Pepe Maestro es autor de literatura infantil. Es decir, invisible y armónico.
Además, y por si no fuera suficiente, utiliza su propio nombre como pseudónimo.
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RUTINA
El hijo del pirata preguntó:
-Papá, ¿qué es la rutina?
Y el pirata, suspirando con cierta desgana, contestó:
-…abordar un barco, huir de la justicia, vomitar a sotavento, naufragar, vaciar un barril de ron y navegar en él hasta una isla, enterrar un tesoro, maldecir continuamente, tener un amor en cada puerto, dormir bajos las estrellas…, en fin, hijo, lo de siempre.
SUSPICACIA
Las vacas planeaban un gran robo.
-Tú te quedas fuera de ésto- le dijeron a la que llevaba el cencerro.
EL EGOÍSTA
Había una vez un hombre tan egoísta que duró muy poco tiempo sobre la tierra.
Lo necesario para tomar aire y decidir que no lo compartía.
Pepe Maestro,
VV. AA. 101 PULGAS, ed. Palabras del Candil
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Al final se mezcló todo. No sé si alguien lo vió venir pero de algo estoy seguro: nos avisaba. Con lentitud, pero nos avisaba.
Fueron semanas, meses, hasta años los que tuvimos para verlo.
Ahora, a río pasado, es fácil decir que se sabía y tal y tal.
Concebirlo nadie lo concibió, que aquello salió solo.
Las calles tan apretadas como iban y nadie sin salirse cuando aún se podía. ¡Una locura! Porque si se llega a saber, más de uno se hubiese largado y hubiese desinflado en algo las filas. Pero nadie lo hizo. Y las calles venga a incorporar gente, amontonándose, abigarrándose. Que la propia palabra lo dice, juntándolo todo sin guardar orden. Al final, lo único que nos unía era un codo en la boca, una axila mal puesta en tu costado, una entrepierna caída…
¡Parecíamos un río y, a la vez, la nave de los locos!
La mezcla gorda se produjo de manera curiosa. Maligna pero curiosa.
Las calles se habían calentando en los últimos años. Al principio, era como por bandos. Separados. Tú por aquí y yo por allá. Pero algo tendría que ver quién ocupaba más sitio. Ninguno decía que compitiera con el otro. Pero se hacía.
Uno de ellos tomaba un día y el otro el siguiente. Así, hasta que se ocuparon todos los días. Al no quedar ninguno libre, y como la cosa no se cejaba, vino lo de amontonarse los unos contra los otros. Se acaparaba todo lo que se podía. Y no ya los días, que se habían agotado, sino sus trozos, que hasta las horas y minutos se pedían y se contaban. Aquello ya había tomado la carrera de la locura.
No había calle sin novena ni esquina sin romancero. Ya era siempre estar en la calle y nadie se volvía a su casa. Y cada vez más gente. Llegando. Desde todas partes. Sin cesar. Y mira que Cádiz es chico, pues más se entraba y se cabía.
Cuando nos reíamos, y de eso hace tiempo, recuerdo que el chiste era llamarnos el Serengeti. Los ñus apretados para cruzar por el río infectado de cocodrilos. Que la mayoría se lanzan sin ver lo que hay. Tan solo porque tienen que hacerlo y los demás ya lo están haciendo.
Los que nacímos aquí, y solamente al principio, lo teníamos más fácil. Sabíamos los atajos y, casi siempre, aunque el rodeo fuera grande, nos las apañábamos para escapar de algún modo.
El problema gordo lo tenían los visitantes. ¡Atascados! ¡Siempre atascados! Te pedían ayuda y se la proporcionabas… hasta un límite. Porque lo que no era normal era quedarte tú también allí, varado por tener que explicarle todos los vericuetos, las posibles salidas, los túneles de escape. ¡Además, nada te garantizaba el éxito!
Todo se recomponía por momentos y había que estar estudiando la situación una y otra vez. ¿Tú como le explicabas a la gachí o el gachó que después de escucharte treinta o cuarenta minutos, de señalarle en el plano las alternativas, que todo eso no servía ya para nada, que las calles habían cambiado otra vez, y que las salidas, ahora, estaban por otra parte?
