Ante el Febrero vacío, añoranza que te crió. El Carnaval de Cádiz se desmarca (aún más) del resto de fiestas y jolgorios oficiales de esta piel de toro. Si el contacto físico en forma de gente apretujá escuchando, penitencias detrás de pasacalles, achuchones carperos o cualquier otro tipo de disciplina cuerpo a cuerpo están aplazadas hasta nuevo aviso, el disfrute de la copla es innegociable como la lucha cerveriana. Cualquiera en su salón, en su coche, en su paseo por la playa, se enchufa a los oídos mediante tecnología 4G o 5G (sin chip) la sesión más emotiva del Teatro, el recuerdo más cachondo de un martes en el Pópulo, la copla que se te grabó, o aquella que al cabo del tiempo redescubres. Es imposible el Carnaval vacío, porque siempre tendremos Carnaval debido a la inmaterialidad de su raíz demostrándose en tiempos de pandemia, más que nunca, el valor cultural que atesora. El Carnaval de Cádiz no es una fiesta cualquiera. Parafraseando ese lema culé tan manido, es más que una fiesta. Se lleva siempre estés donde estés. En Sanfermines, nadie puede meter un miura en el salón de su casa y correr delante del morlaco dándole periodicazos por el pasillo hasta llegar al cuarto de baño. Vestirte de penitente y andar cinco kilómetros con una vela encendida dando vueltas por la cocina, o echarte una mesa camilla al hombro no es equiparable a la auténtica Semana Santa. Y mucho menos puedes montar una Falla en el cuarto de la niña quemándole las barbies así por la cara. Pero tú sí puedes sentirte el Carli mientras te duchas, y cantar a pleno pulmón la presentación de “Los Americanos” vuelto loco. O hacer de tu sofá un palco, y de tu televisión el escenario de la Final del 86, y volver a descojonarte con el popurrí de “Los tontos de capirote”. El intenné ha sido capaz de archivarnos los recuerdos, las memorias, y hasta los lagrimones. Cuando y cómo queremos, tenemos Carnaval en toda su esencia: la copla. Y si Febrero está de huelga, nosotros esquiroles, montamos una Final del Falla en un plis plas.
La añoranza nos ha salvado este Febrero. Vacío de muchas cosas. Pero siempre lleno de música y letras. Se pierde el morbo de la novedad, pero se acumula power para el próximo Febrero libre de virus. Se ha borrado cualquier atisbo de saturación coplera, si es que alguna vez la hubo, y el cambio de pilas no predice otra cosa que no sea un Carnaval venidero donde se venderá barata la lagrimita furtiva y la carcajada retumbante. Gracias a la añoranza, se corrobora lo gigantesco de esta fiesta, que como un niñatillo en la edad del pavo, crece y crece, y no nos damos cuenta.
Y gracias a esa añoranza en la que estamos instalados, y mirando al futuro cercano, nos damos cuenta de que el disfrute y la memoria coplera eclipsa de manera bestial a todo lo demás Nadie se acuerda si en 1985 hubo mamoneo con las entradas, porque el pozo que queda es el pasodoble de “Los carreros” o Perico Ramos cantando tras la reja. De la pseudo-revolución de los copleros que estalló a finales del verano del 99, sólo nos acordamos algunos viejos combatientes, abuelitos Cebolletas, que aún quedamos por estos lares. La gente prefiere registrar en sus neuronas a los mostradores de la Viña, mostradores de mi barrio, que nacieron y se cantaron en esa misma época. Los repertorios resisten pandemias, bombas nucleares y lo que le echen. Queda demostrado. El que ya está escrito, ya está cuidado por voluntad popular. Toca velar por los que quedan por hacer, tanto los que los creamos, como los que lo disfrutan, como los que organizan la manera de que sean expuestos. Que la añoranza no sólo sirva de placebo febreril, sino de aprendizaje para saber escribirlos, saber gozarlos y saber organizarlos. Salud.