenan a tarde de lluvia, de las que lloran cuando duele y se secan las lágrimas con la manga para volverse a levantar lo mas rápido posible, que puedan ser simplemente personas a las que nadie juzgue por el color del que pinten sus vidas. Que puedan levantantarse, mirar al compañero y pensar: no eres mejor que yo y lo más importante es que tú lo sabes.