¡Que se las apañasen como pudiesen! ¡Era inevitable! Para eso estaban las aplicaciones, las guías de ayuda (como las vendían) y que acababan desinstalándose porque te quemaban el móvil con tanta actualización inservible.
Aquello -ya digo- era de locos…
Aunque si uno lo piensa ahora, sucedió lo que tenía que suceder.
Era un locura pero nos avisaba.
Había que estar allí viviéndolo y sin entender nada.
Quizás, los primeros que supieron lo que se nos venía encima fueron los que intentaban llevar para delante los dos bandos. Vale que también les fue en eso de adelantarse a la locura. Como ya no les daba tiempo ni podían estar en un lado y en el otro, se les veía la mezcla, cómo les sobresalía el tipo debajo del uniforme de la banda o al revés, el traje de chaqueta con aquellos listones rojos asomando por el disfraz de Mary Poopins. Y a veces, ya confundidos, ¡hasta metían un cuplecito en la letanía!
Muchos, me consta, comenzaron a despedirse de su familia. Les decían:
-Tengo que bajar a la calle. Puede que vuelva en otoño.
Y es que todo resultaba cada vez más impredecible.
Y entonces, un día, ¡¡PUM!!, la mezcla a golpe, que lo precipitó todo. Era como haber llegado al punto de ebullición. Y sin nadie que apagase el hervor.
Fue la luz quién lo cambió o, mejor dicho, lo fundió hasta disolverlo.
No era solar. Era otra cosa.
Como si fuese un platillo volante de las películas pero sin marcianos.
Y descendía lentamente con tanta virulencia, tanta potencia los haces, que al final, la luz más que iluminar nos cegó por completo y ninguno veíamos sino aquello que nos cubría.
Las procesiones se detuvieron porque no había espacio ni manera de conducirlas. Las penitencias se quedaron colgadas entre coro y coro. Solamente se oía algún romancero o alguna banda lejana, pero cada vez más bajito, como si al estar cegados, les diera cosa tocar con más fuerza.
Y luego, cuando la luz ya se dispersó, parecía que seguíamos ciegos porque ya nadie daba crédito a lo que ahora veíamos. Todo se había mezclado.
Ibas a escuchar a las Talegueras y allí estaba la virgen de la Melancolía. Alzabas la vista hacia el paso y la del Perchero cantaba bajo la cruz. Si había latín, era a ritmo de tres por cuatro. Y la gente lo mismo soltaba un laude que un amén después del cuplé.
Ahora, después de haber visto tanto cristo en la batea, uno no se asombra. Pero entonces, nadie entendía nada.
Y la gente llegando, sin cesar. Cada vez más gente en las calles.
Hasta que llegó un momento en que ya no se veía otra cosa: gente, gente, gente.
Los que andábamos en la riada avisábamos a los que se asomaban por los balcones y ventanas. Unos pocos quedaban que no entendían lo que se les gritaba. Y era por protegerlos. Se creían que tenían que bajar porque todos estábamos allí en la calle. Lo mismo que los ñus. Y nada más salir de sus casas, la riada se los comía y ya no podían regresar.
Recuerdo una vez, hace ya mucho, en plena vorágine, me encontré con un amigo asomado al balcón. Era Paquito el Empalmao, que le llamábamos así por ser electricista. Le grité: ¡No bajes, No bajes! Aunque no te quede nada en casa, no bajes. ¡Comete los enchufes si es preciso! ¡Que esto es peor! ¡No bajes!
No sé si me entendió, pero ambos nos despedimos con lágrimas en los ojos. Creo que el pobrecito ya lo tenía decidido.
Ahora la riada ya no hay quien la pare y sigue aumentado de modo continuo.
Y la verdad, uno ya no sabe de qué se nutre. Los puentes y la salida de San Fernando se colapsaron hace años y la bahía parece un cementerio de autobuses ahogados.
