Queridos amigos:
Me vais a permitir que ponga en vuestro conocimiento algo que me vi obligado a hacer contra mi voluntad. Cosa de la que me arrepiento y de la que continuaré arrepentido hasta el último día de mi vida. Durante algunos años estuve inmerso en una ocupación profesional tan extraña que ni siquiera se le ha dado un nombre. Por eso la voy a denominar de manera interina como “cambiaféretros”.
Tengo título de ingeniero informático. Pero del mismo modo que los arquitectos, hoy en día, acaban trabajando de camareros, yo me tuve que aferrar a la primera oportunidad laboral que se me presentó una vez terminada la carrera. Entré de este modo a trabajar en una funeraria. Hasta ahí todo perfecto. Mientras me salía algo en lo mío y tal. No ocupé ningún puesto en la parte administrativa de la empresa, como hubiese sido lo más lógico, dada mi capacitación profesional. Me destinaron a primera línea del frente, es decir, en contacto directo con los cadáveres. De la noche a la mañana, con todos mis conocimientos informáticos, me vi en la boca de un horno crematorio, alimentando el fuego con los cuerpos de los difuntos para que ascendieran directamente al cielo por medio del humo denso de las chimeneas.
Hasta ahí la desagradable tarea habría sido como estar a las puertas del infierno, pero no directamente en él, como a mí me ocurrió. Solo tenía que ocuparme de que el horno alcanzase los grados de temperatura adecuados y empujar el ataúd, previamente montado sobre un riel, hasta el interior, allí donde era finalmente acariciado por las llamas. El demonio que me obligó a cometer los pecados que me enviaron directamente a las brasas fue el encargado de personal de la empresa funeraria, mi inmediato superior.
Me citó un día en su despacho para advertirme de que si quería conservar mi puesto, tenía que contribuir con mayor entrega a la rentabilidad de la empresa. Le contesté que no había problema, y justo ahí comenzaron mis problemas. Según la horquilla tarifaria impuesta por la propia firma, el precio del féretro más económico para las cremaciones rondaba los mil euros. Había, claro está, modelos de un lujo absurdo, de alta ebanistería y acolchamientos de satén, que podían rondar en torno a diez veces más. Algo así como los banquetes de boda, donde se acaban tirando a la basura los solomillos a la castellana debido al hartazgo de los invitados, pero en nuestro caso en el tétrico festín de las despedidas.
Fuera como fuere, la cuestión es que en las más altas instancias directivas se empezaron a cuestionar, y no andaban faltos de razón, que era una lástima arrojar a la pira como mínimo mil euros de envoltorio con cada cadáver. Ahí entró mi persona en liza. El encargado me asignó la tarea de darles el cambiazo a los valiosos cofres antes de introducirlos en el horno. Fabricaron réplicas barnizadas en material plástico de cada uno de los modelos, con la calculada intención de quemarlos en lugar de los de madera, aumentando de este modo doloso los beneficios en los balances anuales. A mí me retribuían mi labor con un incentivo extra por cada cambalache. No me quedó otra que aceptar, dado mi ridículo sueldo mensual.
Antes de enviarlo a las entrañas del fuego, yo les mostraba a las compungidas familias el cadáver para su reconocimiento, embutido en el ataúd original que habían pagado a tocateja o durante toda una vida a base de cómodas mensualidades. Obligada operación que los deudos no podían observar con la suficiente nitidez a través de una amplia cristalera, empañada esta por el vaho de las diferencias de temperatura entre uno y otro lado del grueso cristal y anegados sus ojos por las lágrimas. Entre la sala del reconocimiento y el horno, yo pasaba con el féretro por una dependencia intermedia donde llevaba a efecto el trueque con rapidez de trilero, es decir, en menos tiempo del que tarda un equipo de ingenieros mecánicos en cambiarle los neumáticos a un fórmula uno. Los féretros tenían uno de sus laterales abatibles, sujetos por gruesos pestillos ocultos por el enguatado. El carro de transporte estaba dotado de un mecanismo eléctrico de palanca que inclinaba al féretro precisamente hacia el lateral que se abría. Colocaba los dos féretros en paralelo, el original y la copia, uno junto al otro con sus laterales abiertos, y el difunto rodaba del primero al segundo como una piedra por una ladera. A veces los cadáveres acababan un poco despeinados y con la corbata torcida tras la violencia del volteo, pero eso no se echaba a ver una vez acerrojado el segundo féretro en dirección al infierno. La cosa es que la fraudulenta operación podía ser llevada a cabo por un solo operario digno de toda confianza, en este caso yo, sin necesidad de testigos que pudiesen irse de la lengua.
Hice esa operación en multitud de ocasiones, generándole a la empresa pingües ganancias. Las desavenencias llegaron con el caso de los gemelos. Estos dos hermanos, como si tuvieran sellados un mismo destino trágico en consonancia con su nacimiento, murieron juntos en un accidente de coche. El encargado de personal se empeñó en que la remuneración extra se debía consignar como una cremación individual, a pesar de tratarse de dos cuerpos diferentes, con el doble de fraudulenta operatividad correspondiente, amparándose en el argumento vago de que eran gemelos univitelinos.
Se acabó imponiendo su criterio. Pero yo, despechado y furioso contra mí mismo por haber estado colaborando con aquellos carroñeros, aproveché para abandonar mi puesto y llamar a un amigo mío, que había terminado periodismo pero que trabajaba en una imprenta, para que tocara a sus contactos a fin de que la estafa del submundo fúnebre saltara a luz pública. Eso fue lo que finalmente ocurrió. Yo me he quedado sin trabajo, pero esos facinerosos andan ya entre rejas.