Hay quien se levanta angustiado -quizás ha pasado toda la noche en vela por mor de pesadillas inenarrables musicadas por el martilleo de las agujas del reloj- ante la incógnita de qué insignia ondeará hoy en la plaza de Sevilla o en el balcón de San Juan de Dios. Y es que hay mucho gaditano que pierde el sueño con las banderas y se despereza frotándose las manos pensando en el momento en el que pueda poner sus propias banderillas en el lomo del paisano de la gama cromática opuesta. Este pueblo nuestro es torero. Sí señor. Ritualista. Tan ancestral que el pensamiento mágico y simbólico, parte indosoluble de su masa madre, parece, a veces, el único pensamiento. El pensamiento único (hasta escalofríos me entran al casar a estas dos palabras).
La guerra simbólica, que a nivel nacional se vive en la apropiación del territorio discursivo, en el pequeño rincón del sur del Sur -tierra de Moret y Castelar- se limita a las poses y a las banderas. Formas y colores, como en preescolar. Tú eres morado, aquel es azul, el otro naranaja (rojo no, nadie es rojo ya, que no hay ni derechas ni izquierdas). La insignia andaluza va por delante de la española. La española, mire usted, es la que engloba a todas las demás. Sólo creo en el pendón morado (que para mí es más granate pero bueno…). La blanca y verde es la única. Ni me hables de la catalana, puñeteros catalanes… Yo sólo beso la amarilla y azul… Y entre tanto abanderado de su propia causa, queda mucha tela por cortar… Tanta que hasta comprendo, y me ha costado, el lío que tienen en la cabeza algunos ciudadanos entre territorio, ideología y formas de gobierno.
Lamentablemente, es tal el embrollo donde han fraguado sus posiciones algunos de nuestros paisanos que cuando el 14 de abril la tricolor ondeó en el Ayuntamiento gaditano llegué a escuchar a un presentador de una tertulia de la televisión pública gaditana calmar los ánimos del debate argumentando que «cada uno podía tener a ideología que quisiera», vinculando un sistema organizativo de gobierno a un conjunto de ideas, creencias y valores filosófico-políticos concretos.
No rehuiré, sería absurdo, de la carga simbólica que también porta la bandera de la Segunda República Española. No rehuiré, sería incomprensible, que cuando ondea sentimos la pequeña y secreta venganza del perdedor, y sonreímos como el que escucha «aunque me enterréis en el barro mil veces aquí estaré, acariciando el cielo». No rehuiré, ¿quién puede huir?, de la legitimidad moral que carga una insignia que fue deshilachada por la apisonadora dictatorial de un golpe de Estado. No, no rehuiré. La tricolor también forma parte de esta absurda guerra simbólica. Absurda porque ya no existe fosa donde ocultar la historia de miedo y odio que sembraron quiénes le arrebataron esta bandera al pueblo español. Y absurda porque el republicanismo no se puede reducir a una bandera izada el 14 de abril en la fachada de un Ayuntamiento.
Fotografía: Jesús Massó