¿De dónde sale la gente? Es como si la propia riada la generara. Como si fuese un magma hirviendo y dando vueltas sobre sí misma.
Se escuchan cosas. ¿Cómo no vas a escucharlas? Pero a ninguna le doy crédito.
Antes se decía que habían levantado un muro para que no viniese más gente.
También que un tercer puente nos desatascaría.
Todo mentiras. Pero a algo hay que agarrarse.
Lo de dormir es curioso y, con suerte, puedes liberarte un poco.
Como la gente está tan apretá es imposible caerse. Comienzas soñando en una calle y al despertar uno no sabe dónde se encuentra. Es difícil reconocer cada cosa y todo parece ya lo mismo.
Y lo de comer…, lo de comer es diferente.
Hubo una época en que nos sobrevolaban las avionetas y nos arrojaban, lo mismo que cuando las pelotas de nivea, algo de comida en paracaídas.
Una vez hasta nos cruzó una avioneta contra incendios. En vez de agua, llevaba papas. Papitas chicas y sin aliñar que las iba soltando. ¡Y suerte si alguna se te estrellaba en la cabeza! que, aunque doliera, luego, se rebañaba algo.
Ahora, ni eso. Nos comemos el tiempo que nos quede.
Algunos, los que van de filósofos, después de mantener su rostro apretado contra el tuyo toda una noche, te quieren entretener con la pregunta: ¿quiénes somos?, ¿qué hacemos aquí?
-La mayoría somos público- les contesto- pero ya no sé qué estamos viendo. Aquí nada más que hay gente, gente, gente por tos lados.
Luego, cuando les veo desfallecer, les pido que resistan, que se acomoden. Me miran implorantes y con más extrañeza si cabe.
Llevo tres días en Feduchy y algo gordo debe haber por el Palillero. De vez en cuando se sienten los coletazos, que aquí somos todos uno y lo mismo. Nos recorre un calambre, como si alguien metiera los dedos en corriente y nos la traspasara a todos.
Con todo lo que te llevo contado, también, a veces, se produce el milagro.
Por mucho que nos incrustemos los esqueletos unos con otros y lo único que se oiga es el lamento, los gemidos, los jadeos continuos, a veces, se produce el silencio. Y es la riada entera que calla, desde la Viña hasta Puntales.
Y entonces, sí. Se escucha.
¡Como ahora! ¿Oyes aquello?
¡Son las maniquetas del Pedro Pablo y el Selu! Esos dos curas con coloretes. ¡Infatigables! A mí me recuerdan a los de Filipinas. ¡Los pobres…! ¡No llevan años así y sin poder bajarse del paso!
¡Y dale con los espasmos y las toses asfixiantes!
¡SEÑOREEEEES…..AMOAESCUCHÁA!
Tiempo de lectura ⏰3minutitos de ná
Fotografía: Juan María Rodríguez
Compré a Neymar Junior por 223 millones de euros (uno más de lo que daba el Paris Sant Germain) y me lo llevé a mi casa.
Lo senté en la cocina y esperé a que se hiciera un selfie y lo colgara en las redes sociales. Pero no lo vi con ánimo de querer compartir algo en ese momento con sus millones de seguidores.
Es cierto que la cocina estaba a oscuras y sin recoger, con migas de pan duro sobre la mesa y alguna que otra monda de fruta dispersa en el abandono. Es lo que tiene aquello de salir corriendo sin más horizonte que aprovechar las rebajas…
-¡Ney, tenemos que hablar…!- le dije.
Y enseguida me arrepentí. Me sentí extraño con aquellas palabras en mi boca que sonaban a frase de pareja mal avenida. Y eso que apenas habíamos comenzado nuestra relación.
Le dejé solo y me dirigí al cuarto de baño. Llené de agua el lavabo y me enjuagué la boca (puede que queriendo borrar todo resto de aquella frase).
Luego, hundí mi rostro un tiempo largo hasta que la necesidad de tomar aire me hizo sacarlo de un modo apurado. Cuando abrí los ojos pude distinguir el rostro de Neymar Junior que me acompañaba junto al espejo. Reconozco que pegué un respingo y evité cualquier reproche cediéndole amablemente el cuarto de baño.
