«Vivíamos allí el fuego y yo«
‘Walden’, Henry David Thoreau
El canto de los pájaros es la música de las pandemias, escribo en mi diario. Nos tocó encerrarnos y devolver el aire a sus legítimos herederos y las calles a los gatos callejeros y al mundo sus silencios. Nos tocó viajar a casa. Camino por los corredores estrechos, escuchando tan sólo el eco de mis pasos, cuando empiezo a darme cuenta de que soy extranjero de sus paredes, que hace mucho que olvidé aquello que se invoca al pronunciar la palabra casa. No es un techo ni un refugio, casa debería ser sinónimo de hogar y la mía un día dejó de serlo. Sin embargo, conforme va pasando el encierro, empiezo a escuchar su respiración y mi manera de percibir el tiempo se adapta a ella (“Quizás la experiencia de ese tiempo de crisis sea como vivir en el interior de un paréntesis”, dice Menchu Gutiérrez en Siete pasos más tarde).
Oigo a Thoureau hablar desde su cabaña en Walden: “quizás sería bueno que pasáramos más días y más noches sin ninguna barrera que nos aísle de los cuerpos celestes, y que el poeta no hablara tanto protegido por un techo, o que el santo no viviera ahí dentro tanto tiempo. Las aves no cantan en las cuevas”. Pero como eso es imposible ahora mismo, me pregunto desde mi cuarto qué es viajar realmente. Me responde Bernardo Soares en El libro del desasosiego: “¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy día a día, como de estación a estación, en el tren de mi cuerpo […] La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros”. Y me dejo llevar por Xavier de Maistre que en Viaje alrededor de mi habitación escribió “ningún obstáculo podrá detenernos, y, entregándonos alegremente a nuestra imaginación, la seguiremos por todas partes a donde le plazca conducirnos”. Al igual que él, en mi casa “rara vez recorro una línea recta; voy de mi mesa hacia un cuadro que está colocado en un rincón, de allí parto oblicuamente para ir a la puerta; pero aunque al partir mi intención sea dirigirme allí, si me encuentro en el camino con mi butaca, no me lo pienso, y me acomodo de inmediato” y este es el modo en el que, como iba diciendo, empiezo a sentir que una casa es algo vivo. Ahora entiendo esos cuatro versos que Carlos Edmundo de Ory dedicara a su hogar de Amiens, la Cabaña: “Mi cabaña es preciosa / Conoce mis cantos amargos / Y el silencio me sonríe / Es preciosa mi cabaña”.
Cada inspiración y espiración de la casa se sincroniza conmigo. Mis ánimos se hacen palpables en lo abstracto del concepto hogar. Poco a poco, todo empieza a concretarse. La disposición de los elementos en las distintas estancias desvela optimismo o esperanza, melancolía o furia. No es recomendable pelear contra tu casa, pues tu casa eres tú, pero cuídate de ella, que no es inocente e intentará hacer de las suyas. Siempre tienes la opción de escucharla. Como el filósofo Atenodoro, que resolvió las apariciones fantasmales de su vivienda atendiendo la petición de un antiguo morador fallecido. Lo narra Plinio el Joven en una carta considerada la narración de casas encantadas más antigua que se conserva: “Había en Atenas una casa espaciosa y profunda, pero tristemente célebre e insalubre. En el silencio de la noche se oía un ruido y, si prestabas atención, primero se escuchaba el estrépito de unas cadenas a lo lejos, y luego ya aparecía una imagen, un anciano consumido por la flacura y la podredumbre”. En cualquier caso, en estos tiempos es importante que la casa no te expulse y así evitar la solución drástica de los hermanos de Casa tomada, el relato de Cortázar: “Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada”.
Sin embargo, siguen pasando los días de este encierro y me atormenta la certeza de que hay personas que realmente desean que sus llaves desaparezcan por las cloacas, y se las trague el mar al que he dejado de asomarme. Mujeres sin Un cuarto propio o, lo contrario, condenadas a una habitación como en el relato de Charlotte Perkins Gilman, El papel amarillo, donde la protagonista es recluida contra su voluntad por su marido. Como siempre pasa, en el cuento, los monstruos de la casa son los miedos propios: “¡Qué amarillo más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas”. También me atormenta en estos días que haya quien no tiene casa, techo o comida; como me atormenta que haya niños que todo lo que han conocido por hogar sea un campamento de refugiados; como me atormenta que haya tantos miles de personas en los hospitales; como me atormenta que no me salgan las cuentas. Y en estas ando cuando llegan las noches, intento leer sin temor y vuelvo a Ory, “Y sufrimos / Damos vueltas y más vueltas en nuestro lecho de miseria / Y debajo de ese lecho / está el cielo y no lo sabemos”. Escarbo en busca de ese cielo para evitar convertirme en El rey de las ruinas, para evitar decir que “Mi casa es un relincho de muerto monocromo”.
Así paso el tiempo dentro de mi paréntesis, intentando hacer de esta convivencia con ese otro yo que se llama casa algo llevadero. Busco consejo en las palabras de alguien que pasó buena parte de su vida en reclusión, Emily Dickinson: “Para fugarnos de la tierra / un libro es el mejor bajel; / y se viaja mejor en el poema / que en el más brioso y rápido corcel”. Reivindico este encierro como un viaje hacia mí mismo. Tampoco estoy tan mal, empiezo convencerme. Al fin y al cabo, como dice Thoreau, “normalmente estamos más solos cuando nos reunimos con los demás que cuando permanecemos en casa”. Busco crear algo bueno. No productivo, como nos impone el capitalismo, tampoco librar una batalla, como nos demanda la retórica del poder. Antes, el trabajador, mirando el fuego al atardecer, purificaba sus pensamientos de la escoria terrenal, leo en Walden. Ahora, en cambio, nos deslumbramos en las pantallas hasta acabar ciegos de odio. Busco el fuego de esta casa en mi interior. Avivo la llama que llevo dentro y que contiene todas las cosas del cosmos. Me detengo en la ventana de la cocina: “Miramos con la escueta certidumbre / de hallar tras la rotura a un hombre nuevo”, escribe María Alcantarilla en Introducción al límite. Cuando El ángel exterminador nos permita salir, ojalá que todas las personas que lo deseen griten como Anna Ajmátova: “Yo brindo por la casa arruinada, / Por la vida que sufrí”. Yo, por mi parte, sólo pretendo llevar el fuego de mi hogar a ese hogar común que es el mundo. Y espero que muchos lo hagamos para que, cuando arrecie la somanta de garrotazos que ya empezó, seamos más los que intentemos transmitir la comunal esperanza de encontrar bondad en lo nuevo. Para eso dedico mis días de clausura a la Invocación del fuego, repitiendo un pareado con eufonía de mantra que puedes hacer tuyo si te ayuda a encender tu hoguera: “Hay un misterio que hace tiempo no llama. / Que prenda la llama, que prenda la llama”.