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Pcastilla
Fotografía: Jesús Massó

Le he enseñado a jugar al ajedrez. Tiene siete añitos. Como de costumbre, él abre la partida. Y como siempre, lleno de ilusión y esperanza por triunfar, me dice: “Abuelo, hoy te voy a ganar”. Le miro a su radiante carita y me digo: “La cara no es el espejo, es el alma”; plena de inocencia, rebosante de confianza, mirada transparente, palabras de verdad, pureza de pensamientos, ganas de vivir la vida y saborear cada momento sin necesidad de ambiciones materiales ni artificios; solo le basta un alegre amigo que le acompañe en sus sueños y juegos de nobles fantasías.

Absorto en mis reflexiones, muevo pero no juego. Continuo mirándole, ¡Dios mío! ¿Qué futuro le vamos a dejar?, ¿Qué mundo heredará?, ¿En qué momento comenzará a traspasar la frontera, donde abandone esos inmaculados valores infantiles y vaya asumiendo algunas maldades de los adultos? Me invade la zozobra por el devenir de mi nieto y, quizás, por el de otros muchos más.

¡Abuelo, jaque mate! Su vocecita exultante de alegría me devuelve a la realidad. No puede ser, el mate Pastor que le enseñé la pasada semana había acabado con mis angustias….Él, tan lleno de futuro, me había ganado, además, el presente. Yo, sin apenas futuro, había perdido también el momento.

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Pedro castilla
Fotografía: Jesús Massó

Discernir y distinguir lo que está bien de lo que está mal y actuar en consecuencia no es fácil en este mundo actual. Un mundo complejo, en el que los medios de comunicación se encargan de enturbiar aún más la realidad, con el objetivo de confundirnos y alinearnos, bajo intereses alejados de una moral honesta.

Nuestras conciencias deben librar interminables batallas para que sea la prudencia la que marque el fiel de la virtud y no lo haga un grosero exabrupto, una pusilánime indiferencia o una cómplice alineación con el mal.

¿Qué consecuencias tendría actuar correctamente ante la violencia, ante las guerras de poder, la hambruna, la escandalosa desigualdad existente, los desahucios, el desempleo o la emigración?

¿Es prudente callar ante una injusticia, permitiendo con nuestro silencio que esta se instale y se asuma? ¿Y ante una mentira? ¿Cómo ocultar el sufrimiento humano bajo la parsimonia de no señalar a quienes lo producen? ¿Denunciar un problema -sin profundizar en las causas ni las instituciones o personas que lo producen- es una manera de apaciguar la conciencia? ¿Cómo hallar equilibrio moral entre el prudente silencio o la responsable denuncia?

Suena fuerte llamar sepulcros blanqueados o raza de víboras a aquellos que provocan el sufrimiento, al igual que lo es tirar la mesa de los dirigentes económicos que tanta miseria, desesperación y muerte están ocasionando a la humanidad. Pero, si la moderación nos inclina a callar, asumir o rezar, ¿no es quizás nuestra indiferencia un cómplice con el mal?

Las fronteras entre el bien y el mal no quedan hoy definidas por una verdadera moral humana sino por unas leyes contranatura elaboradas desde el poder bajo la falaz excusa de facilitar la convivencia humana. Valores humanos propios de la espiritualidad o de la naturaleza  humana -como la acogida a un emigrante o refugiado, proteger a la madre naturaleza, negarse a tomar un fusil para matar a otra persona, ahorrar en presupuestos municipales para reinvertirlos en obras sociales o en planes de empleo o denunciar el mal que provocan estas injustas ordenanzas- se sitúan hoy en el terreno de lo delictivo.

¿Hasta qué punto la prudencia debe impedir que nuestras acciones no traspasen los límites de lo “sensatamente” correcto, marcado por arbitrarias leyes y sentencias, que contradicen a una verdadera moral humana fundamentada en la fecunda fraternidad que promueve el amor? El amor, única arma capaz de conseguir la paz y la felicidad mundial.

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Pedro castilla

Fotografía: Jesús Massó

Cuando me gritas, te chillo. Cuando me detestas, te niego. Cuando me ignoras, te maldigo. Tus desaires, provocan mi desprecio. Cuando me ridiculizas, te satanizo. Cuando me insultas, te aborrezco. Cuando me rechazas, te prefiero muerta.

Maldita espiral laberíntica que me ahoga, me atormenta y me arrastra a la tenebrosa soledad de estar angustiosamente acompañado. Perversa ley del Talión que consigue ojo por odio y diente por muerte. Huye de mi siniestra calamidad. Desdicha de los torpes enamorados.

Porque deseo vivir contigo y porque anhelo la felicidad junto a tu lado, cuando me desdeñes, te valorare. Cuando me aflijas, te sonreiré. Cuando me desestimes, te aceptaré. Cuando me evites, dulcemente te miraré. Cuando me repudies, te abrazaré, y si me rechazas, será mi corazón quien te acaricie. Y así hasta que mi alma seduzca a la tuya, porque el amor siempre termina venciendo.

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Avion edificio

Fotografía: Jesús Massó

El idilio de Cádiz con el mar es tan antiguo como su propia historia. Por el mar arribó y partió el esplendor de una urbe marinera, cultural, mercantil e industrial.

El mar sirvió de arma de resistencia, allá por 1812, cuando las Cortes Generales promulgaron en Cádiz la primera Constitución del país, con la que se conquistaron derechos tan elementales como el sufragio universal, la soberanía nacional, la separación de poderes, la abolición de la Inquisición y la libertad de imprenta e industria, entre otras promulgaciones.

Antes, y mucho antes de aquel momento, entonces y ahora, la bahía de Cádiz se sirvió del mar y de su situación estratégica para sobrevivir y renacer. Probablemente, ni el ayer, ni el mañana de Cádiz serían el mismo sin la industria que gira en torno a su bien más preciado: el mar. De ese buen o mal aprovechamiento, siempre se produjo su grandeza o su declive, como lo demuestra la historia o los momentos actuales.

Representa un suicidio laboral, social y económico ofrecer la espalda a nuestro principal recurso. Bajo ningún concepto se debería abandonar, o adormecer, el conjunto de actividades productivas derivadas de las aguas que nos rodean, como son: la industria naval, los puertos de la Bahía, la pesca -hoy desarrollada además en la  acuicultura- y las diversas actividades deportivas y recreativas emanadas del mar. Como ahora nos lo demuestran las bondades sociales, económicas y culturales obtenidas por la Gran Regata.

La metrópolis gaditana, compuesta por esas cinco ciudades acariciadas por las cálidas aguas de su Bahía y bañadas por las del Atlántico, portadoras del mismo ADN geográfico, histórico, cultural e industrial, se enfrenta al momento histórico de tener que defender, o defenestrar lo suyo. Y si decide enterrar su historia,  estará condenando su futuro.