Detrás de la puerta escuché con paciencia el chorreo de sus necesidades.
Mientras tanto, dudaba si debía tomarle por la mano y mostrarle su cuarto o era mejor indicárselo sin más.
Pensé que sonreiría al ver el balón de fútbol, la bandera brasileña y un par de osos de peluche algo desvergonzados que había encontrado en un chino: uno sacaba la lengua con el dedo corazón alzado; el otro poseía sin más una sonrisa gamberra que se acrecentaba por unas desproporcionadas gafas de sol. Al menos, eso me parecía.
Neymar Junior, sin embargo, no mostró ningún entusiasmo por alguno de los cuatro objetos y se limitó a sentarse en la cama como si estuviese aguardando alguna cosa. O más bien, lo peor, como si ya no aguardase ninguna.
Pensé que, al menos, él estaría acostumbrado. Pronto comprobé mi equivocación. Estaba actuando como si fuese su primera vez.
Lo único cierto es que para mí sí lo era; nunca antes había comprado un ser humano. Me sentía de un modo incalculablemente extraño.
Le vi extraer unas fotos de su mochila y colocarlas en la mesita de noche. Los marcos eran demasiado grandes y no cabían en el mismo plano. Estuvo un rato pensando hasta que finalmente se decidió por colocar a su padre delante de la lámpara y a Lionel Messi detrás de ella, puede que en un segundo plano pero también más íntimo y resguardado.
Se colocó los cascos sobre sus orejas (quizás más grandes que los propios marcos) y se tumbó en la cama con los ojos cerrados, aprisionando también cualquier atisbo de conversación.
En ese momento comprendí que no debía mostrarme débil. Y mucho menos, hacerle suponer o imaginar, que él, algún día, pudiera llevar las riendas de la casa.
Así que le dije con voz potente por encima de su rap privado:
-¡En esta casa se cena a las nueve!
Neymar Junior abrió sus ojos, alzó el pulgar e inclinó mansamente su cabeza.
Cuando cerré la puerta suspiré hondamente. Me sentía estúpidamente vencedor de aquel primer encuentro.
También, con unos irremediables deseos de llorar. Con todo, y con gran esfuerzo, me contuve.
No podía ceder a la pavorosa idea de haber malgastado mis ahorros.
Tiempo de lectura ⏰2minutitos de ná
Imagen: Pedripol
El Diario de Cádiz ya no es de Cádiz.
Es de Sevilla.
Cientocincuenta años después se despidió con una exposición en la verja del muelle y una comida en la antigua estación de Renfe.
Invitaron al rey que vino a decir que Cádiz es de primera aunque todos sabemos que milita en segunda.
¡Menos mal que poco después vino el jeque con su yate Yas y lo atracó pegadito a la verja!
El yate Yas es algo irreal, fuera de toda comprensión. Pero a los gaditanos nos distrae. ¡Lo mismo que hacía el diario! Es como un parque temático, un sueño de alguien exageradamente rico. Y ya se sabe, en Cádiz no abundan los exageradamente ricos…
Puede que el yate Yas anime a otro yate. ¡Quizás al yate Bis!
Sería bonito: Yas y Bis juntos en Cádiz, proa con proa, como dos amantes de invierno.
Yas tiene un halcón cometa que espanta a las gaviotas e impide que se posen y ensucien su casco. Es un remedio ingenioso y barato para alguien que puede permitirse tener a varios vigilantes veinticuatro horas al día durante todo el año. ¿Pero para qué si puede solucionarse con un halcón cometa imaginario…?
Igual que el diario. ¿Para qué seguir en Cádiz si Sevilla es mucho más económica y da más prestigio imprimirlo?
Me pregunto si el halcón imaginario del Diario serían la verja y la comida y el nombre, ¡claro!: DIARIO DE CÁDIZ, desde 1868.
Pero ahora sabemos que el diario de Cádiz ya no existe.
Murió en Agosto del 2017, en vacaciones y a escondidas, sin armar ruido.
No tiene sentido seguir llamándole así, DE CÁDIZ.
Es la misma falacia que cuando en el puerto de Cádiz aparece el cartel de ¡Bienvenidos a Sevilla!
Siempre me he preguntado si a los turistas les engañan camarote por camarote o en grupo.
Si no fuera por las familias que deja tiradas, no deberíamos llorar la huida del Diario.
Puede que dentro de unos años el yate Yas atraque también en Sevilla. Para entonces, seguramente, los yates Yas ya no valdrán lo que valen hoy. Serán historia. Igual que el diario.
Los gaditanos nos habremos reconvertido en un megacrucero urbano, en la primera ciudad flotante y dirigible del mundo. Seremos anfibios, universales y chirigoteros. Podremos dirigir nuestra surcadura donde queramos. Incluso, si nos apetece, arribar el Guadalquivir y plantarnos todos en Sevilla. Como el Diario.
Pero me da a mí que en esta ciudad, los fiordos noruegos y el Caribe tiran bastante…
Tampoco sería mala idea que Cádiz entera atracase por unos días en La Habana. Además, así también podríamos visitar la antigua rotativa del Diario. Tan solo es cuestión de raíces.
En fin, pelillos del Yas a la mar,
desde El Tercer Puente, y hecho en Cádiz por ahora…
Tiempo de lectura ⏰4minutitos de ná
Fotografía: Jesús Massó
Le pregunté a mi perro, al modo de Miguel Mora, si opinaba que España era una mierda.
Mi perro, si bien es de pocas palabras, no rehuye ningún tema y siempre tengo en cuenta su criterio. No es que los temas políticos, jurídicos, sociales, constitucionales… sean su fuerte; tampoco lo considero un perro especialmente informado, pero a su modo, es capaz de alumbrar algunos interrogantes.
Arqueó su lomo, estiró sus patas delanteras y alzó las traseras, en una composición que recordaba en parte el saludo al sol.
-Si quieres hablar no tengo inconveniente pero hagámoslo en otra parte- parecía aconsejarme.
He de decir que mi perro, al igual que otros caninos, pertenece a la escuela peripatética, y prefiere conversar andando, a sabiendas de que el cuerpo y el intelecto se hallan firmemente unidos.
Nos fuimos a los Toruños, esa maravilla a escasos minutos de Cádiz, y unas cuantas gallinas nos recibieron con gran alborozo. Más allá, un gallo cobarde e imponente fanfarroneaba:
-¡No me provoquéis, no me provoquéis….!
Decidimos tomar un estrecho corredor de retama en flor que semejaba un paseo nupcial. Cuando lo cruzamos pretendí iniciar de nuevo la conversación:
-¿Y bien?…
Pero el perro (me encanta lo anterior) no parecía dispuesto a abordar el tema de un modo directo. Un rastro, sin duda más acuciante, llamaba su atención. Se introdujo de modo temerario por unas chumberas que se hallaban orladas por un tapiz azul y amarillo de flores silvestres. Esperé un buen rato hasta que apareció raudo detrás mía, precedido, eso sí, de un lagarto enorme y de un verde chillón que contrastaba con la suavidad floral. El lagarto huía en dirección a un enorme arbusto de romero. Llegó a tiempo, un par de segundos antes que mi perro, que lejos de darse por vencido, lo acorralaba con incesantes ladridos que rasgaban el silencio de la laguna.
Algunas aves decidieron batir sus alas hacia la lejanía.
No me lo estaba poniendo muy fácil y decidí repetirle la pregunta:
-¿Crees que España es una mierda?
De repente, más allá, un conejo corría hacia el norte y su trasera blanca era un señuelo tan llamativo que ningún perro que se precie puede desperdiciar.
Me vino a la cabeza eso de que el nombre latino de España significaba precisamente tierra de conejos. Me alegró recordarlo pues mi perro es muy dado a conversar por el sistema de Revelación.
Aunque pronto comprendí también que no iba a ser una conversación o revelación fácil. Sobre todo por el pacto que mantienen mi perro y los conejos: es un pacto de instinto.
Mi perro, obviamente, se encuentra bien alimentado como perro urbano y doméstico que es. No necesita cazar para su supervivencia. Pero de ahí a eliminar su instinto hay un trecho que no pretende recorrer. Digamos, que si atisba un conejo, no atiende a razones que no sean sino las puramente depredadoras. Ahora bien, eso no quiere decir, que siempre lo haga en la dirección más ajustada. Si algo he aprendido de los perros es que los humanos, algunas veces, sobrevaloramos en exceso la racionalidad. Si aparece un conejo corriendo hacia el norte mi perro lo hace hacia el sur; si el conejo gira hacia el oeste, busco a mi perro hacia el este. Al final, fuera de toda lógica, mi perro y el conejo acaban encontrándose (a no ser que se trate de otro ejemplar y yo no los distinga).
El conejo siempre busca el refugio, sea de la maleza o de la madriguera. Mi perro lo acosa hasta la exasperación y aunque lo intenta por una o varias salidas, he de decir, que afortunadamente para mí (y me temo que también para él) mi perro no ha cazado un conejo en su vida; solamente los persigue en un juego natural y que termina con un jadeo de ojos desorbitados y un rostro feliz que te mira extasiado diciendo:
-¡Está guay!¿Porqué no te animas?
Aquella mañana además añadió:
-Tú queráis hablar, ¿no?
Asentí convencido de que por fin mi perro entraba en razón, cuando otro rastro llegó a su olfato. Lo noté enseguida. Su rostro puso aquel movimiento de “espera un segundo” y antes de que yo pudiese detenerlo ya se había abalanzado sobre una enorme boñiga de no se qué animal.
He de confesar que a mi perro le encanta restregarse sobre algunos excrementos. No quiero decir que lo haga con el primero que vea sino que lo hace de una manera selectiva y pasional. Cuando encuentra una mierda que le convence agita su cuerpo de tal modo, con tanta insistencia y ferocidad, que si la mierda no queda incrustada hasta la última capilaridad de su cuerpo, no halla la satisfacción.
Esto, dado que convivimos juntos, me supone una gran zozobra y desesperación
Alguna vez me han dicho que el perro lo hace por su instinto de cazador, para camuflarse y adoptar otro olor que no sea el suyo. Yo sinceramente, creo que lo hace para putearme.
Si a continuación, el perro halla la paz espiritual y con ojos claros, serenos, que sobresalen aún más de ese tono parduzco y recién estrenado, te pregunta: –Y bien, ¿que me querías decir?, a uno se le queda el rostro lelo, abotargado incluso por tanta lelez, la pregunta colgando en tu interior…¿crees que España es una mierda?… tu perro feliz, imbuido de todo aquello que uno recela, y sobre todo, alumbrado una vez más por su sencillez, por la infinita sabiduría del instinto.
Todo depende del cristal por el que miras, parece decirme una vez más el maldito, feliz, amado perro.
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Fotografía: Juan Carlos González-Santiago
Es aquel que conocemos de toda la vida aunque, en realidad, ignoramos muchas cosas sobre él.
No sabemos de su origen ni de donde procede.
Pero digamos que lo hemos visto crecer y que hace nada, su cuerno, era apenas un pequeño bulto algo más arriba del entrecejo.
No sabemos dónde duerme ni le hemos visto comer.
Pero siempre está ahí, en cualquier esquina, apoyado en una farola o trotando en un solar vacío.
Suele beber a medianoche en la fuente de la plaza.
A pesar del asfalto, su caminar es silencioso
Sin oficio declarado le hemos visto detener el tráfico a la salida del colegio, llevar colgado en su cuerno la compra de un viejecita o transportar sobre su lomo a más de un borracho taciturno.
Jamás pide alguna cosa. Quizás, silencio.
Se le tiene respeto y, a su paso, sin saber muy bien porqué, no se discute.
Siempre se le habla en voz baja y, mucho mejor, con la mirada.
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